LA NOCHE DE LOS MAYAS Y LA CASTA DIVINA. HISTORIAS, PERSONAJES Y NARRATIVAS (*)
Aída María López Sosa
Desde el 6 de agosto de 1896, cuando los hermanos Lumiére importaron el cine de Francia a México durante el porfiriato, apenas un año después de la proyección inaugural en París, las “vistas”, imágenes silentes en movimiento de la vida cotidiana, asombraron a los mexicanos que se conglomeraron para mirarlas.
Es destacable que México fue el primer país del continente al que llegó el cinematógrafo. El primer largometraje mexicano se filmó en nuestra ciudad: “Fiestas presidenciales en Mérida”, bajo la dirección de Enrique Rosas, en 1906, donde se da cuenta de la visita del presidente Porfirio Díaz a la entidad. Asimismo, los yucatecos Jesús Celis Canizo, pintor y escenógrafo; Manuel Cirerol Sansores, como Director Artístico, y Carlos Martínez de Arredondo en la Dirección y Fotografía, rodaron en Mérida el primer largometraje de ficción en la historia del cine: “1810 o ¡Los libertadores de México!”. Escrito por Arturo Peón Cisneros, y producido por la compañía mexicana Cimar Films, se estrenó en el Teatro José Peón Contreras el jueves 27 de julio de 1916. Infortunadamente, la película del triángulo amoroso, en el contexto de la Independencia de México, está extraviada, o quizá las inclemencias climáticas hayan acabado con ella.
Los primeros documentales periodísticos en la historia de Yucatán, bajo el nombre de Noticiero Peninsular, se exhibieron en 1915 ante el general Salvador Alvarado, quien había arribado al Estado en marzo de ese año para recuperar la plaza y asumir la gubernatura.
A pesar de que la cultura maya es una de las más antiguas e importantes de América Latina, ha sido poco representada en el cine mexicano. Llama la atención que quienes escriben los guiones y los dirigen se enfoquen en los pasajes violentos, muestra sesgada de la riqueza de su cosmovisión. El encuentro entre criollos y nativos nunca fue afortunado: si bien han cambiado las formas, las desigualdades continúan manifestándose.
Los escasos rodajes extranjeros han tomado a los mayas como pretexto para tratar el tema de la colonización o para retomar la visión mágica, exótica y violenta a la que asocia la cultura. Tanto la narrativa mexicana como la extranjera no logran penetrar en la mística maya, convirtiéndose en un producto meramente comercial, sin valor histórico o testimonial.
Sin embargo, vale la pena analizar los errores y torpezas en dos películas filmadas en la primera y segunda mitad del siglo XX.
Si bien Yucatán fue pionero en el género cinematográfico, solamente una película en la primera mitad del siglo XX toca el tema indigenista desde la mirada de un equipo de producción extranjero que se apoyó para el guion en el yucateco Antonio Mediz Bolio, teniendo como protagonista a un joven Arturo de Córdova, también yucateco, en medio de un elenco actoral de otros Estados, principalmente capitalinos. “La noche de los mayas”, filmada en 1939 en escenarios arqueológicos y selváticos de Yucatán bajo la dirección de Chano Urueta, no tiene valor fílmico, según la crítica, a diferencia de la banda sonora compuesta por el músico mexicano Silvestre Revueltas, obra maestra que sigue tocándose en los mejores escenarios del mundo. La película en blanco y negro tiene una pésima calidad de imagen y sonido, siendo que en ese mismo año se filmaron “La Bestia Negra” y “La china Hilaria” que, a pesar de ser en blanco y negro, tienen mayor nitidez. ¿Desinterés o bajo presupuesto? No lo sabemos.
Lo cierto es que la trama alude al espíritu mágico de la cultura indígena frente al criollo venido del sur que, con su visión de empresario, no se conforma con hacerse de las bondades de la selva con los zapotales de donde extraerá la leche para convertirla en chicle, sino que aspira a llevarse a la hija del jefe de la tribu del pueblo Yuyumil, Lol, interpretada por Stella Inda, prometida desde el nacimiento a un nativo, Uz, Arturo de Córdova. A cambio, el hombre blanco les dará aguardiente, pólvora, plomo y sal. El triángulo amoroso solo lo disolverá la muerte. Aquí la mujer es un objeto de cambio, una cosa que no tiene voluntad y que debe someterse al premio de los hombres o al castigo de los dioses. Es la Eva en el paraíso que traerá las calamidades a la comunidad, como lo vaticinó “la piedra santa”, una especie del oráculo de Delfos que a través de la ofrenda de flores predice el futuro. La bujería atraviesa la película con ritos, creencias, mitos y celebraciones a la santa ceiba. Mal presagio es que el cántaro de una mujer se rompa ante los ojos de un hombre, como le sucede a la bruja del pueblo, interpretada por Isabela Corona, que está enamorada del protagonista. La Xtabay es temor que infunden los nativos a los blancos. La película retrata al indigenismo como una tribu a la que la Conquista aún no llega, por su adoración a los dioses paganos, a la mujer como moneda de cambio y sacrificable a la que se le imputa, según su comportamiento, los favores de los dioses para la buena cosecha. Doncella que su padre, como líder, ofrendará por el bien de la comunidad, destino que debe aceptar lanzándose al cenote por el bien de la tribu.
En el año de 1939, Yucatán contaba con figuras connotadas y con presencia internacional. A pesar de esto, los productores decidieron retroceder al siglo XVI para revivir prácticas prehispánicas que siguen pululando en el imaginario nacional. Una imagen calificada como tercermundista que nos aparta, en ocasiones nos margina, y no pocas veces es objeto de sorna por el acento al hablar o por el genotipo y fenotipo, como la estatura o la forma de la cabeza. La película muestra la ingenuidad indígena y el abuso del hombre blanco que llega de la ciudad para explotar la selva maya. Ingenuidad que se traduce en ignorancia y estupidez, estigmatizando la cultura, en vez de resaltar la sabiduría en la construcción de sus templos, sus conocimientos astronómicos, el uso del cero, así como otros conocimientos y aportaciones a la raza mexicana.
La segunda película en la que me centraré es “La Casta Divina”, filmada a color en dos locaciones de Mérida: una hacienda y una casona del Centro Histórico que fungía como escuela en aquel entonces. Esta película, por ser de mi tiempo y por otros motivos, la viví de cerca.
Era el año de 1976, próxima para entrar a la Secundaria, comenzaron los rumores de que vendrían actores famosos de la capital a filmar una película; la novedad era que las calles de San Juan serían una de las locaciones, lugar donde yo vivía. Una tarde de junio sonó el teléfono y contesté: «¿Está Ricardo?» «Sí, ¿de parte de quién?» «De Ethel.» Llamé a mi papá quien, extrañado, tomó el teléfono. A los pocos segundos sonreía ante la sorpresa de que su prima lo estuviera llamando. Ella llegó a Mérida porque su hija actuaría en La Casta Divina, la película que se había rumorado meses atrás. Acordaron verse. Colgando, mi papá me contó que ella salía en películas de El Santo, que su papá era un periodista muy reconocido en la capital, el licenciado Carrillo, a quien nunca conocí. Me sentí emocionada ante la oportunidad de conocer a una tía y una prima famosas.
Una tarde llegó a la casa una rubia platinada, con un peinado alto como un pastel de boda; blanca, alta, espigada; ataviada con pantalones -indumentaria inusual en las mamás yucatecas de aquella época-, venía acompañada de una joven algunos años mayor que yo: Johana, mi prima. Nos contó que estaban en Mérida, ya que la chica saldría en la película que estaba por comenzar a rodarse. Para ello se trasladarían a una hacienda donde transitaría la mayor parte del filme. La trama era acerca de un hacendado y su familia, protagonizada por Ignacio López Tarso y otros actores que nunca había oído mencionar. Johana sería una de las dos hijas del hacendado, la otra sería Tina Romero.
Estaba emocionada, nunca había escuchado cómo se preparaba un rodaje. La tía Ethel le dijo a mi papá que estaban buscando niñas para los pasajes del internado; la locación sería la casona a unos cuantos pasos de mi casa, apenas doblando la esquina, donde se encontraba la escuela Eloísa Patrón de Rosado, que en esos momentos estaba vacía por el período vacacional. La condición para salir era que tenía que dejar que durante la filmación me cortaran el pelo, algo muy preciado para mí desde entonces, ya que nunca lo he tenido corto. No titubeé y dije: «No importa, ya cuando regrese en septiembre a clase les diré a mis compañeras que fue porque salí en una película.» Mi padre fue tajante y dijo: «No, Ethel, mejor no.» No podía explicarme cuál era el motivo: era cerca de mi casa y me iban a pagar, solo estarían niñas, aunque una de las dos mujeres adultas era Ana Luisa Pelufo. Mi papá sabía que el tema de los hacendados tiene pasajes oscuros, como el derecho de pernada y otras situaciones que podían trastocar mi paso de la infancia a la adolescencia que en ese momento iniciaba. Entre los argumentos que recuerdo se mencionó que López Tarso estaría sin camisa, algo que ahora me parece sin sustento, aunque quizá para él era significativo, porque nunca le conocí los pies: Desde que amanecía se vestía como si fuera a salir, aunque no lo hiciera: zapatos de agujetas y calcetines eran obligatorios. Tampoco le conocí las piernas: siempre estaba con pantalón. Por eso pienso que para él fue un argumento válido que un hombre tuviera la espalda descubierta y yo lo viera. El último día del rodaje cerraron las calles aledañas, incluso donde estaba mi casa, ya que la película terminaría con el arribo triunfal por el Arco de San Juan de la tropa a caballo del general Salvador Alvarado, cuya misión era salvar a los indígenas explotados por los hacendados, que terminarían huyendo a Cuba, en espera de mejores tiempos.
Aquellas vacaciones de 1976 fueron distintas. Conviví en varias ocasiones con Johana. Estuve algunos días en el hotel con ella, viéndola ensayar sus diálogos, repitiendo varias veces cómo lo tenía que decir. Cuando se los había aprendido, su mamá la dirigía para darle la fuerza dramática al personaje. Ahí fue cuando me enteré que la tía Ethel no solo había filmado con El Santo, sino también actuó con Pedro Infante, Pedro Armendáriz y otros famosos. Terminó la grabación semanas después, ellas se fueron y nunca las volví a ver. Ahora, cada vez que veo la película recuerdo que pude estar ahí y no sucedió. Nunca platiqué con mi papá del tema, ya que mi vida se enfocó a mi profesión, alejada del Arte. Ahora que escribo, vuelve a tomar relevancia el hecho, pero mi papá ya no vive para preguntarle sus motivos que, sospecho, fueron más que el pelo en pecho de López Tarso.
Al margen de la anécdota personal, esta segunda película, con guion del yucateco Eduardo Luján Urzaiz y dirigida por Julián Pastor, no cuenta con actores de la localidad en los papeles principales, lo que le resta verosimilitud pues no alcanza a transmitir los sentimientos y la mística de la región, lo mismo que sucede en La noche de los mayas.
Ambas películas, con distintas temáticas y matices, se enfocan en la magia y la sexualidad de la cultura, dejando de lado la sabiduría ancestral en gastronomía, herbolaria, arquitectura, astronomía, así como la cosmovisión originaria que ha trascendido a través de las generaciones, sumándola a la modernidad.
Preservar la herencia cultural y enarbolarla no debe interpretarse como cultura tercermundista. Yucatán es un estado moderno, una capital que está en crecimiento constante, a la vanguardia cultural del país. Los pasajes históricos oscuros no son privativos de la entidad. La cultura maya ha trascendido por su importancia, asociándola en automático a los yucatecos, lo que no sucede con otros pueblos originarios y las entidades federativas a la que pertenecen, dando la impresión de que solo en Yucatán hay indígenas. Cuando nos referimos a los sonorenses por ejemplo, no pensamos en la cultura de los mayos o yoremes, ni en la yaqui.
El discurso de las películas expuestas muestra la lente obtusa de los productores. Los hombres blancos son actores de otros lugares; los indígenas son nativos a los que se les usa y abusa, se les sacrifica, engañan, violan y matan. Su vida no vale nada frente al criollo que es inteligente, astuto y que nació para mandar, una casta superior por la gracia divina.
(*) Texto leído en el marco del VI Encuentro Cultural y Literario: “Antigüedades y futuras antigüedades. Saberes y palabras que se quedan”, organizado por la Feria Internacional de la Lectura en Yucatán (FILEY) y UC-Mexicanistas.