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Dune, de Denis Villeneuve

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Cine

Leí Dune, la obra maestra de Frank Herbert, al menos un año antes de que la versión del director norteamericano David Lynch llegara a las pantallas cinematográficas en 1984, y me subyugó. Cuando me enteré de que Lynch se aventaría la monumental faena de trasladar al cine la cautivante historia, mi interés creció: ¿cómo le haría el famoso director para contar el épico ascenso de Paul Atreides, de Caladan, a Paul Muad’ib, de Arrakis?

Frank Herbert creó una epopeya futurística con elementos ricos en imágenes, significados, religiones, sectas, casas feudales, imperios, navegantes intergalácticos y la droga maravillosa que regía los destinos de la sociedad de esos tiempos futuros: la especie, proveniente de un único planeta en el universo, Arrakis, planeta salvaguardado por los gusanos.

Obvia decir que me enamoré de la historia del kwisatz haderach, hijo de Lady Jessica, sacerdotisa Bene Gesserit, concubina del Duque Leto Atreides; de Chani, de los Fremen; de los secretos que guarda Arrakis.

Debo reconocer que la participación de Gordon Sumner, aquél que la mayoría conoce como Sting, en el filme en el rol de Feyd Rautha (de los Harkonnen), también agregaba un elemento de curiosidad: ¿sería tan buen actor como cantante y bajista con The Police?

Pues bien, David Lynch creó un universo visual en el cual me sumergí numerosas veces, tomándose el tiempo de explicar la mitología en voz, o en los pensamientos, de sus protagonistas. Para aquellos que no leyeron previamente la obra, por ejemplo, Paul Atreides nos entera del letal gom yabbar de las Bene Gesserit, de las profecías del kwisatz haderach; por los pensamientos del Duque Leto Atreides sabemos de su amor por Lady Jessica, y del ansia de sangre y de poder de los Harkonnen; por las instrucciones del Doctor Kynes supimos cómo hay que caminar en el desierto para evitar ser comido por los gusanos, de las costumbres de los Fremen y cómo funciona el destiltraje.

Con todo lo anterior, cuando supe que Denis Villeneuve, director canadiense en cuyo palmarés descuellan majestuosos filmes cargados de imágenes (Blade Runner 2049, Arrival), me froté las manos, disfrutando anticipadamente lo que podría lograr visualmente con la historia.

Al mismo tiempo, siendo un admirador de la versión de David Lynch, sabía que me iba a ser imposible no comparar ambos filmes y, por consiguiente, el trabajo de ambos directores, el elenco, el guion, la escenografía, y todos los elementos cinematográficos que las rodean.

Después de haber visto la versión del canadiense, comencemos por dejar algo en claro: Dune (2021) visualmente deja muy atrás lo conseguido por el norteamericano, aunque en defensa de Lynch hay que registrar que la tecnología digital hace cuarenta años prácticamente era inexistente.

Y eso es todo lo que tiene mejor esta nueva versión…

Aquellos que no conocen la historia y vieron la versión de Villeneuve deben estar preguntándose, a pesar del agasajo visual que recibieron durante más de dos horas, cuál es la historia, qué tienen que ver los sueños de Paul con su futuro, qué rol juegan los Fremen, los gusanos, Chani.

A diferencia de Lynch, que hizo lo que mencioné anteriormente, Villeneuve no se tomó la molestia de explicarnos el contexto de Arrakis, las motivaciones de los personajes, mucho menos mostrarnos lo temibles que son los Harkonnen, los juegos de poder y sus repercusiones, los espías, cuán dispuestos están los Fremen a dar su vida por Arrakis.

Denis Villeneuve y Javier Bardem, en Dune.

Me dio la impresión que Villeneuve dejó la chamba a sus actores, a la fama que cada uno de ellos acarrea (Timothée Chamelet, Oscar Isaac, Rebecca Ferguson, Javier Bardem, Jason Momoa, Stellan Skarsgard, Josh Brolin, Dave Bautista, Charlotte Rampling, Zendaya). Para mi gusto, ahí residió el principal problema: solo algunos estuvieron en el nivel que se esperaba, sumergidos y perdidos en el apoteósico espectáculo visual que se desarrollaba ante nuestros ojos, sin diálogos o narrativa que ayudaran a desarrollar la historia, confiado en que lo visual era lo predominante.

Los diálogos resultan demasiado crípticos (Chamelet masculla los suyos, por cierto, y apenas se le escucha), y la importancia de las acciones de cada uno de los personajes se pierde. Vaya, Feyd Rautha desapareció de la historia.

Lo cierto es que David Lynch dejó una gran obra cinematográfica, y que Villeneuve reinventó el filme, sin tomar ni uno solo de los elementos del norteamericano. Además, la versión del canadiense necesitará un filme más para concluir, finalizando esta primera parte justo cuando los que conocemos la historia de Herbert sabemos que comienza la acción, cuando nace el mito de Paul Muad’ib.

¿Decepcionado? No. Las comparaciones son odiosas, lo sabemos, y me es imposible evitarlo con estas dos versiones de una historia tan cercana a mis recuerdos. Por otro lado, observar en pantalla tantos detalles es un sueño hecho realidad, una inolvidable experiencia para los que amamos el Séptimo Arte.

Si no la han visto, no se la pierdan y luego, si desean apreciar en su amplia magnitud el universo que vieron en pantalla, lean a Frank Herbert. Su imaginación se encargará del resto y entonces, como yo, esperarán impacientemente la conclusión de Villeneuve.

S. Alvarado D.

sergio.alvarado.diaz@hotmail.com

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