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El retiro

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“Y si aquellos días no fuesen acortados, nadie sería salvo; mas por causa de los escogidos, aquellos días serán acortados” – Mateo 24:22

Insisto en que eran dos puertas. Eran dos puertas de cristal que daban vista hacia el establecimiento entero; el cajero automático, el módulo atención por ticket y número, y la Sala Premier, donde estaba yo. Bienvenido. Eran dos puertas. La cita empezó a las 14:00 y ya habían pasado dos semanas, pero había algo entre aquellas 3 horas de cita en las que tramité mi primera tarjeta de crédito y en los que convencía a aquel joven de convertirse en cliente premier (algo que yo nunca fui, por cierto) que no recuerdo.

He de decir, y no exagero, que los primeros 15 minutos fueron más cortos que cualquier cuarto de hora en tedio que he sobrevivido; ni el mismo teléfono me pudo consolar mientras me ofrecían  beneficios en la Línea Premier.

-No, muchas gracias… -insistí, desvié la mirada.

Quizás pasaron dos horas.

Pasaron otras dos horas. Creí que comer algo, que mis dientes y mi lengua se encargaran de darle fin mi angustia o por lo menos de darle otro color, de saborear un recuerdo distinto que me ayudara, uno que pudiera servir de fe, y así encontrar una preocupación real, táctil. Pero no tengo nada.

Seguía en la sala de espera aún, pero el recuerdo me era aún más pernicioso. Después, así olvidé mi infancia. Me convencí de que habían pasado un par de horas y no décadas, como era en realidad. Culpa mía. Al final, insisto con que eran dos puertas, pero es ahora el recuerdo de lo que me pone ante la ventana que se ve desde aquí, recostado.

Donde dormí tantos días, sin compañía de nadie, era donde ahora pasaba todo el tiempo sentado, imaginando escenarios adversos donde el tiempo era otro, donde aquellas dos puertas eran más bien una imagen gangrenada con recuerdos estériles; y es que es una costumbre que se ha ido repitiendo, sin el paso del tiempo, concentrarnos en cosas que no merecen la pena y perder el enfoque.

Ahora intento relajarme.

Volví a tomar otra taza de café.

Esta vez era la puerta que daba para el jardín de mi abuela. Me ofreció un vaso de jugo, el que siempre me daba para tranquilizarme cuando cometía algún crimen digno de una sentencia permanente e irrevocable, como lo era el castigo, que duraba dos horas quizá. Me veía obligado a acompañar a mi madre al banco y esperar sentado una hora, dos horas, diez minutos, daba igual. En ellos, en ausencia de cualquier distracción, lograba componer la arquitectura del espacio y dividirla en dos puertas de cristal, sillones de tela azul, más puertas, contar cuántas veces se repetía un color en las paredes, el tamaño de las losetas, y pensar si alguien más se aburrió tanto en un módulo bancario. Seguramente no más de lo que me aburro ahora yo, viendo la televisión, antes; ahora viendo recuadros azules y comunicándome con entes virtuales en una pantalla portátil.

Pasaron dos horas y volví del trabajo (yo trabajé en un banco hace dos horas, antes de haberlo recordado).

Esta vez intenté calmarme, pero el día se acortó y llegó la hora de preparar el rito de la noche, de hacer suma de lo sucedido e intentar dividir mi memoria en episodios, cuadro por cuadro, en sillones, en los muebles del cuarto, dos focos de luz blanca, una enfermera, un sillón vacío, una cama, yo; sin nadie, enfermo, a la espera.

-No, muchas gracias…- insistí, pero mi abuela me sirvió el vaso del jugo y esperé sentado.

La enfermera intentaba tranquilizarme, yo estaba temblando; pedí disculpas cuando desperté, quizás el castigo ahora es ese.

Tuve la cita con el doctor a las 14:00 del día siguiente. Sufrí un infarto al miocardio mientras regresaba del trabajo (yo trabajé en un banco). Han pasado dos semanas y aún intento recordar el orden de los eventos, de los sueños, de la zozobra que sentí al salir del cuarto del hospital, temiendo haber vivido de nuevo todo lo que me aterraba. Pero no hay mayor ignorante que aquel que niega que su memoria sea imperfecta, pueril.

Volví esta semana. Le insistí al cliente que los beneficios de la Línea Premier eran más, que por favor me terminase de escuchar, que en un momento podría terminar el trámite de lo que sería su primera tarjeta de crédito. Él era joven, llevaba el celular en la mano y se distraía sin nadie, no creo que haya podido fijarse en el color del día siquiera, mucho menos en el de las paredes de nuestro establecimiento.

No creo que haya sufrido un infarto. Espero que lo recuerde, pues aquellos quince minutos se sintieron como tres horas.

Le di un sorbo a mi café.

Habían pasado más de seis décadas desde que dejé de acompañar a mamá al banco, y unas semanas ahora desde que regresé del hospital. El doctor me dijo que no hubo ninguna afectación más que en el corazón. La cafeína está prohibida, evidentemente, así que la sustituí por jugo. Mi abuela me lo daba siempre a la hora de la merienda para que tuviera energía y pudiera regresar afuera a jugar.

Eran aquellos detalles los que me costaba trabajo encontrar antes del infarto, los sabores de mi infancia, el rostro de mi abuela (de la enfermera) y el olor a pasto mojado que después cambió de nombre a petricor. Aquellas sutilezas de la memoria las recuperé en esas dos semanas, el orden no.

El joven se acercó a ventanilla e hizo el pago, después salió por las dos puertas de cristal.

El doctor me recomendó dejar de trabajar y ahora me sirven jugo todos los días, salgo al jardín y converso con abuelos. Aunque me han acortado el tiempo de descanso, siempre comemos a las dos, y por fin puedo decir que me retiré a los 70 años. Me parecía a ese muchacho.

SEBASTIAN SOLER

sebassolervera@gmail.com

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