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Esencias narrativas

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José Juan Cervera

Uno de los atractivos que ofrece la narrativa literaria es su poder de sugestión, esa fuerza sutil que invita a recorrer las múltiples galerías de la vida, la cual llega a concebirse como un conjunto de experiencias cuyos significados pueden apreciarse con una perspectiva propia que se acerca a visiones ajenas, que a su vez señalan equivalencias y contrastes.

Esta cualidad, compartida con los demás géneros del arte escrito, lleva al lector a reconocer el ascendiente que determinados autores ejercen sobre sus gustos y preferencias, sin que esto niegue la opción de descubrir y disfrutar la variedad de enfoques y estilos que brindan otros cultores de la palabra, porque esta concurrencia diversa favorece el afán de sumergirse reiteradamente en la lectura como acción gratificante.

En la literatura que se produce en Yucatán, el maestro Roldán Peniche Barrera ocupa un lugar eminente gracias a la vastedad y a los elementos cualitativos de su obra, que se expresa en variadas formas, aunque en todas ellas se advierte la presencia de la cultura autóctona como fuente de creación y estudio. Una de las muchas piezas de su bibliografía es la colección de relatos denominada Yum Pol, el escriba de Dios, cuya edición constituyó uno de los títulos conmemorativos que en 1991 auspició el Diario del Sureste al cumplir sesenta años de haber sido fundado.

El libro consta de una clasificación general que distribuye sus textos en dos partes; en la primera de ellas se encuentra lo que el autor designa “la esencia maya”, en la que puede observarse la recreación de hechos históricos y reminiscencias tradicionales, dotados de nuevos matices en la pluma que los trae de vuelta a la vida. Registra el origen de los datos básicos del discurso literario que fluye entre sus líneas, dependiente de crónicas que lo preceden o de versiones orales que lo nutren, pero autónomo en su expresión narrativa.

Describe muertes violentas, como la de un hombre de conocimiento privilegiado que se hace sospechoso de practicar brujería, y la de uno de los caudillos de la insurrección de Valladolid de 1910 que llega a una comunidad de mayas suspicaces. En otros casos trata de venganzas inaplazables, de disputas avivadas por rencores de raíz étnica y de sujetos enigmáticos que se transforman en bestias voladoras. Manifiesta, en efecto, una conexión dinámica con el núcleo vital de este pueblo mesoamericano.

La segunda parte de la obra reúne una secuencia de personajes expuestos con crudeza, no obstante la brevedad de los relatos, heterogéneos en su contenido y cercanos al tiempo en que fueron escritos. En casi todos ellos el autor posa su mirada sarcástica para exhibir las flaquezas que cada uno procura disimular infructuosamente, asumiendo con pretendida seriedad una ocupación de la que resultan ejecutantes grotescos ante un mundo que se ríe de ellos, trátese del poeta improvisado y ripioso, del gacetillero con aspiraciones de historiador respetable, de un remedo de novelista indisciplinado y caótico, o de un editor de escrúpulos ridículos. Como sus vanas tentativas carecen del sólido instrumento de la autocrítica, sus rasgos se acentúan en la contextura patética de la pose que adoptan.

Los otros escritos de esta sección muestran las debilidades de seres abrumados por la maraña de sus hábitos fallidos o satisfechos de sus convenientes astucias. Por su ubicación temporal, sólo uno de ellos escapa de la proximidad cronológica que domina en los demás: el que recupera los infortunios de Wenceslao Moguel, el fusilado de Halachó, que en 1915 sobrevivió penosamente a las balas para convertirse en un personaje de creciente fama.

Todo narrador experimentado sabe que su aptitud para contar historias evade la aplicación mecánica de extensiones que se fijan anticipadamente, que más bien radica en el acto de vislumbrar los signos de la naturaleza humana en aquello que a la vista de otros se antoja trivial y pasajero. La intensidad retenida en vocablos dice mucho más que todas las jactancias estériles.

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