Cuento
IV
Mi vida ha sido la Universidad y, desde que P. rompió conmigo, paso las tardes en mi cubículo. Es ahí donde comencé a escribir algo más que mis ensayos históricos sobre la mujer en la época colonial.
Hace ya algunos años que entré a trabajar a la Universidad, donde un día cursé mi licenciatura en Historia de México. Sentía que finalmente había alcanzado mis metas, había estudiado tanto que me parecía era hora de instalarme cómodamente en una plaza de profesora que me dejara seguir investigando y poder hacerme de un patrimonio. Pero el inicio no fue fácil. Mi relación con los alumnos era buena, pero con los otros maestros era apenas cordial; sólo mis antiguos maestros de filosofía me veían con aprecio, mientras quienes fueron en otro tiempo mis mentores me veían con recelo. Mi posición académica causó envidia, y más de tres se opusieron firmemente a que yo entrara como profesora de tiempo completo, alegando mi poca experiencia. Aun así, continúo aquí, tratando de conseguir apoyo para la investigación e incursionando en mis ratos libres en la literatura.
Cuando regresé a la Universidad, me encontré con que Herbé, mi antiguo maestro de Historiografía, quien había tenido varias alumnas en su círculo íntimo, seguía ahí como profesor, ahora con más años, una esposa, una hija y un hijo más en un matrimonio fracasado. En mi etapa de definiciones salí con él, para ver si podía encontrar a un hombre que me hiciera realmente feliz en la cama, pero no pasó de tres acostones que no dejaron buenos recuerdos. Fue él, sin hacer alusión a nuestro breve encuentro sexual, quien me invitó a ser parte de un grupo de investigación, a lo que acepté deseosa de involucrarme con los otros maestros, para demostrarles que estaba dispuesta a trabajar en equipo.
Fueron diferentes intentos frustrados por tratar de ponernos de acuerdo sobre la metodología y la temática de nuestras investigaciones en conjunto. Así que, después de decidir el tema, se acordó que cada quien trabajaría por su cuenta, y nuestros esfuerzos conjuntos irían a parar a un libro publicado por la Universidad. No estaba muy conforme con ello, pero tuve que seguir con esa dinámica para demostrarles mi interés de estar con ellos. Asumí esa forma de trabajo colegiado que me obligaba a avanzar en solitario y sólo exponer mis conclusiones. Para lo que sí nos pusimos de acuerdo fue para enviar nuestras ponencias a un congreso internacional en Guadalajara, donde el género era el eje central, y donde se suponía que todos teníamos que coincidir. Nos inscribimos los cinco profesores del seminario y sus asistentes: cuatro estudiantes de sexto semestre. Para el congreso trabajé en una de mis vertientes de investigación: el discurso femenino en la Colonia.
Partimos todos juntos en la camioneta de la Universidad. Yo estaba contenta porque era una muy buena manera de relacionarme finalmente con mis colegas y convivir con los jóvenes. El viaje fue un poco cansado, pero por fin llegamos a Guadalajara y nos instalamos en un hotel cerca de la Universidad, sede del congreso. La mayoría de los profesores pedimos habitaciones individuales, y los alumnos se quedaron en el mismo cuarto para ahorrarse el hospedaje.
Descansados y cambiados, nos fuimos al «rompe hielo»: una cena en el jardín de la Universidad, que inauguraba extraoficialmente el congreso. Conocí a algunos historiadores y empecé el intercambio de tarjetas; fue uno de ellos quien me presentó a P., quien daría la conferencia magistral con la que comenzaba el congreso. A pesar de su experiencia, era joven, tan sólo cuatro años mayor que yo. Cuando la vi sentí algo especial, ese sentimiento que me acompaña cuando detecto que alguien es gay, lo que invariablemente me puso a la expectativa. Me bastó mirarla para saber que era alguien de quien me podía enamorar sin ni siquiera cruzar palabra. El resto de la noche giró alrededor de ella, su encanto particular me envolvió y sólo escuché sus risas, su voz, y me concentré en los fragmentos de su vida que nos daba entre anécdotas chuscas de los congresos a los que había asistido. Me gustó, y creo que también le gusté porque estuvimos hablando casi toda la velada, incluso nos sumamos al baile acompañadas de dos galanes septuagenarios que se propusieron enseñarnos a bailar el jarabe tapatío como «debe ser».
Casualmente, ella se hospedó en el mismo hotel que nosotros, lo que me hizo pensar que podría encontrarme con ella en cualquier momento, y eso me excitaba inconscientemente. Esa noche invité a P. a regresar con nosotros al hotel, porque sus compañeros se habían retirado temprano. Seguimos conversando en el autobús, y al llegar se marchó a su habitación, no muy lejos de la mía.
Al día siguiente, tenía la esperanza de verla en el desayuno buffet, pero no fue así, incluso pensé que se había quedado dormida, pero me sorprendí al encontrarla en la Universidad, ya lista para la conferencia inaugural. Al verme, sonrió, y me atreví a decirle que la había extrañado en el desayuno, a lo que contestó que no sabía que ya me era imprescindible, guiñándome el ojo con una sonrisa pícara. Yo me sonrojé y me limité a levantar los hombros riéndome.
En el salón lleno de congresistas e invitados especiales, P. hizo gala de su trabajo y talento. Yo ni siquiera puedo citar una idea de las que expuso, pero recuerdo perfectamente su peinado y el traje que usaba. Quise tomar notas de su conferencia y sólo frases aisladas registré en mi libreta, aquellas donde me había gustado el sonido de su voz. Nunca había sido víctima de ese encanto que me hizo perder los sentidos; creo que nunca lo volveré a experimentar.
Terminó la conferencia y muchos se acercaron a felicitarla. Yo quise esperar a que la saludaran todos y después me acerqué discreta, pero apenas dije felicidades cuando ella directamente me pidió que la invitara a desayunar, a lo que accedí sin problema.
En la cafetería del campus universitario, P. pudo desayunar, mientras yo sólo bebí un café. Temía que me preguntara algo sobre su conferencia, pero se limitó a decir que estaba contenta de los resultados; después me contó que vivía en la capital, pero por su trabajo tenía que viajar constantemente al interior del país y el extranjero. Sin embargo, ya estaba cansada de ir sola a todos lados, le hacía falta alguien con quien compartir su vida. ‘A mí me pasa lo mismo,’ le dije, ‘sólo que yo no viajo y me voy adaptando a mi trabajo en la Universidad.’ Entonces me preguntó si tenía a alguien en mi vida y, cuando respondí que no, sonrió.
El tiempo se nos acabó y el momento de mi presentación se acercaba, así que tuve que regresar para verificar que todo estuviera listo. Ella me prometió ir, pero antes tenía que buscar a unas personas por lo de un proyecto. Me marché emocionada, mientras mi conciencia me repetía que no me hiciera ilusiones, que lo único que debía hacer era concentrarme en mi ponencia.
Como eran presentaciones paralelas, mi tema tuvo un mediano éxito, porque había en la sala no más de treinta personas y el auditorio se veía semivacío. Empecé mi lectura no sin antes recorrer con la mirada la sala y verificar que P. no había venido. Pasé la introducción y expuse mis propuestas. Tratando de no leer el texto, volteaba invariablemente a ver al público y a buscar a P. en algún lado, hasta que llegó discretamente y eso dió nuevas fuerzas a mi voz. Terminé mi exposición y entre la gente que aplaudía la vi haciéndome señas de que tenía que salir, pero que nos veríamos más tarde, según quise entender.
Pasamos todo el día en el congreso. Nuestros alumnos eran de los últimos en participar durante la jornada y nos quedamos hasta el final. Regresamos al hotel a cambiarnos y de ahí nos fuimos a la noche mexicana que organizó la Universidad anfitriona. Al llegar al restaurante, vi a P. cenando con un hombre que no había visto en el congreso, ni siquiera me parecía alguien conocido. No quise acercarme para no interrumpir. Desde lejos, en cuanto vi que volteaba a mi mesa, levanté mi cerveza, brindando con ella, a lo que respondió haciendo lo mismo con su copa de vino mientras sonreía, lo que hizo voltear a su acompañante. Fue el único gesto que cruzamos; una hora más tarde, se retiró con ese hombre y ya no regresó. Cenamos y bailamos todavía algunas horas. Después, mi ex maestro de Historiografía me invitó junto con una alumna y con Raúl, un joven maestro, a seguir la juerga a otro lado, a lo cual accedí, aún con el enojo de que P. no me hizo caso.
Buscamos inútilmente un bar que conocía Herbé de su época de estudiante y tuvimos que parar en un antro donde jóvenes mujeres semidesnudas bailaban y se contorneaban en un tubo sujeto de la mesa al techo: un table dance con pretensiones de gran lujo. Nos asignaron una mesa y pedimos la primera ronda: una cubeta de aluminio con seis cervezas en hielo. Herbé se sentó frente a mí, a su lado la estudiante y junto a mí, Raúl.
Tras la segunda tanda de cervezas, Herbé quiso indagar en mi vida y lo que más me sorprendió fue que me preguntara directamente sobre mi relación con Rebeca. Al parecer, mi romance de casi dos años no pasó desapercibido para muchos, como suponía. Aunque habían transcurrido algunos meses, aún me dolía hablar de ella y todos los días la recordaba. Rebeca y yo nos conocimos en un bar que frecuentaba con mis compañeras de la maestría. Nos enamoramos: Ya había tenido otras relaciones pero ninguna duró tanto tiempo. Lo único fue que vivir juntas no era fácil, sus arranques de celos eran conocidos por todos mis amigos y se me presentaba a las horas de clase para ver qué tipo de alumnas tenía. Sus enojos agotaron mi paciencia. Un día tomé mis cosas, le dejé pagados dos meses de renta, y me mudé a la casa de unos amigos. Me buscó un tiempo, pero ante mis rechazos se dió por vencida y desapareció de mi vida. Después supe de ella por unos amigos y me dolió saber que se había casado.
‘No creí que supieras,’ le contesté a Herbé, y sonriendo me contó que se lo platicaron y él mismo me había visto con ella varias veces. No tuve más remedio que contarle lo que sucedió. Al final, lo que le interesaba saber es que si él había significado algo para mí, si ya era lesbiana cuando me acosté con él. Le mentí diciéndole que lo había recordado por mucho tiempo y que mis experiencias con mujeres habían sido después. Convencido, brindó conmigo «por las mujeres, aunque mal paguen». Intimar así con Herbé me parecía tan raro: habían pasado tantos años desde nuestra aventura, pero creí que era necesario ser franca. Me sentía mejor.
Brindamos varias veces, mientras en el centro del antro las mujeres bailaban al ritmo de la música en tubos que les daban condición de contorsionistas. Yo trataba de disfrutar todo con discreción, porque me apenaba estar con la alumna y con Raúl. Entonces se acercó una mesera y Herbé habló con ella, que se retiró volviendo con una chica escultural que subió a nuestra mesa. Herbé se acercó a mí y me dijo que era un regalito. Apenas entendí cuando empezó la música y la chica comenzó su striptease, contoneándose frente a mí. En un momento se había quitado la blusa y pegó sus senos a mi cara. Sentía esos enormes pechos duros de silicona en mis labios y mis mejillas. Me hice para atrás y ella me jaló suavemente del pelo para darme a beber de sus pezones. Después volteó y me acarició el rostro con sus nalgas. Desde atrás alcanzaba a ver su sexo y el contorno de su ano. Mi corazón latía desenfrenado mientras trataba de sonreír ante la sorpresa de mis otros acompañantes. La bailarina pegó nuevamente sus senos a mi cara y me besó rápidamente en la boca, mientras rozaba mis propios pezones puntiagudos. La música terminó rápidamente. Dentro de mí, disfruté ese momento que tenía perdido entre mis fantasmas. Mis compañeros de mesa me miraban como cómplices de ese momento. Me limité a reír a carcajadas, acusando a mi ex-maestro de esa broma tan pesada.
Seguimos bebiendo un par de horas más y regresamos al hotel. Yo quería ir a dormirme, pero Herbé insistió en ir a tomar una última cerveza a su habitación. El joven maestro había llegado ese mismo día y se quedó con él. Entramos al cuarto y había tanto desorden que tuvimos que quitar ropa de la cama para poder sentarnos. Yo me sentía bien, a pesar de todo lo que había tomado, pero mis compañeros habían bebido mucho más. Entonces vi algo que se me había escapado: la alumna, liberada por el alcohol comenzó a abrazar a Herbé, quien la acariciaba ya con descaro. Me pidió que me acercara y lo hice, diciendo al mismo tiempo que me marchaba a mi cuarto, pero se levantó y quiso abrazarme; yo me eché para atrás, pero ya tenía tras de mí a Raúl, que me abrazó tratando de besarme, volteé a ver a la alumna y me sonrió coqueta. Para escapar pedí otra cerveza, Raúl me soltó y me la dio. Herbé acariciaba a la alumna y Raúl se acercó a ellos. A pesar de mi excitación, aproveché para salir silenciosamente.
En el pasillo encontré a P., que había ido por agua mineral. Me sorprendió tanto verla, como ella a mí. ‘No sabía que eras parrandera,’ señaló, y yo me reí. Aproveché para preguntarle por su compañero y sonrió diciendo que era un antiguo maestro, lo que a su vez me hizo reír, recordando a mi ex profesor de Historiografía que disfrutaba de su pequeña orgía. ‘Te invito una copa en mi cuarto,’ dijo. Yo olvidé mi cansancio y mi sueño y me fui a su habitación. Le conté mi aventura en el table dance, y no paraba de reír. Pasé esa noche con P. y la noche siguiente, y después todas las demás noches, hasta que encontró una mujer diferente y olvidó todo lo que yo la amaba.
Patricia Gorostieta
Continuará la próxima semana…