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Américo Castro

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Letras

Américo Castro

 

Por Ermilo Abreu Gómez

Tengo sobre mi mesa de trabajo estos libros de Américo Castro: El pensamiento de Cervantes Madrid, 1925; Hacia Cervantes. Madrid, 1960; De la edad conflictiva, Madrid, 1961; y La realidad histórica de España, México, 1962.

Esta valiosa información se completa con algunos prólogos de don Américo en la antigua colección de Clásicos Castellanos, de La Lectura (hoy de Espasa Calpe). Y para remate me llega el número 82 de la Revista de Occidente, Madrid, enero de 1970, en el que aparece una “Conversación” con Américo Castro por A. Amorós.

Surgen entonces los recuerdos de Américo Castro. Varias veces ha estado don Américo en esta ciudad de México, pero fue poco después de publicado su libro sobre El pensamiento de Cervantes cuando permaneció más tiempo entre nosotros. En aquella ocasión dictó en el Salón de Actos de la Preparatoria, en las calles de San Ildefonso, una serie de conferencias sobre literatura española: Santa Teresa, La Celestina, etc.

Entonces lo tratamos con más cercanía. Los medio jóvenes escritores mexicanos de entonces acudíamos a escucharlo. Noche con noche yo me presentaba desde muy temprano, para ganar un buen lugar pues la sala se atiborra de gente. En la misma fila nos sentábamos Octavio G. Barreda, Bernardo Ortiz de Montellano, Xavier Villaurrutia y el escritor español Ricardo de Alcázar, Florisel.

Pocas veces habíamos oído disertaciones más agudas, más llenas de pasión y de buen sentido didáctico. Los temas se deslizaban mansamente no obstante que se advertía el caudal de erudición que el conferencista ponía en juego. Tomábamos no sé cuántas notas y así llenábamos cuadernos y libretas.

Terminada la conferencia, pasábamos al escenario para saludar al maestro. No pocas veces salimos con él y nos íbamos a merendar a algún restaurante típico: el de Tacuba, por ejemplo. Ahí seguía la charla, entreverada de preguntas. Don Américo se mostró con nosotros no sólo amable sino francamente servicial. Se tomaba la molestia de dictarnos tal o cual noticia que nos servía para nuestras clases. Cuando terminó el ciclo de conferencias, a algunos de aquellos jóvenes nos regaló su retrato. El mío lo conservo en lugar preferente en mi biblioteca, entre los retratos de Azorín y Pío Baroja.

En la citada “Conversación” se informa que se está preparando, bajo la dirección de Pedro Laín Entralgo, un volumen con los más notables estudios que se han escrito sobre la obra de don Américo. Lo esperamos con verdadera ansiedad.

No es posible en esta nota ni extraer siquiera el caudal de noticias y opiniones de don Américo vertidas en la “Conversación” a que aludimos antes.

Lo que queda como saldo precioso es la plenitud del pensamiento de Castro; su mente libre de prejuicios históricos, su afán de calar hondo en la entraña de la vida y de la historia de España, hasta alcanzar la verdad esencial de su origen, como entidad histórica, como entidad geográfica y cuna de múltiples pueblos viajeros que llegaron a su suelo.

Esta penetrante teoría de Castro se aplica con claridad en la concepción de México. ¿Cuándo empezamos a ser mexicanos? Porque no eran mexicanos ni los toltecas ni los mayas ni los chichimecas de los siglos primitivos anteriores a la llegada de los españoles. Tampoco lo fuimos en los días de la Conquista, ni tampoco durante los siglos del dominio español. Empezamos a ser mexicanos cuando empezamos a sentir algo que no era ni lo indio ni lo español; cuando nos sentimos dueños de una novísima patria, de un sentido histórico, de una concepción social, de una capacidad de futuro, de una especie de aire de voces, de creación, de virtudes y de defectos que se maduraban en nosotros.

Por eso sigue siendo absurdo hablar de lo mexicano de Ruiz de Alarcón, que nace casi al día siguiente de terminada la primera etapa de la Conquista.

En el siglo XV no existía un ancho panorama de pueblos indios disímiles. Los mismos indios vivían (aunque derrotados) en los siglos XVI y XVII. Ruiz de Alarcón no podía ni presentar ni representa a México porque México no existía. Del mismo modo, Quintiliano o Séneca no son españoles porque España no existía. Aquellos sujetos eran romanos. Si en Séneca, o en Quintiliano más tarde, con los siglos descubrimos algo de la España futura es otra cosa. Son raíces, savias, tierras, aguas, que han de servir para la creación de la misteriosa y clara personalidad de lo que es España. Ya el Cid en España tiene conciencia de algo que ya puede vivirse como España. Don Quijote es la plenitud de España porque España es ya una plenitud.

Don Américo Castro viene a ser uno de los críticos y de los historiadores más profundos, más trascendentales. Además, posee la virtud, rarísima en las gentes de su profesión, de conocer el idioma español, de saber manejarlo con energía, con gracia, con eso que no tiene que ver con la lingüística ni con la gramática, pero que es el espíritu estético, bello del idioma castellano. A Castro se le lee con placer, independientemente que se le lee con sutil recreo de la inteligencia. Con el mismo tiempo, don Américo Castro ha de quedar como una de las figuras más altas, más definitivas de la cultura española. Para juzgarlo hoy falta la poderosa lección de la perspectiva histórica. Recordemos que al principio El Quijote era un libro para pajes y soldados. Era para diversión provocada por las caídas de Rocinante. Más tarde se descubrió que todo él era fuego encendido de una patria en crecimiento interior.

 

México, D. F., junio de 1970.

 

Diario del Sureste, suplemento cultural, 28 de junio de 1970, p. 1.

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