Memoria de las Fiestas Inaugurales
XIV
La Inauguración del Auditorium de la Universidad
Interesante Conferencia del doctor Eduardo Urzaiz Rodríguez
El Auditórium «Manuel Cepeda Peraza» de la Universidad de Yucatán, bella y confortable sala de conferencias destinada a cobijar la voz de nuestros más acendrados valores intelectuales, fue inaugurado en forma muy lucida el lunes 15 de diciembre de 1941.
El doctor Eduardo Urzaiz Rodríguez, recio intelectual cubano-yucateco, cultivador el más distinguido en nuestro medio de las disciplinas de la moderna Psicología, dentro de los lineamientos psicoanalíticos trazados por el genial psiquiatra vienés doctor Sigmund Freud, tuvo a su cargo la conferencia inicial del ciclo de vida del Auditorium. «El Arte como Simple Sublimación de la Líbido», fue el sugestivo tema escogido por el doctor Urzaiz para desarrollar en ocasión tan memorable.
La palabra fácil y amena del viejo maestro cautivó a la apretada concurrencia, máxime teniendo en cuenta la profusión de ejemplos, espigados del ubérrimo campo de la Historia del Arte, que sirvieron al conferencista para ilustrar su tesis.
He aquí el texto del concienzudo trabajo del doctor Urzaiz:
El arte como simple sublimación de la líbido
El Romanticismo, y antes que el Romanticismo los clásicos, nos han acostumbrado a ver en el Arte algo sobrenatural y divino, algo elevado muy por encima de todas las miserias y de todos los apetitos de este bajo mundo. Músicos, pintores y escultores se mostraron siempre orgullosos de sus dotes artísticas, y en cuanto a los poetas, han llegado a ver en su facilidad para alinear renglones medidos, un sello de superioridad que los distingue del común de los mortales… Ya el gran Heredia decía increpando al Niágara:
Tu sublime terror sólo podría
volverme el DON DIVINO que ensañada
me robó del dolor la mano impía.
Y Díaz Mirón asegura que:
El poeta es el antro en que la obscura
sibila del Progreso se revuelve,
el vaso en que la vida se depura
y, libre de impurezas, se resuelve
en verdad, en virtud y en hermosura.
La ciencia psicoanalítica, enseñándonos a bajar hasta el fondo subconsciente de la mente humana, a cambio de disiparnos muy bellas y románticas ilusiones, nos ha mostrado la realidad de muchas cosas. Y entre ellas, nos ha hecho ver con claridad meridiana que la voz del Arte en todas sus manifestaciones, no es en resumen más que la eterna voz de la LIBIDO que se alza desde ese fondo de la subconsciencia, más o menos encubierta o sublimada, pero perceptible siempre.
Si, buscando los orígenes del Arte, observamos sus manifestaciones iniciales en los pueblos primitivos, nos convenceremos de que su procedencia sexual es evidente. Si empezamos por la Arquitectura, la más utilitaria de todas las artes, la veremos manifestarse desde antes de la especie humana y en peldaños muy bajos de la escala animal; las celdillas de la abeja, el nido de la oropéndola y la cabaña del castor son las primeras maravillas arquitectónicas surgidas al calor del instinto reproductor y para abrigo y defensa de la prole.
Así también el hombre prehistórico acondicionó la gruta y construyó la cabaña para situar en ella el lecho de sus amores y albergar a sus hijos. Después, cuando el terror a lo desconocido y la persistencia en el complejo paternal lo hicieron creerse dependiente de la divinidad, pensó en el templo para sus dioses; lo demás ha sido el resultado de la marcha natural del Progreso: de asociación en asociación, de perfeccionamiento en perfeccionamiento y de sublimación en sublimación, se ha llegado a los palacios y rascacielos de nuestros días, pasando antes por los castillos feudales y las catedrales góticas.
No es menos evidente el origen sexual de la música: reclamo amoroso es el canto de grillos y cigarras en celo, y reclamo amoroso al par que pregón de desafío, son los trinos de los pájaros.
En muchas especies animales se observa el galanteo como preparación para el aparejamiento, pero es en las aves donde se acompaña de sonidos musicales. Siguiendo el hombre salvaje su natural tendencia a imitar los sonidos de la Naturaleza, quiso amenizar también con rudos cantares y movimientos rítmicos este tiempo preliminar de la cópula, y así creó al mismo tiempo la música y el baile. Bailes y música sin melodía y consistentes sólo en el ritmo, que el salvaje incorporó muy pronto a los ritos de su religión en la cual ocupó siempre un lugar preponderante el culto a los poderes de la generación; por eso las danzas religiosas de todos los pueblos primitivos fueron siempre esencialmente lúbricas.
Ni egipcios ni hebreos, ni griegos ni etruscos, ni romanos, lograron separar la Música de la Danza, ni quitar a ésta su burda lubricidad primitiva. Fueron el genio de San Ambrosio, y más tarde, el de Gregorio el Grande, los que al crear la música cristiana al servicio de la Iglesia, lograron sublimarla hasta la abstracción pura y divorciarla definitivamente del baile. Mas éste persistió incorporado a las orgías de los nobles y a las fiestas del pueblo. Y al persistir, conservó a través de los tiempos su carácter innegable de aperitivo sexual, carácter que, si llegó a disimularse bastante en la época hipócrita de las pavanas y minuetos, se ha ido descarando después y, pasando por los valses, schottis y danzones de ayer, ha llegado a esos bailes desconcertantes de hoy en que triunfa, hecha ritmo y armonía, la lujuria del negro.
Por otra parte, la Música propiamente dicha, libre ya de ese lastre lúbrico del baile, o encontrando en él una válvula de escape, ha podido seguir marchando hacia la sublimación hasta poder reflejar todos los matices y tonalidades del sentimiento y asociarse a todos los acontecimientos de la vida social contemporánea. Como carece de significación intrínseca y procede siempre por asociación de ideas, tiene en su misma vaguedad la clave de su enorme fuerza expresiva; viene a ser, como dijo Campoamor.
La maga complaciente
de nuestra dicha amiga,
que dice solamente
lo que quiere nuestra alma que nos diga.
Es posible que esta manera de interpretar el génesis de la Arquitectura y de la Música no resulte convincente y suscite críticas por parte de los adversarios de la escuela psicoanalítica; pero tratándose de la Escultura, la Pintura y la Poesía, el origen libidinoso es claramente perceptible y permite seguir paso a paso la serie de sublimaciones que lo enmascaran.
San Pablo hace veinte siglos, Freud hace algunos años, han demostrado que la castidad es posible; pero sólo para el sujeto consagrado en cuerpo y alma a una misión o a la lucha por un ideal; para el apóstol de corazón. Cuando el celo apostólico embarga todas las potencias del alma, inhibe o sublima por completo la libido; la castidad resulta entonces como una consecuencia natural y llega a hacerse orgánica y permanente.
Es claro que no siempre es posible llegar desde luego a este plano de serenidad, pues apóstoles y redentores tienen períodos de lucha consigo mismos y horas menguadas en que se dejan seducir por el canto de las sirenas. Cuando el apóstol es místico y contemplativo y no dinámico, suele ser tan dura la lucha que sostiene que el dolor de ella se trueca en placer masoquista y echa por tierra todo propósito de pureza. Y si se trata de un místico, de similor, poeta además, pedirá como Amado Nervo:
Ya no turben con locas
avideces la calma de mis puros afectos
ni el caliente alabastro de los senos erectos.
ni el marfil de los hombros, ni el coral de las bocas.
Pero como sus ruegos se perderán en el vacío, tendrá que confesar dándose por vencido:
Carne, carne maldita que me apartas del cielo,
carne tibia y rosada que me impeles al vicio,
ya rasgué mis espaldas con silicio y flagelo
por vencer tus impulsos, y es en vano, te anhelo
a pesar del flagelo y a pesar del silicio.
Ya no encuentro esperanza, ni refugio ni asilo,
y en mis noches pobladas de febriles quimeras,
me persigue la imagen de la Venus de Milo,
con sus lácteos muñones, con su rostro tranquilo,
y las curvas triunfantes de sus amplias caderas.
Por supuesto, estas imágenes, más o menos venusinas, persiguen también a los que no son apóstoles ni han hecho voto de castidad. Y ellos, naturalmente, dan libre curso a su erotismo cuando pueden, y cuando tropiezan con dificultades tratarán de sublimarlo por los medios que encuentran a su alcance. Así el bebedor semiebrio, excitado tal vez por el olor amoniacal, en el retrete de la cantina, el pilluelo adolescente en las fachadas de las casas, el loco y el preso en las paredes de su celda, escribirán versos escatólicos y frases indecentes y grabarán falos y figuras copulantes, con dibujo ideográfico y técnica primitiva.
Así fueron también los primeros balbuceos de los pueblos primitivos, y fue ese mismo impulso erótico el que produjo, rayadas en las paredes de las grutas o en marfil de mamut, modeladas en barro o talladas en piedra, esas figuras desnudas de mujeres de grandes pechos y caderas exuberantes, a las que los arqueólogos han llamado impropiamente VENUS PALEOLITICAS; una primera sublimación las transformó muy pronto en diosas de la fertilidad. Después, cuando al correr de los tiempos y gracias al perfeccionamiento de la técnica, ese mismo impulso encuentra la mano maestra de Praxiteles, glorificará con una perfección insuperable la divina desnudez femenina, creando la célebre Afrodita de Cnido, tipo ideal de belleza aceptado aún por los pueblos civilizados.
Cupo a los artistas del gran florecimiento griego la gloria de realizar en forma abstracta y prototípica la belleza desnuda en la cual el sexo ocupa un lugar secundario; porque el hombre bello y la mujer bella fueron siempre a sus ojos un dios o una diosa, y el pueblo los adoraba desnudos en sus templos de mármoles inmortales. Pero sólo ellos, y gracias a condiciones culturales únicas, fueron capaces de prescindir de las propias preferencias y crear esas admirables figuras ejemplares; a partir de los romanos, el Arte tiende a individualizarse y cada artista reproduce subconscientemente su prototipo personal o la imagen idealizada de una mujer predilecta.
Así veremos, desde el principio, esbozarse en los artistas de la plástica, dos tendencias distintas que tienen un origen psicológico y temperamental relacionado con las primeras impresiones sexuales recibidas en la infancia. En la obra del artista perdurará con sello indeleble, lo que en el individuo vulgar es sólo determinante de gustos o inclinaciones; y así unos mostrarán predilección por la adolescente, casi niña, de formas apenas indicadas, mientras otros se inclinarán hacia la matrona madura y otoñal.
Estas dos tendencias que, exageradas, llegan a los límites de lo patológico, contenidas en los límites del Arte, son tan antiguas como el Arte mismo; sus prototipos en el período clásico son la Afrodita Anadiómene de Apeles, que muestra el cuerpo delicado de una joven de quince años, y la Cibeles romana, la diosa ubérrima de la Agricultura, que ostenta la figura maciza de una matrona robusta en el cenit de su vida.
El arte gótico, queriendo suprimir el impulso erótico, sólo logra pervertirlo: cubre el cuerpo con pesadas vestiduras o lo deforma adrede con proporciones anatómicas absurdas y estilizadas, y en cambio copia con sádica delectación el rostro atormentado del Cristo moribundo en la cruz y el de la Madre Dolorosa al pie de ella.
Después, cuando con el Renacimiento resucita la comprensión artística del desnudo, los artistas vuelven a seguir con libertad sus impulsos y ya no se recatan para manifestar sus preferencias, bien por la muchacha en capullo, bien por la mujer en plenitud de sazón. Pero para apreciar mejor estas dos tendencias, es preferible buscarlas en la Pintura que, basada en el prestigio de las sombras y del color, semeja la vida misma; para el pintor es más difícil aún que para el escultor eliminar la propia sexualidad, y así la mujer amada o deseada está siempre presente en la pintada, sea Venus, Madonna, simple retrato o estudio académico. Así Corregio iniciará la escuela que tiene por ideal a la doncella casi niña en que apenas alborea la mujer, escuela que viene a culminar con la Venus de Bouguereau, la Diana de Boucher y las pastorcitas empolvadas de Wateau; Leonardo eternizará la sonrisa enigmática de la Gioconda, que por tanto tiempo confundió a los críticos hasta que Freud vislumbró en ella las huellas del complejo de Edipo; siguiendo a Miguel Ángel y al Tiziano, Rubens, Van-Dick y Rembrandt serán los apologistas de la carne, los pintores de las gordas flamencas, de caderas de ánfora y pechos exúberos; enamorado Giorgione de su modelo-amante, la idealizará en su incomparable Venus dormida. Y cuéntase que, no satisfecho aún, escribió en el dorso de la tela:
«VIEN, CECILIA, T’AFRETTA;
IL TUO GIORGIO T’ASPETTA».
(Ven, Cecilia, apresúrate;
tu Jorge te espera).
Aunque la pintura moderna se diversifica en numerosos géneros, el eterno femenino sigue siendo en ella el tema esotérico. El paisaje fue primero simple fondo de las Venus yacentes, tan secundario, que los grandes maestros se lo dejaban a sus aprendices. Hoy se le pinta a veces como tema principal; pero el que se inspira en una puesta de sol a orillas del mar, en una noche de luna o en un florido prado, siente allá muy en el fondo de su subconciencia que la amada lo contempla por encima de sus hombros.
Los temas históricos, religiosos o patrióticos, serán luego frutos tardíos y algo insípidos de sucesivas asociaciones y complicadas sublimaciones; en cuanto al simple retrato, ha constituido siempre la parte comercial del oficio, de tan poca importancia artística, que hoy la Pintura se lo ha cedido gustosa a la fotografía.
No es más excelso el origen de la Poesía, pese al orgullo de los poetas. Lo mismo que el bebedor, el pilluelo, el loco y el preso de que hablamos antes, el mozalbete inculto y enamorado escribirá en el cuarto de baño o en el forro de su libreta, una enormidad obscena; pero si el que evoca la imagen adorada posee en mayor o menor grado el DON DIVINO de que hablaba Heredia, surgirá el verso erótico en su más pura expresión. A veces limitándose a describir la figura que los ojos de la imaginación contemplan, como en aquel soneto del viejo José Inés:
Rige en ella la curva voluptuosa:
gloria en la nieve de los hombres tiene,
son dos arcos de triunfo que sostiene
regocijada su cerviz de diosa;
en el seno, sutil y luminosa
en jugar con las Gracias se entretiene,
en la breve cintura a morir viene,
y resurge después noble y airosa.
En la doble columna a quien oprime
un dulce peso, temblorosa ondula;
la línea recta desterrada, gime,
su triunfante rival muelle circula,
besa los pies de la beldad sublime
y el hosanna inmortal Venus modula.
O como en aquellos versos de Díaz Mirón evocando a Cleopatra:
La vi tendida de espaldas
entre púrpura revuelta;
estaba toda desnuda
aspirando humo de esencias
en largo tubo escarchado
de diamantes y de perlas;
tibias estaban sus carnes
y sus altos pechos eran
lo mismo que blanca leche
vertida en dos copas griegas,
convertida en alabastro,
sólida ya, pero aún trémula.
Tenía un pie sobre el otro
y los dos como azucenas;
muy cerca de los tobillos,
ajorcas de finas piedras
y en el vientre un denso triángulo
de rubia y rizada seda.
Otras veces, el poeta evoca el recuerdo de horas felices y en él se recrea, como aquel escribió:
Me quedó el deslumbramiento
de tu blanquísima tez
y en las manos codiciosas,
la sensación de tu piel.
Y recordaba tu imagen
acordándome también
de las liras, de las ánforas,
y de los cisnes tal vez.
Y en la noche, saturado
de tu memoria, soñé
que era escultor, de Atenas,
y que estaba en un taller
lleno de bellas estatuas
del Arte y la forma prez,
y que tú eras de mármol
y mi labio era un cincel,
y que pulía tu cuerpo,
muriéndome de placer,
desde tu bendita frente
hasta tus divinos pies.
En ocasiones, el verso es la simple optación erótica expresada en forma hiperbólica, como cuando Plácido rugía con lujuria africana:
Amor no quiero como tú me amas,
sorda a los ayes, insensible al ruego;
quiero estrechar a una mujer de llamas,
quiero besar a una mujer de fuego.
O como, cuando el bardo veracruzano, harto tal vez de sus desplantes victorhuguescos, le dice a Gloria:
Yo quisiera ser lago y que en mis olas,
en mis olas vinieras a bañarte,
para poder, como lo sueño a solas,
a un mismo tiempo y por doquier besarte.
Subiendo después el tono, expresa el deseo de morir tras acto amoroso, y agrega:
Yo quisiera ser lino y en tu lecho,
allá en la sombra, con ardor cubrirte,
temblar con los temblores de tu pecho
y morir del placer de comprimirte.
Lo cual demuestra que la optación erótica puede retrotraerse más allá del subconsciente y que su voz viene a veces desde el inconsciente, donde reside la memoria de la especie o la de especies remotísimas en la escala de los seres; pues eso de morirse después de la cópula es propio del lepidóptero efímero, del macho de la hormiga y del zángano afortunado que, en el vuelo nupcial, alcanza a la abeja reina en las alturas.
El anónimo autor de una vieja canción sentía el deseo de compartir la suerte del alacrán, que es comido por su hembra, o la del macho del MANTIS RELIGIOSA (nuestro simpático DZAUAYAK, a quien la suya devora poco a poco sin dejarlo despedirse del brazo fecundante, y lo expresa así:
Cuando yo muera, si es que me quieres,
si de mi muerte no eres extraña,
que no me lleven al cementerio,
que me sepulte el sepulturero
en el abismo de tus entrañas.
Este origen libidinoso del deseo de morir expresado en forma poética, es perceptible siempre, por más embozado y envuelto en sublimaciones que el poeta lo presente. Gutiérrez Nájera parece revelar la languidez del que muere agotado por los excesos, cuando escribe:
Quiero morir cuando decline el día,
en alta mar y con la cara al cielo,
donde parezca un sueño la agonía
y el alma un ave que remonta el vuelo.
Aun en los casos en que lo que se expresa es el deseo de morir por la patria, el origen es el mismo: pues la patria no es más que un subrogado de la madre, que ha sufrido una alta sublimación. Por tanto, el amor patrio tiene sus más hondas raíces en el COMPLEJO DE EDIPO, donde están involucradas todas las tendencias eróticas que han de manifestarse más tarde en forma normal, patológica o sublimada. Ejemplos de esta clase de sublimación son aquellos conocidos versos de Martí:
No me pongan en lo obscuro
a morir como un traidor;
yo soy bueno y como bueno,
moriré de cara al sol.
Y estos otros:
Yo quiero cuando me muera,
sin Patria, pero sin amo,
tener en mi tumba un ramo
de flores y una bandera.
O aquéllos del doctor Rizar en capilla:
Yo muero cuando miro que el cielo se colora
y al fin apunta el día tras lóbrego capuz.
Si te hace falta púrpura para teñir tu aurora,
toma mi sangre ¡oh Patria!, derrámala en buena hora,
y que la adore un rayo de tu naciente luz.
Un camino fácil para disfrazar el carácter erótico de la poesía lírica es cantarle a la Naturaleza; mas no hay que olvidar que cuando el poeta describe el Paraíso, lo hace pensando en Eva, y cuando, como Pierrot, le canta a la luna, se acuerda de Colombina. Bien claro lo confesaba Garcilaso cuando decía:
Por ti el silencio de la selva umbrosa
por ti la soledad y apartamiento
del solitario monte me agradaba
por ti la verde yerba, el suave viento,
el blanco lirio y colorada rosa,
y dulce primavera deseaba.
De la poesía bucólica se pasa por una nueva transición a la mística; transición que se nota con claridad en Fray Luis de León, cuando escribe:
Del monte en la ladera,
por mi mano sembrado, tengo un huerto
que por la Primavera
de bella flor cubierto,
ya muestra en esperanza el fruto cierto.
El poeta parece como que se refugia en la Naturaleza huyendo del amor. Pero a veces la inquietud de la castidad forzada es perceptible en sus versos, a pesar suyo, como en aquellos de un poeta nuestro ya casi olvidado, el presbítero Vadillo Argüelles:
En vano por los valles he buscado
la deliciosa paz que el alma ansía,
en vano con las flores deleitado estuve,
y en cuidarlas me placía;
que el centro de ventura codiciado
mi pecho no encontró ni en la alegría
del verde prado cuyas rosas pinta
el rubio sol con su variada tinta.
Otras veces el aspirante a místico parece haber encontrado al fin la tranquilidad. Como el mismo Fray Luis cuando exclamaba:
¡Qué descansada vida
la del que huye del mundanal ruido
y sigue la escondida
senda por donde han ido
los pocos sabios que en el mundo han sido!!
Mas no hay que olvidar que los verdaderos sabios nunca han huido del amor. Así al menos lo comprendía nuestro correcto Milk:
Feliz quien llega a la risueña orilla
del terso lago de la paz, y goza,
lejos del mundo, de los hombres lejos,
dulces amores!
Todavía en los poetas místicos verdaderos, se puede notar la sublimación del erotismo. Casi todos ellos, empezando por don Alfonso el Sabio, le cantaron a la Virgen María, la deidad femenina del cristianismo, altísimo subrogado de la Madre. Para las mujeres poetisas el subrogado del padre es Dios o, mejor, su hijo hecho hombre; tal vez no fuera aventurado señalar trazas de homosexualidad o de sadismo en aquellos pocos místicos que, como San Juan de la Cruz, le cantaron a Jesús Crucificado.
Por último, de asociación en asociación, el poeta logra irse alejando por grados del impulso erótico primitivo y llega a cantarle a cosas tan abstractas como el progreso, la invención de la imprenta o el descubrimiento de América. Pero hay que hacer notar que los que escriben estas odas famosas no son los poetas natos, esos que –según Freud– han conservado la facultad infantil de dejar hablar al subconsciente; sino los grandes literatos que hacen versos porque conocen las reglas de la métrica y tienen buen oído. Y nótese también que a estas asociaciones tan lejanas, a estas sublimaciones tan complejas, no han llegado hasta hoy las mujeres poetisas. La buena poesía femenina es por lo general fruto de un erotismo obsesionante, a veces anormal y perverso, como en Safo; a veces normal, orgánico y expresado con sencillez conmovedora, como en Juana de Ibarbouru rogándole al amado:
Tómame ahora que aún es temprano
y que llevo dalias nuevas en la mano.
Tómame ahora que aun es sombría
esta taciturna cabellera mía.
Ahora que tengo la carne olorosa
y los ojos limpios y la piel de rosa;
ahora que calza mi planta ligera
la sandalia viva de la Primavera.
Ahora que en mis labios retoza la risa
como una campana sacudida a prisa.
Tómame ahora que aun es temprano
y que tengo rica de nardos la mano.
Hoy y no mañana. Antes que anochezca
y se vuelva mustia la corola fresca.
En el terreno de las sublimaciones, las poetisas de verdad no han pasado hasta ahora de la primera, es decir, de la que da por resultado la poesía mística. El más alto exponente femenino en este género, sigue siendo Santa Teresa de Jesús. Con qué humana verdad, con qué sublime amor exhala su alma rogando a los pies del Crucificado:
Sácame de aquesta muerte,
mi Dios, y dame la vida,
no me tengas impedida
en este lazo tan fuerte;
mira que muero por verte
y vivir sin ti no puedo,
que muero porque no muero.
Pudiera tal vez pensarse que al señalar el origen sexual del Arte, trato de menoscabar su prestigio o restarle importancia: pero muy lejos está de mí semejante propósito. He sido siempre uno de sus más fervientes devotos y pienso que no hay más alto empleo para las horas que nos deja libre la dura brega cotidiana. Mas la belleza de las cosas no es menor cuando conocemos su verdadera naturaleza que cuando tenemos de ellas un concepto sentimental. Se acusa a Freud y a su escuela de pansexualismo; pero alguien ha ido más lejos a este respecto, sosteniendo que cuanto inventa la imaginación creadora del hombre está basado en la cópula y en los órganos que en ella intervienen; que el sexo existe aun en los objetos más comunes y vulgares, como la llave y la cerradura, el martillo y el clavo, el tornillo y el destornillador, el ojal y el botón; que las palancas, poleas y excéntricas de las máquinas realizan movimientos que dijéramos copulantes. ¡Hasta los émbolos de las locomotoras –dice Huyssman– son Romeos de acero que penetran en Julietas de bronce colado! ¡Y nadie podrá negarme que el más alto símbolo de la generación es el arado que rompe las entrañas de la tierra para que en ellas sea eyaculada la simiente!
HE DICHO.
Continuará la próxima semana…