Opinión
Por Carlos Duarte Moreno
(Especial para el Diario del Sureste)
¡Besarse y abrazarse no son delitos!
Estas palabras las ha dicho un estimado funcionario revolucionario de verdad, instruyendo a uno de los guardianes del parque del Centenario. Me encuentro en el despacho de mi amigo, y por eso sorprendo el decir.
-¿No es verdad?
Ante la pregunta que me hace, me acerco sin temor y me entero del caso. Alguien ha venido a quejarse arguyendo que, por besarse con su novia, un velador del referido parque le llamó la atención. Entiende el quejoso que no hay razón para ello y que esa intromisión constituye simple y llanamente un atropello, porque él conoce el límite de las cosas y sabe en qué caso estaría justificada una intervención.
Los viejos –viejos de moral, chochos de moral– dirán que los parques son lugares públicos y los lugares públicos no son para besarse. Bien, es decir, bien que así piense ese criterio de abuelos; pero hemos roto cascarones de falsedad. De las cosas más sagradas se ha hecho miseria, tráfico. Besa el idólatra a sus fetiches; besamos a nuestras madres, en público, con la serenidad orgullosa de nuestra devoción. ¿Por qué no hemos de besar de la misma manera, sin temores, a la mujer amada? La hipocresía de una enseñanza absurda generó el absurdo. Respiraron las generaciones pasadas aires cargados de mitos y de creencias preparadas para sostener principios de castas ejecutoriadas ya. En vez de encauzarla, conforme a los tiempos, la sociedad quiso destruir a la naturaleza. De ahí su fracaso, sus errores, sus engendradas monstruosidades. Y ese aire contenido en los pulmones del mundo viejo es el que pretenden muchas gentes que respire la generación actual. Es propiamente, si se mira bien y serenamente, una pudibundez que se presenta desnuda; una pretendida y fofa aristocracia de rectitud que no pone en la sala del hogar una estatua de Diana cazadora por miedo al desnudo.
Los parques, perteneciendo a todos, pertenecen, esencialmente, a los niños, a los ancianos, a los enamorados. El niño buscará el terreno mejor para jugar, para corretear; el viejo se instalará en el lugar más confortable, en el sitio en que refresque más la brisa, en que mejor caliente el sol; y los enamorados husmearán el punto en que estén menos visibles para poder hablar, para entrelazar las manos, para hacerse cariños, para juntar sus labios temblorosos y secos de pasión. Estas cosas constituyen el alma de los parques, no el transitar mecánico de algunas gentes que circulan por calles y jardines y a quienes parece que se obliga a caminar, llevando en el semblante una expresión de fastidio, de vacío de alma y de mente sin ideales que desconciertan. Ojalá encontrásemos en los parques legiones de niños en carreras alborozadas, en júbilos clamorosos ¡en los clamorosos júbilos de sus juegos!, y hallásemos siempre muchas parejas de enamorados que se abrazan y se besan casta y sencillamente ¡con la gloriosa sencillez de su espontaneidad y su cariño! Eso querría decir que los jóvenes aman, que los jóvenes se preparan a las grandes tentativas a que empuja y alienta el amor, y que los niños, la reserva para el futuro, están sanos de espíritu, animosos, tierra primorosa del optimismo, y que podemos confiar en ellos con riente y confortadora esperanza.
El amor, como el dolor, contagia. El que ama y es amado, al contemplar el idilio ajeno, piensa en el suyo y siente que se avivan en su alma recónditos temblores, los hondos temblores de su amor; y el que transita sin cariño de mujer en su vida, se sentirá más impelido a buscarlo, al ver que otros tienen en quién reclinarse y en quién creer. Únicamente los amargados, los derrotados, los decepcionados, los insensibles, los envidiosos, no sentirán nobles vibraciones ni tendrán sonrisas de comprensión y simpatía al ver que, en un parque, dos enamorados se besan y se abrazan con esa limpidez que dora el amor de las campiñas en que los corderos copian la humildad del corazón amoroso, las flores silvestres remedan la castidad de la mujer amada, y la brisa, empapada de aromas, las palabras que salen perfumadas de promesa del alma de los novios…
Un niño que corre; un viejo que descansa; dos enamorados que se besan…
¡Esa es el alma de los parques!
Mérida, Yucatán.
Diario del Sureste. Mérida, 20 de junio de 1935, p. 3.