Relatos
IX
Aquí la haces y aquí la pagas
Para dar tiempo a que su papá terminara de paladear una enorme t’ool, el buhito se entretuvo atrapando kokay. Pasado un rato, preguntó a su padre: “¿Ya papá? Estoy ansioso por escuchar tu relato”. Como respuesta, don Búho, sin hacerse esperar, empezó a narrar:
Nicolás y Cecilio eran dos niños huérfanos de padre que nunca habían visto un venado, Nicolás apenas rayaba los diez años; Cecilio aún no cumplía los nueve.
Amanecía el treinta de octubre de mil novecientos cincuenta y nueve, un día antes de la celebración de los difuntos chicos. Los k’áawo’ob trinaban alegres en las ramas de la mata de ramón detrás de la casa de zacate de doña Mercedes, preparándose para alzar el vuelo en busca de insectos y frutos en los montes y milpas. El fuerte canto de estas aves despertó a la dueña de la casa, viuda desde hacía dos años. Apenas se levantó de la hamaca fue a despertar a sus hijos pequeños:
–¡Despierta Nicolás! ¡Despierta, hijito, ya amaneció! –dijo doña Mercedes sacudiendo la hamaca de sóoskil de henequén de su hijo mayor.
Luego, hizo lo mismo con la del más pequeño, al tiempo que decía:
–¡Despierta, Cecilio, despierta! Tu hermano ya se levantó. Cuando se dirigía a la cocina después de despertar a sus dos hijos, reiteró:
–No vuelvan a dormirse, refrésquense y vengan a desayunar.
Preocupada por no contar con maíz para los píibo’ob o que ofrendaría a sus difuntos, Doña Mercedes prendió el fogón y preparó atole de masa de maíz, calentó el frijol k’abax y puso su comal a calentar para tostar las tortillas. Como sus hijos no habían acudido a desayunar, fue por ellos.
–¡Niños, vamos a desayunar, aligeren! Porque hoy van a ir a la milpa por elotes para preparar el píib con que recibiremos el espíritu de su padre –dijo enjugándose las lágrimas que le brotaban al recordar a su marido Exaltación.
Los niños cogieron su kisiche’ de chakaj y se sentaron alrededor de la banqueta a esperar el desayuno. Doña mercedes sirvió una taza de frijol y una jícara de atole caliente a cada uno de sus hijos, después se sentó a tostar las tortillas.
–Coman bastante tortilla con frijol y tomen el atole de masa, son alimentos que dan mucha fuerza –dijo mientras bebía a grandes sorbos el atole.
El chile ma’ax machacado con el que Nicolás aderezó su frijol lo hizo moquear. Cecilio, quien comía de mala gana porque no le gustaba el frijol k’abax solo, preguntó:
–Mamacita, ¿hay algo con qué acompañar el frijol? Aunque sea un huevo frito.
–Hijito, tenemos unos huevos de mis gallinas, pero eso vamos a comer en el almuerzo. Apúrate, termina de desayunar y cuando regreses de la milpa te preparo el huevo chuuk’ que tanto te gusta.
La petición de Cecilio oprimió el corazón a doña Mercedes, pues su pobreza no le permitía darles algo mejor a sus hijos. El escaso ingreso que obtenía de la venta del hilo de sóoskil de henequén corchado y del lavado de ropa ajena, así como un poco de dinero que recibía de don Ricardo, padrino de los niños, por ayudarlo en los trabajos del henequén, apenas les alcanzaba para sobrevivir.
Nicolás acariciaba su barriga satisfecha después de desayunar, pero molesto por ver a su madre llorando, dijo:
–¡Aligera Cecilio, termina de desayunar! ¡No te compadeces de mamá! ¿Porque la haces llorar sabiendo cómo se sacrifica para mantenernos? ¡Aligera porque ya nos vamos a la milpa! ¡Vamos Cecilio, vamos a cosechar!
–Espera un momento, voy a amarrar mis xanab k’éewelo’ob –dijo el niño. Les llevó bastante tiempo llegar a la gran milpa, ya que en aquel entonces los campesinos acostumbraban juntarse para fomentar, aunque cada quien trabajaba la propia. Los dos muchachos iban a la de don Ricardo, que él fomentaba con el apoyo de sus dos ahijados, y aún había que pasar por varias antes de llegar.
Después de brincar el cerco, tomaron una vereda hacia la milpa de su padrino. Ya sólo faltaba una, cuando Cecilio vio a poca distancia, al oriente del camino, un animal muerto. Sin duda se trataba de un venado que al entrar a la milpa para comer las hojas del iib, lo habían matado con un rifle en la madrugada, pero no fue encontrado por el cazador porque cayó lejos de donde le disparó.
–¡Hermano, hermano, mira ese animal muerto! Vamos a verlo –dijo Cecilio.
–¡Estás loco, no debemos acercarnos a ese animal, tal vez sólo esté acostado y se levante a cornearnos! –contestó Nicolás.
–¡No está vivo, está bien muerto! Vamos a acercarnos para saber qué animal es–dijo nuevamente Cecilio, lleno de curiosidad.
–¡Vamos!, pero si vemos que intenta levantarse corremos contestó Nicolás.
Se acercaron con mucha precaución, y estando cerca vieron que realmente estaba muerto.
–¿Qué animal es hermano?, yo no lo conozco –dijo Cecilio.
–¡Ni yo, nunca había visto un animal con tantos cuernos como éste! ¡No es un ganado, el ganado no tiene los cuernos así! ¡Posiblemente sea el demonio convertido en animal! –dijo con miedo Nicolás.
Cecilio no puso mucha atención a lo último que Nicolás dijo. Sin temor alguno comenzó a golpear con su coa los cuernos del animal, por lo cual recibió un fuerte regaño de parte de su hermano:
–¡Chiquito! ¿por qué haces eso? ¡No escuchaste que ese animal puede ser el demonio! ¡Vamos, vamos, no sabemos si solamente está haciéndose el muerto! –dijo Nicolás, jalando de las manos a Cecilio para retirarlo del lugar y continuar su camino hacia la milpa de don Ricardo.
Apenas empezaban a cosechar cuando escucharon a otra persona en la milpa vecina. Dejaron su labor para ver quién era el que ahí estaba. Al encontrarse con don Baltasar, enseguida comenzaron a platicarle de su hallazgo, curiosos por saber el nombre del animal muerto. Lo describieron con mucha precisión, por lo que a don Baltasar no le fue difícil reconocer que era un venado, pero mañosamente les dio a entender que tampoco él lo conocía.
–Llévenme a ver ese animal, solamente así puedo reconocerlo.
Cuando don Baltasar vio al tremendo ciervo con cornamenta de cuatro ramificaciones, cuya carne todavía se mantenía fresca, buscando apropiárselo fraguó una mentira:
–Niños, este animal es el demonio. Lo adormeció Dios para protegernos, porque sabía que hoy vendríamos a cosechar. Es mejor que nos alejemos de él, porque podemos “cargar el mal aire” o puede matarnos si de pronto llegara a despertar. ¡Cuidado que regresen a verlo nuevamente! –dijo don Baltasar persignándose.
–Tenías razón hermano, este animal es el mismo demonio. Lo mejor es regresar a cosechar elote –dijo Cecilio.
–¡Vayámonos de aquí don Baltasar! –dijo Nicolás con el miedo reflejado en el rostro.
–Vayámonos chamacos, terminen pronto de cosechar porque doña Mercedes debe de estar esperándoles.
Los dos niños volvieron a la milpa para seguir cosechando. Mientras, don Baltasar fue a su milpa, pero no a cosechar, sino por un cuchillo que siempre llevaba en su sabucán. Regresó a descuartizar el animal, cuidando de no dejarse ver por los niños. Al estar llenando su pita con la carne del venado, se dijo contento: “gracias a esos ingenuos niños van a comer carne mi esposa y mis hijos; también habrá para llevarle a mi x–k’eech1, porque es mucha la carne de este animal”.
Cuando terminó de llenar su pita la cargó y regresó a cosechar elotes para que, si por casualidad se les ocurría a los niños llamarlo, al ver que seguía en la milpa no sospecharan nada. Al poco rato, escuchó el grito de Nicolás:
–¡Vámonos, don Baltasar!
–Si ya se van, no me esperen –contestó enseguida–, todavía no amarro mi carga. Los alcanzo en el camino. Y luego pensó: “Si no me hubiera apurado en descuartizar el venado, estos ts’iliso’ob iban a descubrirme en plena tarea”.
En el trayecto de regreso, los niños, al darse cuenta de que estaban por llegar al lugar donde vieron “al demonio muerto”, apresuraron el paso y ni siquiera voltearon a ver si todavía se encontraba ahí.
Ya se sentían cansados cuando llegaron al camino del pueblo, donde una mata de huaya de ramas frondosas ofrecía una fresca y agradable sombra. Se sentaron debajo del árbol a descansar y abanicarse con sus sombreros para contrarrestar el sudor que bañaba sus pequeños rostros,
A poco rato de estar ahí vieron que don Baltasar venía con su carga. Al llegar con ellos, dijo:
–Niños, pensé que ya estaban en su casa.
–Estamos descansando un rato –contestó Nicolás.
Don Baltasar se alejó un poco de los huérfanos y bajó su bulto para evitar que descubrieran lo que llevaba; luego se fue a sentar junto a ellos.
–¿Por qué vinieron solos a cosechar? ¿Y don Ricardo? –preguntó.
–No vino porque fue a ver si encuentra el ganado perdido en los montes del rancho de Chunkopo’ –contesto Nicolás.
Como don Baltasar y su hermano habían entablado plática, Cecilio tomó su tirahule y fue a tratar de matar dos beech’o’ob al monte, abajo de donde estaban. Ya que no lograba cazar a ninguna de esas pequeñas aves, regresó a la huaya. A lo lejos, por el camino del pueblo, vio venir a una persona. Se levantó a esperar, y al reconocerla, le dijo a don Baltasar, señalando hacia el oriente:
–Por allá viene don Apolinar, seguramente va a trabajar.
–¿Está viniendo ese pícaro? –preguntó don Baltasar.
–Ya está cerca –contestó Cecilio.
Cuando don Apolinar llegó en dirección a la huaya, se acercó y preguntó:
–¿Qué haces aquí con estos niños, Baltasar?, ¿de dónde vienen?
–Vine a cosechar elotes, como ellos. Aquí estaban cuando llegué, y me senté a platicar. ¿Qué cosas se hablan en el pueblo, Apolinar? Sé que antes de venir a trabajar sales al centro a informarte de noticias nuevas.
–¿Ya sabes que anoche hubo cochinita pibil en el pueblo? “Hicieron cochinita a una ts’oya’an x–leech2…
–¿A cuál de las “tortolitas” del pueblo llevó el j–ch’úuy3, Apolinar? –preguntó don Baltasar.
–No lo vas a creer, a Nikte’ Ja’4,” la hija de doña Anastasia, la llevó el hijo de Ruperto –dijo don Apolinar.
–¿Cómo debe estar rabiando don J–Chokoj Sa’?. Según él, su hija no tenía por qué escaparse con el novio, pues no le faltaba qué comer y le compraba cuanto deseaba –dijo don Baltasar.
–Oye Baltasar, ¡pareces un niño! Bien sabes que cuando una mujer se encapricha por un hombre no hay nada que la detenga. Si ya comenzó a sentir la comezón del amor, no te obedece ni enterrándola con dinero. ¿No es así? –preguntó don Apolinar.
–Estás en lo cierto Apolinar, así sucede. Nosotros los padres no lo podemos evitar, es la ley de la vida que toda mujer busque pareja –contestó don Baltasar.
Estaba en lo mejor la plática entre los dos señores, cuando los niños vieron alejarse un poco a don Baltasar, quién llamaba a don Apolinar:
–Ven acá, Apolinar, quiero platicarte algo que no quiero que escuchen los niños.
Al acercarse don Apolinar, le preguntó:
–¿Qué mentiras me vas a decir?
–No es ninguna mentira, quiero platicarte lo que me sucedió hoy.
–Comienza, que soy todo oídos.
–En realidad vine a cosechar elotes para los píibo’ob que vamos a ofrendar a los difuntos, pero no estoy llevando elotes, sino otra cosa…–se detuvo, y Don Apolinar aprovechó para preguntarle:
–¡Oye cabrón! No me digas que llevas monedas de oro en la pita.
–¡No! ¿Sabes qué llevo? –preguntó don Baltasar.
–¡Cómo voy a saber si no me lo dices! –le contestó.
–¡Es carne de venado! –dijo con orgullo.
–¡Hijo de la chingada! ¿Dónde conseguiste la carne? ¿La compraste? ¡No me digas que con tus manos atrapaste al venado!… veo que no tienes rifle…. ¡jéeew, jéeew jéeew! –se carcajeó don Apolinar.
–¡No!, ¡chingado viejo, no lo atrapé! –contestó molesto don Baltasar.
–Si no lo atrapaste, dime cómo lo hiciste.
Don Baltasar relató de acuerdo con su conveniencia cómo había conseguido la carne de venado:
–Dos milpas faltaban para llegar a la mía, cuando en el costado oriente del camino vi entre los maizales a un venado muerto. Al cerciorarme de que el animal no estaba descompuesto, procedí a beneficiarlo, y llevo la carne en esa pita –dijo don Baltasar. Siendo don Apolinar una persona muy astuta, enseguida pensó en adelantársele a don Baltasar, por eso le dijo:
–¡Compañero, en mi vida he encontrado a alguien tan bruto como tú!
–¡Jéeew, jéeew, jéeew! –se carcajeó nuevamente don Apolinar
–¿Por qué te burlas de mí? No te entiendo –dijo don Baltasar.
–No, Baltasar, no me burlo de ti, me carcajeo porque he conocido a muchos pendejos, pero tú abusas, compañero. Si no fuera así, no te atreverías a llevar la carne de ese venado mordido por una víbora.
–¡Mentecato cabrón, sólo quieres tomarme el pelo! A ese venado le tiró un cazador y fue a morir lejos, por eso no lo encontró –dijo don Baltasar
–¿Estás seguro de que murió de un tiro? ¿Viste por dónde le entraron los perdigones? le preguntó don Apolinar. La pregunta, hizo reflexionar a don Baltasar, que reconoció que por la premura de beneficiar el venado no se fijó en ese detalle. Con el ánimo por los suelos, contestó:
–La verdad no me fije por dónde tenía la herida del tiro ese animal… –titubeó; momento que aprovechó don Apolinar para confundirlo más:
–Entonces, ¿cómo afirmas que el venado murió de un tiro? Si no aprecias la vida de tu esposa, la de tus hijos y la tuya misma, lleva la carne. Estás llevando la muerte misma. Total, yo no voy morir, sino ustedes.
Don Apolinar vio que don Baltasar estaba sumamente pálido, y terminó de darle la puntilla:
–No tengo por qué engañarte, bien sabes que acostumbro venir a trabajar al medio día y regresar al pueblo al anochecer. Ayer, cuando caía la tarde, al dejar de trabajar en el plantel de henequén Tsalam, decidí ir por unos elotes a mi milpa, al lado de la tuya. Cuando regresaba con mi carga de elotes, en el lugar que me indicaste, vi al venado muerto. Al revisarlo, noté a la altura del casco de su pata izquierda la huella de dos colmillos como de víbora de cascabel; por eso no lo beneficié. Si se conserva buena la carne hasta ahora, es por el intenso frío de anoche; recuerda que ya estamos entrando a la época invernal. Pero queda a tu decisión lo que quieras hacer con la carne: tirarla o llevarla.
Después de mañosamente sembrar la duda en su amigo, don Apolinar se despidió de él y fingió encaminarse a su trabajo. Pero no fue así, sino que fue a guardarse detrás de un árbol para espiar lo que iba a hacer don Baltasar Este estuvo meditando un rato, y después de decidirse, les dijo a los niños.
–Niños esperen un rato y luego nos vamos. Voy a guardar mi carga porque se retentó mi kanpaach5 y no podré llevarla hoy, si me siento bien, mañana regreso por ella.
–Vaya a guardar su carga don Baltasar, aquí lo esperamos para regresar al pueblo con usted –dijo Nicolás.
Al cargar la pita de carne, don Baltasar fingió que le daba trabajo llevarla. Cuando consideró que estaba a una distancia donde los niños no se daban cuenta de lo que iba a hacer, vació la carne de venado en una laja, diciendo: “Hoy si van a tener comida los zopilotes. Ni modo, ¡qué les haga buen provecho a esos pobres animales!”. Luego, regresó al lugar donde se encontraban los niños y les dijo:
–Ojalá nadie haya visto dónde guardé mi carga, para que no se la roben.
–Nadie lo vio, don Baltasar, después de don Apolinar no ha pasado otra persona por aquí dijo Cecilio.
–Si estás en lo cierto, qué bueno, así no tengo por qué preocuparme. Don Baltasar ayudó a los niños a subir sus respectivas cargas de elote, y juntos se dirigieron a Kinacama.
Don Apolinar esperó a que se alejaran antes de salir de su escondite e ir por la carne de venado. Mientras llenaba su pita pensaba: “Baltasar no hubiera tirado esta carne si supiera del engaño”, y luego, como si hablara con don Baltasar: “traté de vacilarte amigo, y pegó. Ni modo, no me queda más remedio que agradecerte el obsequio. ¿Será que sabías de mis deseos de comer carne de venado? ¡Jéeew, jéeew, jéeew!”. Rio burlándose, con muchas ganas
Con la alegría reflejada en el rostro, cargó con la pita de carne y se encaminó rumbo a su casa. Al no estar plenamente convencido de la procedencia de la carne de venado, después que terminó de salarla llevó una parte de ésta a los dos huérfanos con la intención de indagar más al respecto.
Cuando los niños terminaron de contarle dónde habían encontrado a un animal con muchos cuernos y cómo fueron alejados por Baltasar de ese ente infernal, don Apolinar, pensó: “Baltasar, eres un tacaño y un tremendo hijo de puta! No te compadeciste de estos inocentes niños y les arrebataste lo que por ley les correspondía, aun sabiendo que viven en la miseria”. Contento por haberse enterado y de que sin proponérselo había cobrado con creces la afrenta en contra de los dos niños, dijo:
–Niños, cuando terminen de comer la carne que les traje, vayan por más a mi casa. Hay bastante, si ustedes no ayudan no vamos a poder consumirla toda. –dijo, don Apolinar, al despedirse.
Tres días después, don Apolinar se encontró nuevamente con don Baltasar; habían acudido en grupo a construir un camino para transportar hojas de henequén. Cuando llegó la hora de comer, los trabajadores se juntaron a compartir lo que cada uno tenía: algunos de ellos, habían llevado, tsajbil je’, bu’ulil k’eek’en, otros, tsajbil bu’ul o k’eyem. Cuando don Apolinar vio que don Baltasar sacaba su bola de k’eyem, dijo:
–Oye Baltasar, ¿no te da vergüenza beber k’eyem? Tal parece que no eres hombre para ir a cazar un venado y nos invites un poco de carne. Yo, como buen cazador, traje carne de venado para compartir con ustedes, ¡Míralo bien, Baltasar, no miento! –dijo al retirar la servilleta que cubría la carne.
Más claro que el agua no podía ser para don Baltasar esa carne exhibida en su cara, era la misma que con engaños había tirado.
–¡Pelana’, ahora me doy cuenta! ¡Me engañaste… el venado no fue mordido por una víbora de cascabel! –exclamó don Baltasar, muy molesto.
–En realidad así fue –dijo don Apolinar– al venado no lo mordió una serpiente, pero tampoco se trataba de un animal del demonio. Espero que nunca olvides esta lección: la persona que se aprovecha de unas inocentes criaturas no queda sin recibir su castigo. Ya te diste cuenta que, por más que intentaste apropiarte del venado que encontraron los niños, no lo lograste porque, según reza sabio refrán popular, la sentencia se cumple: Aquí la haces y aquí la pagas –concluyó don Apolinar, gritando a viva voz para que escuchara don Baltasar, quien se había separado del grupo.
Al llegar a este punto de la narración don Búho concluyó: “En esta vida, a nadie le está permitido aprovecharse de sus semejantes, mucho menos cuando se trata de niños pequeños que confían en las personas mayores” –y añadió: “¡Vamos muchachito, vamos a dormir! Mañana te platicaré otro cuento”.
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1 X–K’eech (Amante)
2 Mujer de complexión delgada.
3 J–Ch’úuy (Gavilán).
4 Nikte’ ja’ (Flor de agua).
5 Fuerte dolor de espalda.
Santiago Domínguez Aké
Continuará la próxima semana…