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Rigoberta Menchú Tun

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La Educación Maya

XXI

RIGOBERTA MENCHÚ TUN

En el marco controvertido de la celebración del V Centenario del Descubrimiento de América, en 1992, le fue concedido el Premio Nobel de la Paz a Rigoberta Menchú Tun, perteneciente a la etnia quiché. Con ello, la antigua educación maya dada en el medio rural, demostró una vez más, ahora ante el mundo, su eficacia, trascendencia y, en muchos aspectos, necesidad de su vigencia.

Rigoberta nació el 9 de febrero de 1959 en la aldea de Chimel, a 25 kilómetros del pueblo de San Miguel de Uspantán, en el Departamento de El Quiché, al noroeste de Guatemala. Su aldea, descrita por ella como un paraíso por sus bellezas naturales, rodeada de montañas, estaba entonces en el mayor aislamiento, pues el camino al pueblo sólo podía recorrerse a pie, o a caballo si alguno lograba este medio. Sus padres habían llegado hasta aquellas regiones cuando, carentes de todo bien de fortuna, acostumbrando alejarse en busca de mimbre, decidieron establecerse en el apartado altiplano como esperanza para obtener vivienda y sustento seguros. Lograron del gobierno los permisos necesarios para bajar la montaña e invitaron a otras personas de la misma condición para apoyarse mutuamente en el cultivo de la tierra, y protegerse de los animales dañinos que solían acosar esas regiones. Con el tiempo, la aldea llegaría a tener 5 o 6 caballerías cultivadas. (Una caballería en Guatemala es equivalente a 45 hectáreas)

El nacimiento de la comunidad fue doloroso. El material para construir las cabañas se lo ofrecieron los bosques, pero los medios para allegarse esos materiales y subsistir en tanto las tierras comenzaban a producir, habrían de obtenerlos trabajando en las fincas de caña de azúcar, café, algodón y banano ubicadas en los litorales fértiles, propiedades de los latifundistas. En estas fincas, en su infancia, ayudó a sus padres en el cuidado de sus hermanos pequeños, y laboró entre la gente mayor desde los ocho años, viviendo miserablemente en galerones donde eran hacinados sirvientes que provenían de las variadas etnias que existen en Guatemala. Ahí vio morir de desnutrición a tres hermanos y aprendió con sufrimientos el desempeño de las faenas agrícolas.

Pero en la aldea, a pesar de que no pasaba todos los meses del año, dispuso de la antigua educación que, desaparecida en la mayor parte de la región maya, al ponerse en libre contacto las familias que se fueron congregando, floreció, obedeciendo a viejas tradiciones, a un sobreviviente estilo de gobierno comunitario, a la disposición de viejos y nuevos recursos, y a la resuelta disposición de compartir la solución de sus necesidades.

Lo que en materia de educación ahí lograron aquellos guatemaltecos, nos lleva a Freire cuando afirma: «No es la educación lo que conforma la sociedad de cierta manera, sino la sociedad la que conformándose de cierta manera, constituye la educación de acuerdo con los valores que orienta.»

Cuando en 1982, a los veintitrés años, en plena guerra civil, Rigoberta salió al exilio y promovió en el extranjero estrategias que fueron muy valiosas para su gente, la etnóloga venezolana Isabel Burgos le hizo una grabación autobiográfica en español –que apenas terminaba de aprender– y que fue vertida en el libro Me llamo Rigoberta Menchu y así me nació la conciencia.114

El libro es un documento para recordar las crueldades cometidas en América, no en los tiempos de la Conquista, que tantas páginas de la historia universal han llenado, sino entre seres que debieran estar hermanados hace mucho y que, por avaricia o servilismo a intereses extraños, han convertido las tierras, ya propias, en campos de genocidio.

La denuncia de crueldades, sólo conocidas por quienes las sufrieron y por los siempre dispuestos a combatirlas, va acompañada de tan hondo sentimiento de amor a lo auténticamente humano, y en particular a lo nativo, que suaviza la narración aun en sus partes más dramáticas, y no le resta realismo, sino que enriquece su contenido. Su amarga estancia en las fincas, el recuerdo de su hermano, padres y compañeros torturados y muertos, las humillaciones como sirvienta, las persecuciones, son vencidos por inquebrantable fortaleza física y moral.

Mucho admira que en los aislamientos entre etnias, propios de las regiones montañosas guatemaltecas, aislamientos que a través de los milenios han generado alrededor de 22 lenguas, por supuesto, inconfundiblemente mayanses, se conserven los gérmenes de la cultura madre, con ciertas diferencias de forma, pero con un fondo de valores morales que se pueden catalogar como universales. Rasgos culturales repetidos en otras regiones del área maya, costumbres parecidas o iguales, todavía observables en nuestro medio, captados hábilmente por la etnóloga Burgos, constituyen un inapreciable valor para la investigación pedagógica.

Hay en la vida cotidiana del altiplano guatemalteco de Rigoberta, notables similitudes con las formas de ser observadas por Landa en nuestra tierra yucateca que ya han desaparecido, pero hay una diferencia marcada entre la exposición del franciscano y la descendiente de quienes fueron sometidos por la generación de aquél, y consiste en que, en la de ella, sobresalen el orgullo y el deseo de que se conozca su cultura, porque tiene la certeza de que lo suyo es bueno.

 

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114 Burgos, 1992.

 

Candelaria Souza de Fernández

Continuará la próxima semana…

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