Recordando a Don Francisco Liguori: “Plantar un árbol, escribir un libro, y tener un hijo”
Francisco Ligouri (1917-2003) nació en Orizaba, Veracruz, y murió en la ciudad de México.
Abogado, profesor, poeta, epigramista, ensayista, cronista, se presentaba así mismo:
Yo soy un juglar letrado
letrado pero juglar,
porque me gusta jugar
con el verso bien rimado.
A veces se ha sospechado
que soy de la clerecía,
pero soy de juglaría,
porque con el pueblo estoy:
Con él vengo, con él voy,
y a él le dejo la obra mía.
Me han dicho que soy poeta,
y alguna vez lo he creído,
mas pronto me he convencido
de que otra ha sido mi meta.
El pueblo bien interpreta,
Interpreta mi labor:
Soy cronista rimador,
y decir que soy cronista
es decirme periodista,
y ese es mi orgullo mayor.
Décadas pasadas, en aquella valiente e histórica revista “Siempre” que dirigía el legendario tabasqueño don José Pagés Llergo, cuando leía yo los epigramas de don Francisco Liguori, apareció uno al respecto de aquella conseja de “plantar un árbol, escribir un libro y tener un hijo” como trascendencia de vida.
Un día lo encontré casualmente en un elevador en la ciudad de México. No lo conocía personalmente, pero sí por su retrato pues, junto con sus versos, siempre aparecía su rostro, inconfundible por su proyectada quijada. De inmediato lo abordé, comentándole lo certero de su crítica a los acontecimientos y personajes públicos que hacía a través de sus ingeniosos epigramas, identificándome como uno de sus asiduos lectores. Me respondió que era una forma humorística de hacer periodismo, y que esperaba que su labor contribuyera en algo al mejoramiento de lo que criticaba.
Al hacer referencia a su epigrama de realización en la vida, publicado días antes de mi encuentro con él, rió de buena gana y dijo que allí estaba para el que quisiera entenderlo. Dice así:
Tengo un amigo canijo
que leyó en un libro viejo
aquel antiguo consejo
y lo siguió muy prolijo.
En su propósito fijo,
pensó como buen pendejo:
«seré feliz porque dejo
un libro, un árbol y un hijo».
Pero le salió mal todo,
pues por irónico modo
logró al fin de su jornada
un libro muy aburrido,
un árbol seco y torcido,
y un hijo de la chingada.
D. Francisco Liguori, con sutil humorismo, nos alerta sobre los peligros que existen para lograr trascender. Si es que aceptamos como válida la célebre conseja, será necesario plantar el árbol con la condición de velar su cabal desarrollo, tal y como debemos hacer también con la educación de nuestros hijos para que lleguen a ser ciudadanos ejemplares. No hay que olvidar el refrán: “árbol que crece torcido jamás su tronco endereza…”
Concediendo que logremos sortear dos de los peligros, pues los árboles que plantamos y los hijos que engendramos crecen o han crecido saludables, viene quizá lo más difícil: escribir un libro que no sea aburrido y que por lo menos nuestros parientes y amigos se atrevan a leer de buena gana. Será como embarcarse en un mar de tormentas.
Seguramente tendrán que superarse arduas dificultades: decidir el tema, hacer un plan metodológico y llevarlo a la práctica, investigar, cuidar el lenguaje escrito, horas y horas de arduo trabajo, vencer los miedos, el qué dirán si me atrevo a publicarlo, preguntarme “¿quién se atreverá a patrocinarlo dados los altos costos de una buena edición? ¿El Instituto de Cultura…o, la Secretaría de Educación Pública?” Y la imprenta, la corrección de las pruebas, la portada… Toda una gran aventura.
Pero no hay que confundirnos. Habrá que hacer lo que podamos. Lo más importante será emprender con decisión, constancia, orden y brújula, los proyectos para nuestra propia trascendencia, esos del antiguo consejo, si se quiere y si se puede, pero también otros que son los más importantes, los de la esfera de nuestras competencias, de nuestros ideales y así evitar lo que pasó al personaje del ingenioso epigrama de don Francisco Liguori.
Para solaz de nuestros lectores, dos versos más de nuestro admirado epigramista de antaño:
«Siéntate a la puerta de tu casa y verás pasar el cadáver de tu enemigo»
Alguien el consejo oyó
y, del dintel al abrigo,
la muerte de su enemigo
confiadamente esperó.
Y tanto tiempo pasó
sentado el pobre pendejo
por seguir ese consejo,
que murió de extraño mal,
y fue su propio rival
quien vio pasar el cortejo.
Tampoco se perdonaba Liguori a sí mismo en sus epigramas. Cuando lo hicieron miembro de la Barra de Abogados, comentó a propósito de eso y de sus conocidas aficiones cantineras:
No soy escritor de garra,
ni abogado muy capaz,
mas soy miembro de esta Barra
y asistente a las demás.
César Ramón González Rosado
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