Letras
José Juan Cervera
La relación del ser humano con los objetos envuelve una carga simbólica profunda y diversa. Abarca las más arcaicas atribuciones animistas y el robusto fetichismo de la mercancía, evoca recuerdos lejanos y desata obsesiones, caprichos, codicia o indiferencia. Se asume compulsiva o equilibrada, ligera o colorida. El mundo material trae a la mano elementos útiles, decorativos o superfluos, de esos que pretenden llenar vacíos y acompañar el devenir cotidiano.
Los libros, plenos de significado, adquieren un valor especial en la preferencia de aquellos que se proponen interrogarlos, a la manera de los escritores que se sienten parte de una cadena de largos eslabones cuya continuidad asegura cada nuevo acto creador. Los conciben portadores de una fuerza subjetiva de trascendencia universal, como voces de un coro escuchado en los encuentros que presiden sus letras promisorias.
Leopoldo Peniche Vallado (1908-2000) llegó a Fahrenheit 451 como espectador de la película de François Truffaut, más que por la lectura directa de la novela de Ray Bradbury. En caso contrario, lo habría hecho patente en una reseña que publicó en el Diario del Sureste en junio de 1967, periódico con el que estuvo estrechamente ligado desde su fundación en 1931, dando a conocer artículos de crítica literaria y cinematográfica, opiniones políticas y textos en que abordó problemas sociales.
Es evidente que la obra de Bradbury impresionó de manera profunda al dramaturgo y ensayista yucateco, así fuera con la potencia indirecta que retuvo en su argumento la cinta de Truffaut. La condena fulminante a los poseedores de libros, la quema de bibliotecas encomendada a los bomberos, y la memorización de contenidos escritos son aspectos de aquella distopía de la que es difícil sustraerse después de incursionar en sus pasajes, que tocaron de lleno la conciencia lectora de Peniche Vallado: “Al paso que vamos, llegará un día en la vida de la humanidad en que la tenencia y lectura de los libros se perseguirá y se castigará, como hoy se persigue y castiga la posesión y el uso de las drogas enervantes.”
Esta tendencia sombría, a la cual el experimentado periodista llama “bibliofobia”, aparece también, aunque más discreta, en un libro suyo de aparición póstuma: El dilema del gobernador. Novelón teatralizable dividido en cuatro partes (Mérida, Secretaría de la Cultura y las Artes de Yucatán, edición digital, 2020). Si bien esta obra recrea literariamente un suceso que conmocionó a la sociedad yucateca en 1974, su contexto narrativo inicial se sitúa en 2075, año en que los sobrevivientes de las conflagraciones nucleares sufridas en ese entonces exploran nuevas formas de convivencia. “Toda la sabiduría almacenada a lo largo de las edades transcurridas era inaccesible para los ciudadanos modernos, y de manera especial para los jóvenes. (…) Comenzaban a escribirse los nuevos libros que almacenaban la nueva sabiduría. Los viejos permanecían aún en sus herrumbrosos anaqueles del siglo XX, en espera de su inminente condenación a la hoguera.”
Como suele ocurrir en las historias que muestran componentes de ciencia ficción, en ésta la tecnología de avanzada permite simplificar procesos de la existencia diaria, pero no alcanza a desentrañar el fondo de acontecimientos desconcertantes, borrados casi por completo de la memoria colectiva. En casos así, la proyección de escenarios futuros se constituye en recurso para exhibir defectos de la sociedad propia. Pero el desprecio a los logros del pensamiento y a su exposición sistemática y creativa ha estado presente en las más variadas fases del mundo antiguo y moderno, sobre todo en sus etapas decadentes.
La destrucción de libros, sea condenándolos al fuego o con el uso de otros procedimientos, será siempre un reflejo de la estrechez de criterio de quienes se ven imposibilitados de captar las múltiples manifestaciones de sentido que la vida trae consigo, ceguera que quisieran imponer a los demás como remedio fallido a sus propias carencias.