PEREGRINOS EN EL TREN
Jefe de estación de ferrocarril él, y maestra rural ella. Fue a ritmo de tren su peregrinar con sus hijos a cuestas y las mochilas llenas de ilusiones: Kalkiní, Umán, Maxcanú, Halachó… Así siempre, una y otra vez, durante varios años por los pueblos del camino real entre Mérida y Campeche.
Fue hace muchos años. Era un pueblo apacible Kalkiní, igual que otros, sin nada que lo distinguiera: sus calles terregosas, lodosas en época de lluvia y con surcos trazados por las carretas. Su iglesia de una torre; el palacio municipal con grandes arcos en un terreno elevado; las casas simples de fachadas como rostros inexpresivos. Los limosneros extendían la mano al infinito. Un muchacho se retorcía en convulsiones poseído por los espíritus.
Entonces el mundo tenía cinco años, poco a poco se hacía la luz en el horizonte, el mundo se creaba. Una moneda de 10 centavos retribuía las pequeñas manos por un almud de maíz desgranado. «Soy prisionero del ritmo del mar, de un deseo infinito de amar…” La primera canción en el cine del pueblo. Besos apasionados. Ojos atónitos. Entonces las películas eran para todos, pequeños y grandes por igual, sin importar el tema; no había censura.
Un día llegó el candidato al pueblo. “Pérez Martínez gobernará, que viva su gobierno…” decía la canción que se cantaba en honor de Don Héctor, postulado por el Partido Nacional Revolucionario -PNR- al gobierno del estado de Campeche en 1939. Contagiado por el entusiasmo de la gente, siguió a la multitud que acompañaba al candidato. Los encendidos discursos de fe revolucionaria estimulaban su imaginación. Años después, cuando joven, se afilió al partido.
Las procesiones políticas no eran las únicas; también se daban las que organizaba el cura del pueblo, el Padre Balmes, bondadosa persona; un rumor corría sobre su participación en la guerra cristera. En la iglesia y en las procesiones por las calles del pueblo se cantaba: «Viva Cristo Rey, viva Cristo Rey, impere doquiera triunfante su ley.» Asistía a los ritos de la Iglesia Católica, y en la escuela a las ceremonias en recuerdo de los santos laicos: Hidalgo, Morelos, Juárez, Madero, Zapata y Felipe Carrillo Puerto. Pensaba, se parecían a Cristo: tenían ideales en común y todos ellos habían luchado en su tiempo y a su manera por la gente.
“Paso a pasito a Belem, vámonos a ver al niño que es hijo de Dios, le llevaremos tortitas de miel, de la mejor que se hace en Belem…” La lámpara improvisada en un bote de leche con agujeros y el humo de un mechero de petróleo cubrían de tizne el rostro y obstruían las fosas nasales del pequeño peregrino. Se aproximaba la Navidad, las posadas rompían el silencio y coloreaban la obscuridad con los faroles chinos hasta la puerta mayor de la iglesia… “Entren santos peregrinos reciban este rincón…” La débil llama de una veladora parpadeante perfilaba sombras sobre el altar mayor como fantasmas que volaban. Tenía frío y el pantalón mojado; gemía. A lo lejos escuchó la voz de su madre que lo buscaba. Respondió: “Aquí estoy”. Se había quedado dormido en una banca del templo. Amorosamente, su madre lo cobijó en su regazo y volvió a su casa.
El silbato se escuchó a los lejos. Presuroso, dirigió sus pasos hacia la cercana estación del ferrocarril. Todos los días acudía a ver la pasada del tren que, procedente de la ciudad de Campeche con destino a Mérida, se detenía en los pueblos situados a lo largo del Camino Real. Serían las cuatro de la tarde y, serpenteando en veloz carrera por entre los charcos de la calle, espantaba las mariposas que se arremolinaban multicolores sobre los terrones de lodo.
En la estación lo esperaba su padre, el jefe de estación, con los diez centavos de costumbre que bien le alcanzaba para comprar las garnachas y la horchata. En el andén las mestizas, ataviadas con huipiles y rebozos de Santa María, ofrecían sus variadas ventas que impregnaban el ambiente de olores y sabores deliciosos. Al detenerse el tren los pregones de las muchachas vendedoras no se hacían esperar: panuchos, salbutes, horchatas. De todo, antojos de la región. Era de verse los rostros ansiosos de los viajeros hambrientos que, asomados por las ventanillas de los vagones, devoraban los exquisitos manjares. No faltaba, desde luego, el coqueteo entre los viajeros y las guapas muchachas del pueblo, que dejaban escapar en amables sonrisas las luces perlinas de sus blancos dientes en complacencia al forastero.
El maquinista del tren era su amigo y de vez en cuando le permitía subir a la locomotora. Era un tipo corpulento, de overol aceitoso y con la cara cubierta de tizne; aunque de amenazador aspecto, buena persona, se llamaba Acrelio. Gustoso le explicaba los secretos de la locomotora de vapor: las entrañas de fuego consumían grandes atados de leña y agotaba, cual sediento dragón, el depósito de agua que lo abastecía.
Cierto día, al ponerse en marcha el tren, un pequeño vendedor de garnachas resbaló en el andén y cayó muy cerca de las enormes ruedas de acero que amenazaban triturarlo al más leve movimiento. ¡Gritos de horror, rostros de espanto, confusión! ¡Señales desesperadas avisaban al maquinista que detuviera el convoy!
Acrelio estaba en lo suyo, moviendo palancas y abriendo llaves para dar mayor velocidad a la locomotora, y no se percataba del incidente; el fogonero alimentaba con leña la caldera infernal de la máquina que, echando fuegos y espesos humos negros por la chimenea y resoplidos de vapor por los escapes, corría cada vez más rápido ante la mirada atónita de la gente.
El rostro pálido de muerte, los ojos llorosos y las pupilas dilatadas del niño presagiaban un cruel desenlace. Velozmente, muy cerca de su cabeza pasaban las escalerillas de los vagones que amenazaban decapitarlo. El niño trataba de incorporarse, agravando con ello su situación.
De pronto, chirridos de frenos y golpeteos de vagones que chocaban entre sí estremecieron el ambiente. El tren se detuvo: Acrelio había alcanzado a percibir por el retrovisor las confusas señales. Algo malo pasaba e instintivamente aplicó los frenos, a punto de que el niño fuera hecho pedazos. Acrelio había salvado la vida del pequeño vendedor de garnachas.
Poco tiempo después, una tarde, el tren no llegó. Había descarrilado con saldo de muertos y heridos. Acrelio murió en su locomotora…
Y el tren siguió pasando con su cargamento de nostalgias y esperanzas.