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De Amores (3)

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Letras

VII

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Regresé a Londres a continuar con mi trabajo, tenía muchas presiones y la investigación parecía no encontrar su cauce. Además de eso, la beca ya no me alcanzaba para pagar el pequeño estudio, y tuve que empezar a buscar otro lugar donde alojarme, aunque sacrificara la buena ubicación en la que se encontraba. En el tablero de anuncios de la Universidad encontré la solución a mis problemas, o al menos eso creía. Había un anuncio en español que informaba sobre la renta de una recámara en una casa que estaba a las afueras de la ciudad; además de tener todas las comodidades, se hallaba muy cerca de una estación del metro. Tomé el anuncio y llamé al teléfono que se marcaba. Eran cuatro mexicanos que estudiaban matemáticas y computación, tenían una recámara libre y no les importaba que yo fuera mujer, mientras a mí no me importara compartir la ducha con dos hombres. Fue así como llegué a vivir a East End y fue ahí donde conocí a Nanette.

Mis compañeros de casa tenían personalidades diferentes. Dos de ellos, Marco y Juan, eran inseparables y compartían el mismo cuarto. Aunque eran muy discretos, y se festejaban sus conquistas, siempre sospeché que tenían algo que ver, o lo tendrían con el paso del tiempo. La otra habitación estaba ocupada por Esteban, un poblano que trabajaba sobre metales líquidos, y que poco estaba en la casa. El cuarto del grupo era Luis, un zacatecano muy bueno para las matemáticas y el único que tenía una novia inglesa, aunque en realidad la familia de ella venía de Sudáfrica.

Los muchachos me dieron un cálido recibimiento en esa casa donde Inglaterra quedaba afuera de la puerta. Ese era un rincón de México, la bandera nacional cubría un muro de la sala, y las artesanías mexicanas opacaban los souvenirs de la reina de Gran Bretaña. En mi recámara, aunque pequeña, tenía espacio para un escritorio y un librero donde poner mis libros. La renta era módica y finalmente podía darme algunos lujos, como ir al teatro. Estaba contenta de haber encontrado un lugar para mí,

En un principio, con los únicos que me topaba en la cocina eran Marco y Juan, ellos se levantaban temprano a poner café, yo hacía pan-cakes y nos tomábamos unos minutos para platicar. A Esteban y a Luis rara vez los veía. Decían que Luis se quedaba algunas veces en casa de su novia. Retomé mis estudios y aunque Chantal venía a mi mente muchas veces, aprendí a ser su amiga, En sus mails me decía que pronto encontraría a alguien con quien compartir mi vida, mis sueños. A mí me parecía imposible. En realidad, la Universidad no me dejaba tiempo para nada, además no tenía ganas de seguir experimentando. Mis amigos me decían que no me cerrara a la posibilidad de encontrar a alguien. Ya veremos, les contestaba.

Llevaba algún tiempo en mi nueva casa y aún no me había topado con la novia de Luis, incluso a él mismo lo veía poco. Sólo en el baño que compartíamos veía su cepillo de dientes, un jabón con olor a sándalo, y en una ocasión vi su bata que colgaba del perchero. Esa figura femenina efímera me intrigaba. En verdad tenía ganas de conocerla. Juan decía que era una chica muy inteligente y sensible. Tenía una tienda donde vendían productos naturales para la limpieza del cuerpo. Decían que ellos la querían mucho, y por eso les molestaba la manera cómo la trataba Luis. Yo me preguntaba a qué hora podían convivir con ellos si salían muy temprano e incluso regresaban después de mí. ‘Se pelean mucho cuando ella se queda con Luis, ¿qué acaso no los has escuchado?,’ preguntó Marco. No, le contesté. No quise hacer preguntas porque no quería parecer metiche.

Yo no escuchaba nada. Me pasaba la noche estudiando y tenía poco tiempo para dormir. Me sentía muy presionada por mis asesores para avanzar con mi tesis. Una noche, cuando revisaba mi trabajo y escuchaba música al mismo tiempo con los audífonos puestos, como siempre, me di cuenta de que era más de medianoche y no había cenado nada; así que me fui a la cocina a prepararme algo rápido. La luz estaba apagada y me sorprendió escuchar en la oscuridad que alguien lloraba. ‘Perdón,’ dije, y en inglés una voz suave y melodiosa me contestó que no había problemas, que podía encender la luz, y así lo hice. Ahí estaba ella, con una bata rosa, su cabello rubio suelto, sus ojos llorosos y sus mejillas encendidas: era Nanette. Ella lloraba y yo, sin pensarlo, comencé a amarla.

Quise retirarme de la cocina, pero me pidió que me quedara. Me presenté: ‘Me llamo Bertha, vivo aquí desde hace un tiempo y estudio Sociología,’ dije. Ella sonrió y me aclaró que ya lo sabía, pues ya me había visto. Me sorprendió eso porque yo no la conocía. ‘Te he visto cuando te vas a la Universidad,’ aclaró. Sonreí. Me pareció curioso que ella se hubiese percatado de mi presencia, mientras yo deseaba conocerla. Me acompañó con un vaso de leche, mientras yo comía mi sándwich. Platicamos de Londres, de México, y descubrí que no sólo tenía una sonrisa hermosa, ya que era una chica gentil, con la que podría conversar sin ver pasar el tiempo. No le pregunté por qué lloraba, pero supuse que había discutido con Luis.

Quería volver a verla, hablarle, sentir su presencia. Me decía que no tenía que dejarme llevar por esa emoción que sentía tan sólo al repetir su nombre. Pensaba que era alguien imposible para mí. El hecho de estar con mi compañero de casa no me daba esperanzas de que algún día pudiera interesarse en mí. Pero finalmente no me importaba, era suficiente con verla, escuchar su voz. Por la noche, antes de ponerme a estudiar, pasaba a un lado del cuarto de Luis para tratar de saber si ella estaba ahí. Pasaron unos días para que la escuchara en la habitación de él. Entonces los oí como otras veces lo haría: discutiendo sobre algo que no entendía. Regresaba a mi cuarto y más tarde, cuando la sabía en casa, con el pretexto de hacerme un café, iba a la cocina deseando encontrarla, y ahí estaba nuevamente en la oscuridad. Al verme, sonreía amablemente, tratando de ocultar su tristeza. No tocábamos el tema, pero empezó a hablarme de ella, de su familia de inmigrantes sudafricanos, de su trabajo y sus pasiones. Yo le conté de México, de mi familia en Morelia, de mis planes.

Una noche, cuando no había escuchado ninguna discusión, y cuando pensé que Nanette no había venido a casa, ella tocó a la puerta de mi recámara para preguntarme si no quería un café. Me sorprendió verla ahí, pero por supuesto que dejé todo por ir con ella a la cocina. Hizo café para ambas, mientras le contaba cómo iba en la Universidad. Escuchó paciente, hasta que se sentó frente a la taza de café y me preguntó de repente si en México todos los hombres eran tan machos como Luis. Me sorprendió que me preguntara eso, pues casi nunca hablábamos de él. Incluso las pocas veces que lo veía a él ni siquiera le preguntaba por ella. ‘No sé exactamente a qué te refieres,’ le contesté, ‘pero no creo que todos los hombres sean machistas; lo que si te puedo asegurar es que las mujeres somos diferentes.’ Sonrió diciendo: ‘Lo sé. Lo que sucede es que no entiendo a Luis, me exige demasiado y ya no puedo. Lo voy a dejar. Sus palabras retumbaron en mi mente acompañadas del miedo de no verla, pero al mismo tiempo ya no estaría con él y yo podría, no, no, eso no creo que sea posible, me reprimí. Yo necesito otra cosa, una vida de pareja diferente, y al parecer yo no soy la persona adecuada para él.’ ‘Pero ya no te voy a ver,’ dije traicionándome al dejar ver mis propios sentimientos. ‘No te preocupes por eso, tú eres diferente, ya nos veremos muy pronto,’ me dijo, tendiéndome una tarjeta con todos sus datos. ‘Llámame, porque no volveré más a esta casa.’ Se acercó a darme un beso en la mejilla y se fue a la habitación de Luis. Poco tiempo después escuché que abría la puerta de la casa y partió.

Pasó un par de días cuando Marco comentó que ya había abandonado a Luis. ‘Qué bueno,’ opinó Juan, ‘ella se merece algo mejor que ese neurótico, yo la verdad no sé cómo una chica tan linda como ella se pudo fijar en un tipo como él.’ ‘Es verdad,’ apoyó Marco. ‘Así es que ya lo saben,’ pensé, ‘ya es oficial.’ Esa misma noche llamé a Nanette para saber cómo se sentía. La escuché bien, tranquila. Le prometí que el siguiente sábado iría a visitarla a su tienda. ‘Me hará muy feliz,’ me aseguró.

La tienda de Nanette era un local pequeñito donde vendía jabones y productos de belleza naturales, los cuales ella misma elaboraba rústicamente en su minúsculo departamento, muy cerca de ahí. Era la primera vez que la veía a la luz del día y me sorprendió que fuera más rubia de lo que pensaba. Pasamos la tarde juntas y me contó de todos los atributos de la herbolaria, estaba encantada de escucharla, de verla contenta. Al día siguiente, esperé a que cerrara la tienda al mediodía y fuimos a comer a un restaurante vegetariano. Luego caminamos a través de un parque hasta que nos despedimos en la estación del metro.

Pasaron varios fines de semana antes de que ella se decidiera a contarme algo de Luis. Cuando ese momento llegó, temí que sus lamentos amorosos dejaran ver una esperanza de regresar con mi compañero de casa. Me contó que habían vivido una relación linda, pero sentía que ella era parte de la vida de su novio, se había involucrado con lo que le gustaba a él, con sus estudios y sus sueños, pero siempre era él, lo que quería; él. Luis no se interesaba en lo que ella hacía, en lo que deseaba verdaderamente. Ella buscaba un compañero; no sólo ser la mujer de alguien. ‘Supongo que tú con las mujeres tendrás el mismo problema,’ me dijo sorpresivamente. ‘Sí, es difícil encontrar quién te ame y se interese por ti,’ respondí. No le pregunté cómo sabía que yo era lesbiana, pero supuse que todo mundo lo sabía en casa. Qué más da, me conformé.

Luis no buscó a Nanette, creo que como buen macho habrá pensado que era ella quien tenía que ir a pedirle perdón, a intentar una reconciliación, pero ella no fue, creo le faltó conocer quién era verdaderamente Nanette. En los meses en que fuimos amigas aprendí a conocerla y mi admiración y atracción fueron creciendo. De ella eran todo mi tiempo libre y mis pensamientos, y ella me sonreía con los ojos, le daba alas a mi amor cuando se mordía los labios, cuando me tocaba el pelo.

Seguí en la casa y mis rutinas no cambiaron. Aunque muchas veces Luis llegaba solo a casa, no se sumó a los cafés de la mañana. Por los muchachos supe que comenzaba a llevar a sus conquistas a la casa, pero que difícilmente encontraría a otra mujer como Nanette, eso sí lo sabía. En la escuela, las cosas iban mejor, sentía que mi investigación iba tomando forma, estaba contenta y mis amigos lo notaron. Aunque no quise reconocer que esa chica me tenía en ese estado, estaban seguros de que algo había; tal vez el amor, aseguró mi mejor amiga.

No sólo de mis compañeros quería ocultar lo que sentía, sino también de Nanette. Tenía miedo de perderla y prefería conservarla aunque fuera sólo como amiga. Así seguí, pero una leve esperanza hacía que mi comportamiento hacia ella fuera especial. No sólo la agradaba con las cosas que a ella le gustaban, sino que la ayudaba a hacer sus jabones y me interesaba en su vida cotidiana. Pero no era sólo yo quien daba todo, ella empezó a tener rutinas donde me incluía, sabía que me gustaba comer y cocinaba para mí platillos novedosos que me abrían el alma de otra tierra más allá del mar y el desierto. Pasar con ella los fines de semana era maravilloso, y nos quedábamos las dos solas. Luis dejó de existir en nuestro universo.

Una noche, como otras, me quedé a dormir en su departamento. A pesar del frío del exterior, el calor de la calefacción nos dejaba andar en piyama, entonces me sorprendí admirando sus hombros, las líneas de sus antebrazos. Sólo sonrió. No sabía cómo interpretar esa sonrisa, pero temía alejarla de mí. ‘Te voy a mostrar un nuevo aceite,’ me dijo, ‘es el aceite del amor. Recuéstate boca abajo,’ me pidió. Así lo hice y me quitó la blusa. Entonces comenzó a embarrarme ese aceite que olía a rosas en toda mi espalda, mientras me masajeaba suavemente. Yo sentía que estaba soñando. Sus manos me excitaban y mis pezones, oprimidos, se erizaban. Bajó un poco el pantalón de mi piyama y me untó el aceite en la cadera. Murmuraba algo que no entendía, pero no me importaba nada en ese momento, estaba inmensamente feliz. Después sentí ya no sus manos en mi cuerpo, sino el rozar de sus labios, o al menos eso quería creer. No me moví y me perdí en esos labios que saboreaba mi piel. Vinieron sus manos que acariciaban y en un movimiento sentí sus propios senos en mi espalda. Al oído me decía palabras que no entendía, pero no importaba, adoraba la dulzura de su voz, su respiración y su olor. Giró a un lado y pude voltear. Sonreía. Besé la comisura de sus labios. Ella besó mi boca. Esa noche dormimos abrazadas como todas las demás noches. Ella se convirtió en mi vida y yo en la suya.

Patricia Gorostieta

Continuará la próxima semana…

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