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Historia del Héroe y el Demonio del Noveno Infierno – LXXVII

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Novela

XXI

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Sinteyut y sus capitanes, con sus vestimentas todavía empapadas de la sangre de Hunac Kel, andaban a salto de mata por los alrededores de aldeas y villorrios pobremente iluminados de unas pocas antorchas cuya luz temblaba al soplo del viento frío de la noche.

En su desesperación por alejarse de Chichén Itzá, varias veces perdieron el rumbo y acabaron extraviados en la oscuridad impiadosa de la selva. Maldecían las tierras mayas, aunque eran conscientes de que regresarían algún día para apoderarse de ellas y vivir ricos y felices por el resto de sus vidas.

En su largo trayecto, evitaron pasar por Mayapán, el pueblo de Hunac Kel, donde todos los conocían. Prefirieron, en cambio, detenerse unos días en un lugar llamado Tecoh, para luego continuar su jornada. Esta decisión fue errónea: Tecoh es un pueblo próximo a Mayapán y no faltó quien reparara en la presencia de los extranjeros.

Cuando Puma Rojo arribó con sus soldados a Mayapán, el sacerdote Kabal Xiu, gobernante de la ciudad, les recibió con la esperada noticia:

–No sé si serán los capitanes aztecas que buscáis –les informó–, pero algunos winicoob que han llegado esta madrugada desde Tecoh me han revelado de la presencia de hombres extraños en las afueras de su pueblo.

Puma Rojo se sintió entusiasmado:

–No pueden ser otros, Kabal Xiu –sonrió con gozosa malicia–. Son los cobardes que asesinaron a Hunac Kel. Ahora mismo partimos a Tecoh.

–Ve con cuidado, capitán –le advirtió el sacerdote–. Son peligrosos y seguramente han de estar acompañados de sus tropas.

–Sus tropas los abandonaron hace tiempo. Están solos, Kabal Xiu, y no tendré contemplaciones con ellos.

–Que los dioses te sean propicios, capitán –se despidió el sacerdote–: reviéntalos como ellos reventaron a Hunac Kel.

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Tomando atajos entre la selva, la tropa de Puma Rojo no tardó sino un par de horas en aproximarse a las afueras de Tecoh. Se distribuyeron los hombres por los alrededores y preguntaban a los campesinos si habían visto a los conjurados. Y así, inquiriendo por todas partes, supieron que hombres extraños al pueblo se habían instalado en una vieja casa de techo de paja muy hacia el cabo de la población, y que eran deslenguados, vestían ropas ensangrentadas y daba miedo el mirarlos a los ojos.

Fue fácil rodearlos y reducir a Tzuntecum y a Taxcal, que dormían a pierna suelta en la choza de la que se habían apoderado matando a su dueño, un infeliz viejecillo que se opuso, en mala hora, a ser despojado de su única propiedad.

Los otros capitanes estaban ausentes, por lo que los hombres de Puma Rojo se parapetaron tras los árboles y en la misma choza, aguardando por su regreso.

Al cabo de unos momentos que parecieron interminables, asomaron por una vereda Itzcuat y Kakaltecat llevando consigo unos cántaros de balché. Detrás suyo, tambaleándose de borrachos, venían Pantemit y Xuexueuet.

–¡Ea, huevones! –gritó Itzcuat, buscando llamar la atención de sus compinches–. Despertaos que os traemos harto vino para que se os quite lo pendejo…

–Tuvimos que arrebatárselo a unos putos mercaderes que no sabían con quiénes se metían –rió Kakaltecat medio borracho–. ¡Eran muy tercos los cabrones y pues hubimos de acuchillarlos!

De pronto se percataron de la situación: arrojaron los cántaros sobre los soldados y pretendieron escapar. No avanzaron gran trecho cuando fueron ajusticiados. Igual suerte corrieron Pantemit y Xuexueuet que de ebrios rodaron por el suelo, donde las lanzas cumplieron su letal cometido.

Pero ¿y Sinteyut? El hombre más buscado de Chichén Itzá no aparecía por ninguna parte:

–Escudriñad todo el maldito pueblo –gritaba Puma Rojo furioso–, buscad en las cuevas, en las charcas y aun debajo de las piedras. Tenemos que dar con el hijo de puta. Lo quiero vivo, pero si opone resistencia, matadlo de una vez.

Los soldados buscaron inútilmente por espacio de una hora.

Al fin lo hallaron, pero era demasiado tarde: su cadáver se balanceaba suavemente, en total desamparo, de la rama de una ceiba añosa e indiferente. Sintiéndose acosado entre la selva, donde tantos en épicas batallas habían sido partidos por su macana, Sinteyut optó por el suicidio antes de que sus captores lo entregasen a la muchedumbre que lo aguardaba en Chichén Itzá para descuartizarlo en el descampado de la Gran Pirámide.

Puma Rojo, defraudado por no haberlo cogido vivo, lo hizo decapitar y luego pateó el descabezado cuerpo con la furia de la frustración: lo denigró cuanto quiso con horribles denuestos, y lo escupió sin descanso hasta que se le gastaron las injurias y se le secó la saliva. Desahogada su rabia, abandonó el cadáver debajo del árbol del que se había colgado.

–Que las fieras y los zopilotes den cuenta de los miserables restos de este demonio y lo devoren hasta el tuétano de sus huesos –sentenció y dio orden de partir a Chichen Itzá.

Llegaron por la tarde a la Ciudad de los Brujos del Agua, entre la cólera y la expectación de la multitud: todos querían despedazar a Sinteyut, pero les había ganado la partida.

Puma Rojo levantó en todo lo alto la cabeza del capitán de capitanes:

–¡La colgaremos en el tzompantli! –aulló–. Será nuestro trofeo.

Entonces observó que la gente estaba como descontenta y entendió que el suicidio de Sinteyut había frustrado sus ansias vengativas. A una orden suya, unos soldados sacaron a empujones a dos hombres atónitos y ensangrentados con las manos atadas:

–He aquí a Taxcal y Tzuntecum –les anunció Puma Rojo–. Vosotros bien que les conocéis: no son otros que los cobardes asesinos de Hunac Kel. Os los entrego para que les deis el ajusticiamiento que merecen.

A Tzuntecum lo lapidaron hasta morir. A Taxcal, el segundo de a bordo de Sinteyut, lo torturaron sin piedad y al final, cuando todavía respiraba, lo remataron dejándole caer una enorme piedra en la cabeza.

Roldán Peniche Barrera

Continuará la próxima semana…

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