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La sublevación del brujo Jacinto Canek – II

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II

LA SUBLEVACIÓN DEL BRUJO JACINTO CANEK

 

 

“…y se ha declarado ser hijo del rey levantado; uno de los mayores hechiceros de toda la Provincia que al presente se halla coronado, y sentado con la corona de nuestra imagen de la reina de los Ángeles a quien abatieron en su mismo trono de la iglesia.”

 

Relación del tiempo de la sublevación de Quisteil (1761)

“…se hizo una matanza horrorosa, se quemaron las casas todas del real, y también la iglesia donde estaba el rey en el trono…”

Relación del tiempo de la sublevación de Quisteil (1761)

“…y que para ganar los pueblos que convocaba, se valía de la superstición, y pacto que tenía con el demonio…”

Carta del gobernador de Yucatán al Marqués de Cruillas (16 de enero de 1762)

 

 

NOTICIA:

 

La desfallecida mañana del 22 de noviembre de 1761 los decorosos vecinos de la ciudad de Mérida se enteraron con estupor de este suceso inconcebible: una amotinada muchedumbre de indios mayas conducida por un brujo llamado Canek había asesinado a diez españoles en el distante poblado de Quisteil. Además, amenazaban muy seriamente con arrasar la provincia de Yucatán, matar a todos los blancos y recobrar las tierras que les pertenecían. El gobernador –recuperado del repentino horror que le causó tal noticia– ordenó a sus denodados capitanes-a guerra partir en el acto a esa insolente población, aplastar la revuelta y ejecutar a todos los sublevados.

 

I

 

LA INFINITA SERVIDUMBRE

Al promediar el siglo XVIII los españoles establecidos en la Península de Yucatán disfrutan de desahogadas formas de vida sustentadas en las espaldas de indios mayas que trabajan como bestias de sol a sol. Esta estirpe de hombres morenos que centurias atrás había erigido una civilización pasmosa en las selvas de América, se extenúa –en pleno Siglo de las luces– en el infinito acarreo de soñolientas piedras destinadas a la edificación de casas para los blancos. Suman esa laboriosa ocupación a otra no menos extenuante: recoger, inclinados bajo látigos de mayordomos brutales, las cosechas de los encomenderos. Conservan los apellidos mayas pero para ser considerados cristianos han de prohijar los nombres españoles. Herrados como parte de una vacada, se encuentran impedidos de huir de sus bestiales encomiendas. Si lo intentan son rastreados por perros inquebrantables, obligados a regresar y azotados, casi siempre hasta la muerte.

Paralizados por tan bárbara custodia, su único escape es (al parecer) el dócil ejercicio de la religión. La sumisión y la buena voluntad de los franciscanos hacia los indios corrigen un tanto esa barbarie hispana. Asisten a misa y practican la comunión, pero les está vedada, por su condición de indios, la consagración sacerdotal.

Los encomenderos, envidiados dueños de los indios, habitan amplias y ventiladas casas de cal y canto, y beben felices vinos de Andalucía. Consumen las enardecidas tardes peninsulares en indolentes juegos de malilla o en regocijados saraos en los que se brinda sin descanso por el rey Carlos III. Defraudados por la ausencia de oro en la Península, los encomenderos desquitan con los naturales esa irreparable frustración mediante la infame práctica de los latigazos.

En los mediodías hirvientes, en las tardes lluviosas o en la agitada inercia de la noche, los indios interrogan al cielo en busca del signo revelador. Han padecido dos siglos el rebenque y la bota de los blancos y ansían ese indicio prometedor. No les ha sido concedido conocerlo en doscientos años de enajenante servidumbre, pero confían en la simultánea aparición de la señal, y del esperado caudillo que los conducirá a la gran Guerra santa contra los españoles.

 

UNA SOLEDAD ATOLONDRADA

Desconozco la fecha del nacimiento del turbulento brujo Jacinto Canek, (a) el Serpiente negra. Se sabe sin embargo que fue hombre de la costa nacido en algún puerto de la Península de Yucatán, probablemente en San Román de Campeche. Un fraile franciscano cuyo humilde destino se desvanece en la bruma de la historia, lo descubre una mañana en la playa haciéndole guiños al mar bajo el incendiario sol estival. Condolido de la atolondrada soledad de ese indizuelo vivaz, se ufana por conocer los pormenores de aquella existencia elemental: averigua que es como de diez años, que faltan sus padres, que habita en una casita de techos de palma a la orilla del mar y que disipa los días en la playa en la indolente ocupación de ir llenando de arena el profundo agujero de la ociosidad. Persuadido de que el chico se perderá si no encuentra pronto el contacto de Dios, el franciscano lo convence sin dificultad de trasladarse a Mérida, de ingresar, en esa ciudad, al Convento grande de San Francisco. Discurren toda la noche: arriban a su destino con la primera aurora.

 

METAMORFOSIS DE UNA CIUDAD

La imprecisa mañana de la ciudad de Mérida, redunda en los ojos soñolientos del muchacho. Mira una urbe antigua que le regala su aire límpido, y el incómodo sentimiento de una nostalgia virgen que acaba de descubrir en las infinitas piedras indias de las casas de los blancos. “Mérida –reflexiona– ha sido levantada sobre los restos queridos de otra venerable ciudad”. Ahora, en vez de abismales templos mayas, contempla cavilosos corredores balaustrados, tediosas escaleras oscuras, adustos zaguanes y portones, iracundos mascarones, arrogantes blasones españoles tallados en los dinteles de las casas.

La ciudad despierta a las fatigas del día: el animado paso mañanero de bruñidas calesas sobre calles castigadas de polvo; la marcha tempranera por los arcos de la ciudad de dragones enseñoreados de tambores y cornetas, y de vanidosos capitanes-a-guerra de uniformes entorchados; quejumbrosos portones que se abren de par en par, descubren la presencia de honorables vecinos españoles que inician su flemática marcha a la misa de las cinco de la mañana: los escoltan silenciosos, apacibles criados; los mesones y las ventas, con su alegre cuota de viajantes; el opulento buen olor de la cocina yucateca emergiendo de embrolladas hornillas de las fondas; el aroma de chocolates recién batidos para desayunar; el candoroso olor del pan; el desvelado sereno al momento de retirarse (agraciado con la chispa de trasnochados tragos de jerez) de su inalterable ronda nocturna.

En la Plaza Mayor Jacinto mira con prudente arrobamiento las fábricas más viejas de la ciudad: la imponente simplicidad de la Catedral de San Ildefonso (en la que no se toleran indios), la basta Casa Consistorial, las Casas Reales, la altiva Casa del Adelantado Francisco de Montejo donde contempla, indignado, ásperas escenas de dominación fraguadas en las paredes, figuras de brutales soldados españoles pisoteando las inofensivas cabezas de los mayas.

 

EL CONVENTO Y LA CIUDADELA

Quema el sol cuando los viajeros se aproximan al convento. Esta admirable construcción ha sido fundada sobre las ruinas de un patriarcal edificio maya asentado en un cerro descomunal. Lo han fabricado con inmensas piedras arrancadas a venerables templos indios a partir de 1547. Es decir, demolieron virtuosos edificios americanos para levantar ese suntuoso monasterio que desmiente con pecadora desfachatez la preclara sumisión franciscana. No se moderaron en la pompa de sus instalaciones: la construcción entraña diversas iglesias, múltiples patios, innumerables capillas, huertos, jardines, cúmulos de estanques, refectorios, aulas, galerías y pabellones de tres pisos con empinados miradores a la ciudad. Los objetos, los ornamentos litúrgicos asombran por su fastuosidad: óleos grandilocuentes, rumbosos altares y dorados retablos, columnas salomónicas, íconos inmensos, un provecto reloj (el primero público que existió en la ciudad), un San Francisco atribuido a Murillo… Un siglo después de su edificación, una inexpugnable fortaleza se abatirá sobre el convento: la portentosa ciudadela de San Benito. Los franciscanos refutan, estérilmente, esa intolerable injerencia castrense en los dominios benditos del siervo de Asís: el gobierno alega que aquella elevación es precisamente la que se requiere para levantar la ciudadela. Además, aducen, la seguridad del reino es más importante que los intereses particulares de los frailes.

A ese desmesurado hexágono (construido en meros diez y nueve meses) desde cuyas alturas insondables se domina la ciudad, lo fortifican seis masivos baluartes abovedados erizados de cañones que alegan nombres impropios de su ferocidad: San Luis, San Francisco, San Juan de Dios, Nuestra Señora de la Soledad… Asombra la corpulencia de sus murallas. Tampoco faltan, como en todo buen castillo medieval, las puertas con rastrillo, un foso abismal y el puente levadizo.

Roldán Peniche Barrera

Continuará la próxima semana…

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