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Cine Club

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Apuntes desde mi Casa

XVII

Ir de vez en cuando a un cine club es de los deleites que, sumado a otros acontecimientos que producen similar satisfacción, conforman los grandes momentos de la vida. Al menos para mí y algunos de mis amigos.

Mi afición al “Círculo de Admiradores del Séptimo Arte” se debe a que, siendo muy jovencita, mi padre me llevaba al Cine Club de la Universidad de Yucatán, donde una vez por semana exhibían películas europeas de escogido rango y otras premiadas en festivales como el de Cannes.

En Mérida existían muchas salas cinematográficas. Había una llamada Colonial, cuyo cielo raso simulaba una bóveda celeste con sus estrellas plateadas que relumbraban en la oscuridad; ahí se proyectaban cintas francesas e italianas.

En esos años circulaba en la ciudad una revistita llamada Criterio editada por una asociación católica, que se distribuía los viernes en los colegios y en la que todo filme de corte europeo era clasificado con letra C, equivalente a “prohibido”. Entiéndase que la entrada a este cinema estaba vedada a las niñas, aun yendo acompañadas por un adulto.

Nunca llegamos a comprender la razón de dicha pauta, pues aquellos contenidos y escenas de excelente calidad vendrían resultando de una pureza absoluta si se comparan ahora con las exhibiciones para público de todas las edades, particularmente las del nuevo cine mexicano y del norteamericano, tan afectos a incluir innecesariamente escenas de dudoso gusto que jamás podrían, siquiera por imitación, igualar la finura del erotismo francés o del japonés, cuando de ese tema se trata.

En virtud de que por escasa edad no me dejaban entrar al Cine Colonial, y con el afán de hacer amplios los horizontes culturales de sus hijos, mi padre determinó aprovechar la programación de la Universidad, y más adelante la de la Alianza Francesa donde, entre gran diversidad, pude deslumbrarme con el Orfeo de Jean Cocteau y el Orfeo negro del brasileño Marcel Camus, con maravilloso fondo musical de Luis Bonfá y Antonio Carlos Jobim. Del neorrealismo italiano recuerdo La strada, de Fellini; Arroz amargo, con Silvana Mangano; Ladrón de bicicletas, de Vittorio de Sica; Vagas estrellas de la Osa Mayor de Luchino Visconti, con Claudia Cardinale; Rocco y sus hermanos igualmente de Visconti, con Alain Delon y otras que fueron normando mi gusto por esta expresión del arte.

El Teatro Lucio Blanco, de Nuevo Laredo, posee la atmósfera adecuada para sentirse cómodo en su cine club de los martes: siendo poco numeroso el público, se puede elegir la butaca de preferencia. El experto en cinematografía Antonio Saravia coordina esta actividad de la Casa de la Cultura y, antes de dar inicio al espectáculo, brinda información general: menciona la filmografía del director, narra alguna anécdota relacionada con la película o sus protagonistas, y de forma amable hace que el público se prepare para disfrutar ese rato en penumbra.

El pasado catorce de septiembre organizó algo especial con motivo de las fiestas del bicentenario, incluyendo un convivio. Excepcionalmente, proyectó un video llamado Las canciones de mi padre, de Linda Ronstadt, que resultó una agradable sorpresa para los asiduos asistentes. Fue propiamente un homenaje a la canción mexicana de la buena: Tata Nacho, Manuel M. Ponce, Rubén Fuentes, Chucho Martinez Gil y varios más, interpretadas por la notable voz de la Ronstadt. Salimos satisfechos de haber dedicado poco más de una hora a una presentación profesional y colorida, diferente a la acostumbrada.

Con frecuencia a Saravia le gana el amor por el cine nacional (del que yo únicamente disfruto la llamada “época de oro”, hasta finales de los cincuenta, sin ánimo de restar méritos a realizadores posteriores como Felipe Cazals y Arturo Ripstein). Sucede que, de repente, se nos antoja volver a ver alguna película que conocimos hace treinta o cuarenta años, difícil de conseguir en los espacios de video-renta, o espera uno encontrársela en los canales de televisión como el del Politécnico o el del Conaculta, y resulta que tampoco las pasan en ellos.

Este sería el caso de El joven Törless, filme alemán de mil novecientos sesenta y seis, basado en una novela de Robert Musil, que corresponde al género de la crueldad precursora del nazismo. Otra que por su rareza es casi imposible de procurar es El año pasado en Marienbad, de Alain Resnais, reiterado asunto del tiempo y la memoria, con guion del escritor francés Alain Robbe-Grillet.

Dejamos como tarea a los aficionados al cine selecto hacernos el favor de rastrear el paradero de estas cintas y, parafraseando cierta canción de Silvio Rodríguez: “Si alguien sabe de ellas, le ruego información…”

Paloma Bello

Continuará la próxima semana…

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