XII
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Hunac Kel, instruido por Puma Rojo y 7–Tecolote, sus capitanes más confiables, comenzó a disponer su plan de ataque contra Chac Xib Chac.
Tigre de la Luna, siempre preocupado por la suerte del rey, participaba en las sesiones con los capitanes:
–Tu ejército, aunque intrépido –le aconsejaba a Hunac Kel– no es, ni con mucho, la mitad de grande que el de Chichén Itzá, que es ya enorme con la adhesión de los de Uxmal e Izamal, reinos que también te odian.
–No importa, viejo –respondió Hunac Kel encogiéndose de hombros–. La guerra ha sido declarada y no hay marcha atrás. Sólo aguardo por la señal de los dioses para asaltar Chichén Itzá, recuperar a Blanca Flor y ejecutar al reyezuelo.
–Pero ellos son muchos –insistió Tigre de la Luna– y acabarán por vencerte, y una vez vencido no podrás impedir que arrasen con Mayapan.
–Escucha, viejo: tú conoces bien a mis amigos los siete capitanes aztecas, los de las tierras altas de México–Tenochtitlan.
–Son unos matones, Hunac Kel, pero, no puedo negarlo, entrañan la bravura del tigre.
–Y son leales de verdad. Confiaría mi vida a ellos con los ojos vendados. Hoy mismo les enviaré un correo invitándolos a unirse a mi ejército. Con su ayuda aplastaremos a Chac Xib Chac y a sus incondicionales.
Hunac Kel, deificado y muy consentido soberano, hombre amado de su pueblo y amigo de atrevimientos, no vaciló y mandó de inmediato el mensaje hasta las tierras frías de México–Tenochtitlan. Por alguna razón, los siete capitanes aztecas se habían establecido temporalmente en la provincia de Tabasco, por lo que el correo no tuvo que viajar tan lejos y los amigos de Hunac Kel recibieron en un par de días el mensaje que rezaba:
Hermanos capitanes:
Venid para acá. Os necesito en Mayapán porque vosotros burláis a la muerte y porque hemos combatido juntos muchas veces y he sido testigo de vuestros arrestos. Traed a vuestras tropas con vosotros. Seréis recompensados con largueza.
Vuestro hermano en las armas,
HUNAC KEL CAHUICH
En una choza de los límites de la selva tabasqueña, Ah Sinteyut Chan, el caudillo de los siete capitanes aztecas, desplegó una enorme sonrisa de satisfacción:
–Es un mensaje de Hunac Kel Cahuich desde Mayapán –se dirigió a sus colegas que dormitaban al fervor del mediodía tumbados en sus catres–. Ha de ser por alguna guerra o algo por el estilo. Hunac Kel no nos llamaría para otra cosa. Los dioses han oído nuestras preces, capitanes. Nos hemos aburrido de lo lindo por acá, pues no hay guerra, ni combates, ni siquiera alguna puta refriega en la que pudiéramos ejercitarnos. Han pasado muchas lunas y se me escuecen las manos por descuartizar a algún hijo de la chingada.
–¡Y a nosotros, Sinteyut! –dijo el temible Taxcal, el segundo de a bordo de los capitanes aztecas–. En esta comarca hay demasiada paz –añadió, bostezando, mientras se levantaba del catre–, lo que va en contra de nuestra naturaleza. Nosotros vivimos en el peligro y estamos hechos a la idea de la muerte. ¡Carajo, ésta es la mejor noticia que hemos recibido en años!
–También habla de recompensarnos –rio de nuevo Sinteyut–, lo que constituye otra buena noticia. Disponed vuestras cosas, esto es, vuestras armas, capitanes. Nos largaremos cuanto antes de aquí.
Cuando arribaron a Mayapán los siete sicarios aztecas, el pueblo se asombró de observarlos; no los vecinos viejos, que bien los conocían, sino los jóvenes, los niños. Con sus mantos de colores y sus espectaculares penachos causaban admiración y los niños los seguían por todas partes. Se llamaban Tzuntecum, Taxcal, Pantemit, Xuexueuet, Itzcuat, Kakaltecat y el brutal Sinteyut, de sanguinaria estirpe. Hunac Kel los recepcionó en los límites de la población y con Sinteyut Chan intercambió, a modo de rudos saludos, algunos puñetazos y empellones a los que estaban acostumbrados.
–¡Qué gusto da verte de nuevo, maldito Sinteyut! –le gritó Hunac Kel conectándole un amistoso gancho en las costillas–. Ya te has olvidado de mi pueblo, cabrón: ya te enseñaré lo nuevo que hemos construido.
–Escucha, demonio –bromeó Sinteyut devolviéndole el golpe a Hunac Kel–. Espero que no nos hayas llamado desde tan lejos nada más para pasear por el pueblo.
–No, no –aclaró Hunac Kel, dirigiéndose a los siete capitanes–; si os he llamado es para que sintáis el olor de la sangre del que tanto gustáis: hay una guerra en puerta contra el rey Chac Xib Chac en Chichén Itzá; como se ha aliado con otros reyes de la Triple Alianza en contra de Mayapán, requiero de vuestro auxilio.
–Entiendo –dijo Sinteyut–; asaltaremos Chichén Itzá y descuartizaremos a medio mundo. ¡Coño, ahora sí has hablado claro, cabrón! Tu invitación nos cae como anillo al dedo, pues no hemos visto acción en muchas lunas. ¡Que los dioses te sean propicios porque nos regalas con la oportunidad de practicar nuestro oficio! Somos guerreros como tú, Hunac Kel, y no podemos vivir en la holganza.
El rey se le acercó, y le confió casi en secreto:
–Hay una mujer de por medio, Sinteyut.
–Ya me sospechaba yo algo de eso: tú siempre has fascinado a las mujeres Hunac Kel; mírate: alto y hermoso como un sol. En cambio yo, feo y cruzado de cicatrices, no tengo novia y me veo obligado a recurrir a las putas.
–Escucha, Sinteyut, tengo que advertirte que esta joven de que te hablo no es una mujerzuela, sino el amor de mi vida, y la quiero hacer mi esposa y madre de mis hijos. Pero primero debo matar al rey Chac Xib Chac, su abominable marido.
–Está bien; en tu jodida vida privada no me inmiscuyo, cabrón; nuestra misión es otra y estamos prestos a marchar contigo para combatir en Chichén Itzá y desollar a tus enemigos, que son los nuestros.
Después de la breve plática privada con Sinteyut, Hunac Kel se volvió y se dirigió a todos los capitanes:
–Muy bien, señores, pero ¿dónde están vuestras tropas? En mi mensaje os instruía para que las trajerais con vosotros.
–Estarán aquí mañana temprano –explicó Taxcal, el segundo de a bordo–. No son pocos nuestros hombres, Hunac Kel: Mayapán tendrá que alimentar a miles de bocas.
–No importa. Estamos preparados para todas las contingencias. Vuestros hombres reforzarán a nuestro pequeño ejército, que ya no será pequeño, y estaremos a la par con el enemigo. Pero vamos, daremos una vuelta por la ciudad, que ha crecido desde la última vez en que vinisteis. Luego nos tomaremos unas copas de balché en el palacio, y degustaremos los platillos de nuestra cocina.
–Todo eso está muy bien –dijo Sinteyut–, pero también esperamos que nos recompenses con generosidad por nuestro trabajo.
–Espera, Sinteyut –lo atajó el rey–. ¿Qué no leíste con atención mi mensaje? Tú y tus capitanes son ya señores en Mayapán; os haré levantar casas de cal y canto, os regalaré vastas milpas de maíz, tierras fértiles y todos los esclavos que necesitéis para trabajarlas. Y también gozaréis de bienes en Chichén Itzá, que ya será nuestra.
Sinteyut lanzó una risotada:
–¡Ea, Hunac Kel! –dijo dándole una fuerte palmada en la espalda al soberano–. Es bueno tener amigos como tú. A cambio, cuenta con nuestra lealtad inquebrantable.
Por el camino, el pueblo los ovacionaba: eran la admiración y el asombro de los muchachos aquellos elegantes capitanes aztecas que lucían hermosos tocados en la cabeza, trajes de buen paño y largas mantas con coloridas figuras de tigres y de águilas.
–¿De dónde serán estos hombres? —preguntaba un joven, intrigado.
–Son extranjeros –decía otro–. ¿No miras su indumentaria?
–¡Si, carajo! –respondía el primero–. Yo sé que son extranjeros ¿pero de dónde vienen, exactamente?
–Vienen de las tierras frías –terciaba otro–, de México–Tenochtitlan.
–¿Y cómo sabes tú eso?
Me lo dijo mi padre, que los conoció cuando estuvieron en Mayapán, hará algunos años.
–Sí, no hay duda: son de las tierras frías, por eso visten ropas gruesas y mantos con pinturas de tigres y de águilas.
–Es cierto: en México–Tenochtitlan combaten los caballeros águilas y los caballeros tigres.
–Dicen que se pitorrean de la muerte.
Roldán Peniche Barrera
Continuará la próxima semana…