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La Vida en Formación

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Letras

V

Cuando ingresó al seminario, todo se convirtió en novedad ante sus ojos. La cantidad de jóvenes que ingresaba al seminario lo motivaba y al mismo tiempo estimulaba su fe. Creía entonces que bastaba con eso, con el acto sublime de creer.

El seminario en este idílico pueblito de Michoacán se encontraba en una de sus montañas, al puro estilo místico de los sokagakai, o de los budistas enclaustrados de por vida. Sin embargo, la vida monástica del seminario estaba llena de oportunidades para salir a la calle a hacer el bien.

El joven Rafael nunca perdió una oportunidad para dar testimonio de cosas que aún no llegaba a comprender siquiera. En las noches, su reluciente Biblia parecía ser su única consejera; ahí, entre sus inmaculadas páginas, encontraba refugio y consuelo para sus insuficiencias y debilidades humanas que siempre parecían perturbarlo.

Por las mañanas, los rezos comenzaban antes del amanecer, los seminaristas iban y venían como sombras trasnochadas, pero en ese lugar, el día apenas estaba por comenzar. Durante dos horas debían permanecer en el primer servicio religioso, el cual tenía una duración de hora y media, pero estaban obligados a quedarse media hora más meditando en la palabra que acababan de escuchar. Era un régimen desafiante que se complementaba con una alimentación basada en verduras, salvo la excepción semanal de los días miércoles, cuando se consumía pescado.

Los rostros demacrados, de ojeras profundas y cuerpos huesudos, daban cuenta de ello.

Eran jóvenes que estaban siendo entrenados para ser parte de una generación de sacerdotes que le pudieran hacer frente al demonio del pecado.

Pero el pecado habitaba la casa. Y en aquel lugar, destinado a producir santos, la degradación y la ofensa sexual dominaban a los jóvenes inexpertos en los asuntos de la vida monástica. Había entre muchos de ellos una perversidad demoniaca que los conducía a cometer actos insanos unos contra otros.

En más de una ocasión obligaron al joven Rafael a presenciar actos homosexuales. Cada vez que cerraba los ojos, le asestaban un golpe en las costillas; vez tras vez fueron llenando sus ojos con pecado involuntario, hasta que, en una ocasión, intentaron que él mismo sostuviera relaciones con otro seminarista.

Los rumores de lo que acontecía al interior del seminario nunca fueron confirmados, eran aparentemente sólo rumores infundados. Y debido a que nadie nunca denunció un abuso, todo siguió en calma por años.

Algunos meses más tarde, salió a la luz un montón de información respecto a las monjas embarazadas y la cantidad de seminaristas involucrados en actos de perversidad y homosexualismo. Fue un duro golpe mediático de boca en boca que afectó severamente el prestigio del seminario.

El día de su ordenación, notó que Regina, su madre, se había sentado en primera fila. Llevaba puesto el velo que Viveka le había obsequiado en vísperas de Navidad. Era el verano del 41 y ahí, sentada junto a su hija que había venido desde Alemania, parecía resplandecer por la emoción. No era así con Rafael, que moría de nervios tratando de acomodar correctamente la indumentaria, incluida la casulla que se le había atorado en la cabeza debido a que la abertura era demasiado pequeña. Alguien notó su embrollo y de inmediato acudió a solucionar el problema. Diez minutos después, se encontraba en línea con los otros tres sacerdotes previo a su ordenación.

Era una atmósfera tan solemne que podía escucharse el aleteo de una mosca que iba y venía, sin encontrar acomodo entre el gentío. El silencio invitaba a la reflexión; sin embargo, en la mente de Rafael innumerables imágenes de la infancia desfilaban como si las tuviera frente a sus ojos, como si su padre volviera de aquella tierra lejana para darle el abrazo que nunca le dio. Esta mezcla de emociones, nerviosismo y nostalgia aparecía para dificultarle aún más el momento. Su corazón ardía por Dios. Sus convicciones estaban en orden. Su vocación estaba en el centro de la voluntad de Dios.

Para ese momento se había preparado, y sabía que incluso ese momento era tan sólo el comienzo de un proceso que desconocía. Pero estaba dispuesto a sufrir, estaba dispuesto a menguar, a cederse hasta que Cristo fuera formado en él.

Jorge Pacheco Zavala

Continuará la próxima semana…

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