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La entrega del hombre

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IV. La entrega del hombre

Mientras espero a que mi abuelo llegue a la milpa siento el aroma del monte que me trae el viento de la tarde. Huele mucho a hojas de hierbas que la lluvia ha mojado; asimismo, huele a unas flores pequeñas que otras veces he ido a cortar para ponerlas en el altar en donde se reza a los dueños del monte. Pero yo me pregunto: ¿por qué mi abuelo se ha tardado en llegar a la milpa? Ya hice lo que me dijo: escarbé el hueco que me pidió que hiciera debajo del árbol en donde siempre hacemos las ceremonias. ¿Qué irá a meter en el hueco? Hay días en que hace cosas que no entiendo. Cuando le pido que me explique, él me dice que hay cosas que se hacen y que no necesitan explicación. “Tú estás viviendo en los años en que sólo se obedece.” Hoy estoy molesto. No me gusta esperar. Hay días en que me disgusta estar solo, como esta tarde en que estoy esperando al padre de mi madre y no llega. ¿Qué iremos a hacer en la noche o en la madrugada? Hace un rato oí, no lejos de aquí, que alguien había disparado su escopeta y pensé que era él. El otro día, cuando estaba esperándolo para comer, llegó con una víbora de cascabel. Le quitó la cabeza y, luego de sacarle la piel al cuerpo del animal, la puso a hervir y la comimos durante tres días. Otro día, después de no comer y sólo tomar agua, fué por una víbora de cascabel. Cuando llegó con ella, luego de colgarla en el tronco central de la cabaña, le cortó la cabeza. Puso debajo del cuerpo sangrante de la víbora una jícara para recoger la sangre, que luego tomamos antes de una ceremonia. Yo me sentía un poco mareado y recuerdo el conjuro que pronunció mi abuelo:

“Trece vueltas hará tu espíritu alrededor del pozo; trece vueltas hará tu espíritu alrededor del fuego; trece vueltas hará tu espíritu alrededor del aire; trece vueltas hará tu espíritu alrededor de la tierra. Ahí donde estás de pie; ahí donde se enterró tu ombligo: primera ofrenda de tu carne para la tierra, tributo primigenio destinado para los protectores de tu alma, alimento sagrado para la madre originaria de tu cuerpo.

“Por eso, se te entrega tu arco, se te entrega tu flecha, se te entrega tu lazo, se te entrega tu hierba, se te entrega tu piedra, se te entrega tu esquina, se te entrega tu color, se te entrega tu viento, se te entrega tu nombre. Se te entrega, se te enreda, se te entierra, se te pega, se te queda.

“Y para que busques el sostén de tu cuerpo: se te entrega tu arco, se te entrega tu flecha, se te entrega tu lazo, se te entrega tu piedra, se te entrega tu hierba. Se te entrega, se te entrega, se te entrega… Se te entrega, se te enreda, se te entierra, se te pega, se te queda… No lo olvides.

“Ya sea para que lo halles en el agua clara del enorme pozo; ya sea para que lo halles en el crepitar del fuego que arde en tu casa; ya sea para que lo halles en los augurios del viento; ya sea para que lo halles en el aroma de la tierra que, preñada de tu simiente, anuncia el retorno de tu linaje.

“Y para que encuentres la perpetuidad de tu espíritu: se te entrega tu nombre….

“Se te entrega tu esquina, se te entrega tu color, se te entrega tu viento. Y sea tu nombre, ave canora en el despertar de la tierra, conjuro de gratitud que salude la eternidad del resplandor de la aurora; y sea tu esquina la que, provista de piedras preciosas, mire más allá del alba, sitio originario del poder de tu palabra; y sea el viento del Oriente, el hálito sagrado del poder del silencio, en los días cuando tengas que guardar tu palabra, para que sólo el soplo divino se aloje y reine al interior de la fuerza de tu corazón; y sean las alas transparentes del viento, voces que encuentren la estera espiritual, que a manera de consejo, que a manera de oración, gobiernen la envoltura de tu cuerpo….

“Por eso se te entrega tu nombre.

“Se te entrega después de haber dado trece vueltas por los rincones de las trece esquinas del cielo.

“Se te entrega, después de haber subido trece escaleras, para llegar al lugar de las trece preguntas y de las trece respuestas.

“No olvides que se te entrega tu nombre, que lo es solamente para que lo oigas y lo conozcas tú. Sólo es para que lo recuerdes. El nombre sagrado de un hombre, que es para el abrigo y la fuerza de su alma, ¡recuérdalo!, no se escribe; además, ese nombre es tu fuerza y esa fuerza será grande y poderosa si guardas silencio de su origen; por lo que nadie deberá conocerlo más que tú; porque en él, viviendo al interior de tu espíritu, radica tu poder en la tierra.

“Se te entrega, se te enreda, se te pega, se te entierra… Se te queda en tu cuerpo… Se te queda en tu alma, ya que tu alma es la envoltura sagrada de tu cuerpo, envoltura sagrada de tu nombre.”

Y en tanto el abuelo iba poco a poco deteniendo sus palabras, desde la quietud del lugar en donde estaba oyéndolo, yo mantenía los ojos cerrados.

Cuando todo quedó completamente en silencio, empecé a percibir el resuello de su respiración profunda, hasta me pareció oír el apacible sonido de la energía de su cuerpo. Y, como nunca antes en mi vida, desde aquella ceremonia nocturna en la que me había convertido en el verdadero habitante de mi nombre y en el único e irrepetible habitante de mi espíritu, al abrir los ojos, sentí que era yo mismo, pero distinto al mismo tiempo. Oía… sí, pero aun cerrando los ojos podía entrar y salir más allá de la luz que envolvía las cosas. Y tuve miedo. Miedo de ya no volver a ser como antes. Ser yo mismo y, a la vez, sentirme distinto me turbaba, me aturdía. Quise huir, pero ¿hacia dónde? Me preguntaba a mí mismo: ¿por qué huir de ser distinto si, en esa escapatoria de ser uno mismo, me veo caer en las trampas de las dudas?

Atrapado en ese laberinto de titubeos pensaba que lo fácil, lo cómodo, era quedarme en el no ser y ser lo que otros deciden por uno. Pero, a partir de hoy, me decía: ¿qué hacer con mi nombre oculto en medio de este laberinto en donde las hojas de los árboles, trastocándose en infinidad de ojos, miran el azoro de mi espíritu renuente a ser distinto? ¿Qué haré con mi nombre y mis apellidos indígenas, en medio del bullicio de números, de expedientes y claves itinerantes, en su pretensión de convertirme en un hombre sin identidad, en un sujeto sin rostro?

En este enredo, y a mitad del camino, si regreso a ser como antes, tendría que renunciar a mi nuevo nombre que me hace sentir distinto e inquieto. Pero ya no puedo. Comenzar a conocerse es paralizar todo: dubitar. Y el posible camino de salida hacia delante quizá esté en refugiarme en un viejo mandato que había oído de mis mayores: duda de tu duda. Si, duda de tu duda, dicen los que alguna vez, tentados por la duda, acabaron rompiendo sus espejismos seductores. Pero, esta noche, y en la plenitud de mi adolescencia, cuando más requiero de certezas, cuando más necesito de caminos seguros, ¿podría yo dudar del origen de mi nombre milenario?, ¿qué satisfacción o vergüenza sienten aquellos que, a disgusto con su origen maya, traducen y cambian sus nombres y apellidos? Y, ahí, parado como al inicio de la ceremonia, mosqueándome, mordiéndome, las dudas iban y venían… hasta que la noche se hizo infinidad de pedazos. Como un disparo acallado por las luces en el horizonte, la noche escribió su epitafio sobre las alas de un murciélago que, apresuradamente, fue en busca de refugio en los laberintos de una gruta.

Cuando abrí los ojos, amanecía, aclaraba. La ceremonia, que duró más de siete horas, se había llevado los despojos del cómo era yo antes del ritual. En esos momentos, sin desconocer las experiencias pasadas y advertido de que el futuro depara sorpresas, elegí el salto hacia Oriente, elegí los pasos hacia delante. Y en ese trayecto, y sin posibilidad de retorno al mismo lugar, me quedó claro que mi nombre, con el que se me inscribió en el Registro Civil del pueblo, pasaba a ser el habitante de mi cuerpo, y el otro, el nombre secreto que me había sido revelado esa noche, pasaba a ser el habitante de mi espíritu.

Más tarde, el abuelo dispuso el retorno a la huerta. Ordenó que la pesada carga de los costales de maíz, los aperos de labranza y las calabazas grandes se subieran en la carreta. Los machetes encorvados y el par de escopetas, Mauro y Goyo, hijos de don Feliciano Tuz, los traían a mano por si se requerían.

De regreso al pueblo, por el viejo camino cuyos senderos alguna vez nos habían llevado a la ciudad de Uxmal, pasando por X-Nojlam, X-Koloxché y Xikinchaj, encontramos decenas de carretas. Aquello, ese desfile de carretones ruidosos con su pesada carga de costales de maíz, era romería. Era, en esas épocas del verano, una fiesta al interior de los caminos. De vez en cuando, un pleito de perros molestaba esa algarabía trashumante.

Al principio del trayecto de vuelta al pueblo, venía montado sobre los bultos de maíz, en tanto que Mauro, asido a una cuerda de hilos de henequén, conducía la carreta con la mano izquierda. A su lado, mi abuelo y su consuegro platicaban animadamente en lengua maya relatos de aparecidos y fantasmas, cuentos e historias de héroes ausentes en las páginas de mis libros de la escuela, pero que a mí me fascinaban más que lo que iba a aprender en el salón de clases. Y como oyéndolos platicar, de vez en vez, dormitaba, al oír los golpes del chicote de cuerda sobre el lomo de los caballos, esa estridencia me despertaba desconcertadamente; pues, el estar arriba de la carreta oyendo sus chirridos al escalar las piedras del camino, me permitía oír su queja, que suponía nadie escuchaba excepto yo, ya que estaba sentado en la cima de los endurecidos costales de maíz. Sí, la carreta llevaba a cuestas nuestro peso, pero yo llevaba, además, el peso de mis angustias, Pero ¿qué pesaba más? El peso de la carreta, distinto al mío, no era igual. Lo de ella era una carga, lo mío eran pesares. La carreta, una vez desocupada de su carga, aliviaría su peso; en cambio yo sentía que mis angustias pesaban más.

Y se me había dicho: de ahora en adelante, sabrás que tu poder no radica en la fuerza de tu cuerpo, sino en el aliento de tu nombre, fuerza inquebrantable de tu alma. Cuando llegamos a la huerta, había oscurecido. Esa vez, ya muy noche, se me ordenó dormir apartado de los demás. No me sentí a gusto. Temía no poder mantener en silencio el nombre con el que se me había investido. Se me dijo que nadie más que yo era el depositario de mi nombre secreto. “Si otros lo saben, lo pueden usar para destruirte.” Esa noche estuve llorando a solas, pues el peso de saber ese nombre me aplastaba y creía que no iba a callarlo para el resto de mi vida.

Más tarde, no supe en qué momento, el cansancio se impuso a mis angustias y me quedé dormido; pero antes, mucho antes de dormirme, recordaba las imágenes de la ceremonia, así como las palabras y las advertencias del abuelo Gregorio, quien me había dicho:

“No fue fácil encontrarte. Pensábamos que no ibas a ser tú quien llevaría el nombre que ya conoces. Ramón y Gonzalo estuvieron muy cerca de recibir esa ofrenda, ese regalo. Dudamos mucho. Para estar seguros de saber quién iba a cargar con la responsabilidad de llevar ese nombre, tuvimos que consultar a otros que saben de esas cosas. Así llegamos a ti. No lo olvides, pues ese nombre asegura la permanencia de nuestro linaje en la historia y en el tiempo.

“Hoy, como hace muchísimos años, el nombre que lleva un hombre es su carga. Si lo lleva con dignidad, no pesa; si lo lleva a disgusto, cansa. Mantén limpio tu nombre como el interior de tu casa, porque tu nombre es la casa de tu alma. Si tú quieres, tu nombre podrá ser luz perpetua; si abdicas de su dignidad, tu nombre sólo será una ruidosa cáscara que se acaba con tu vida. Hoy día, hay hombres que sólo conocen su nombre porque se lo han repetido infinidad de veces; entonces, ese hombre es un eco que caduca con su vida. El tuyo, tu nombre secreto, si tú quieres, si tú lo conviertes en la morada de tu alma, será como el viento que preña el retorno de tu linaje: él es el único que no muere sobre la tierra.”

Jorge Miguel Cocom Pech

Continuará la próxima semana…

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