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Bajo la pena del castigo

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Caminando por las Calles

Por Carlos Duarte Moreno

(Especial para el Diario del Sureste)

Estoy parado a las puertas de un colegio. Son las nueve en punto de la mañana. Suena un timbre después de que el reloj ha desgranado sus sonidos. Ha llamado a recreo. La chiquillería, alborotada y alborotadora, sale de los cuartos en que están instalados los cursos y se extiende por los corredores, penetra intempestivamente en los jardines. Risas, gritos, palmadas… Todo lo veo y lo escucho perfectamente.

Pero… esas tres niñas delgadas, con la miseria retratada en el semblante que, de pie, con un libro en la mano, desde un rincón de la sala de clases, miran melancólicamente a sus compañeros que salen a jugar, ¿por qué están allí? Afortunadamente, el mozo del colegio sale a la puerta de la calle a atisbar ansioso quién sabe a quién. Y, a pesar de mis derivaciones, le pregunto y me explica. Esas niñas están sufriendo castigo porque no han podido dar la lección.

Mi pensamiento se ha enredado en una red de preguntas. ¿Por qué esas niñas no han podido dar la lección? Me fijo bien en ellas. Su edad fluctúa entre nueve a doce años. Caras alargadas, huesosas; piel que deja transparente la anemia; ojos que están gritando tristezas de esas que ya parece que no tienen valor porque parece que las sufren los pobres y las analizan los que no lo son. ¿Es posible que en plena época de conquistas salvadoras se recurra al extremo de dejar pie a los niños, signándolos ante sus compañeros, porque no han podido dar la lección? En realidad, se comete una injusticia contra el niño y se verifica un atentado de lesa impiedad que prohíja la ignorancia. ¿El niño es el responsable de su modorra, de su atonía, de su desgano, de su discolería, de su incapacidad? Y sus taras, sus defectos orgánicos, su alimentación, su vestido según las estaciones, las condiciones higiénicas en que vive, el contacto familiar que no comprende, ¿no son determinantes fuerzas en su contra? ¿La ciencia no ha mostrado ya anchurosos campos a la comprensión humana? ¿Cómo debe tratarse a los niños retrasados? ¿Y será posible que, en pleno corazón de nuestra ciudad, se olviden los horizontes modernos? El niño que queda de pie, expuesto a la contemplación de sus compañeros por no haber podido dar la lección, odia en el fondo, con un odio que naturalmente no tiene las ferocidades de los odios de los hombres –pero odio al fin– al maestro que sin conciencia atropella su vergüenza ingénita al mostrarlo como mal alumno, mientras en el fondo de su conciencia trémula sienta una para él extraña infelicidad de ser débil ante tantos factores biológicos y sociales que lo abruman.

He pensado rápidamente.

Las pupilas de las niñas castigadas se van detrás de los niños que juegan. Hay un momento en que sonríen, lelas y felices dentro de su infelicidad, por la travesura graciosa de uno de los niños que corretean por los jardines. Ha sido una risa dulce y triste. El peso del libro que tiene en las manos las vuelve a la realidad. Se dan cuenta de que las observo desde la calle y adquieren actitudes de recato.

¿Hijas de quiénes son? Moralmente son hijas nuestras, hijas de todos los hombres de buena voluntad que pueblan la Tierra. Ya lo dije alguna vez: para los que no quieren comprender sus obligaciones humanas, sus hijos son los que vinieron del vientre fecundo de sus mujeres. Los otros niños, los desamparados, los que no tienen en qué apoyarse, los que carecen de pan, de estrella, de trino, son hijos de sus padres biológicos. Así estas niñas castigadas, cloróticas, con los huesos saltantes, con los rostros tristes, que bajo la pena de castigo absurdo sienten que se les alargan y derriten las pupilas en pos de los niños que han salido a gozar del regocijo del recreo, son hijos de otros hombres, de los hombres desconocidos que forman el pueblo.

Pero eso será para la cálifa moral, para la avaricia, para la hartura que pide paz y la exige al Estado cuando las caravanas de hambrientos se organizan para llegar a los grandes centros capitalistas, a los emporios del bursatilismo, a las madrigueras de los jugadores de la vida de los hombres, mediante las combinaciones de Bolsa. Para el resto de la humanidad que hace caer anillos de cadenas al golpe de su empuje manumitador, esas niñas son hijas nuestras…

¡Hijas nuestras bajo la pena de un castigo que no tiene justificación de existir en el corazón de la ciudad!

Mérida, Yucatán.

Diario del Sureste. Mérida, 14 de julio de 1935, p. 3.

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