José Juan Cervera
Aunque un libro pierda novedad, puede conservar intacta su frescura si sus ingredientes han sido forjados para desafiar el tiempo. Los años llegan para derribar a su paso ideas laxas, arrastran algún dato aislado y nulifican la imagen cuya esencia expresiva se ausentó desde su asomo primigenio. Si un libro naufraga, otros remontan las aguas turbulentas del cambio de época.
Pese a los valores de amplio alcance que la tradición pone de relieve en la continuidad que marca sus procesos, la lectura es una experiencia subjetiva que traza preferencias y orienta su atención en particularidades del gusto de sectores minoritarios para quienes la variedad es clave en la satisfacción de sus expectativas.
La Ciudad de México es el eje de la vida cultural del país. Concentra en sus atractivos una red de establecimientos dotados de acervos bibliográficos que ofrecen a un público diverso y entendido, selecto y avezado, si bien igual abre sus puertas a quienes sólo rastrean alguna información circunstancial, pero que es factible localizar en impresos moldeados en fraguas remotas.
Las llamadas librerías de viejo acortan la distancia entre el acto creador y las constelaciones que lo envuelven en el tiempo y en el espacio. Honrar sus cualidades en referencias concisas ayuda a ensanchar la conciencia del lugar que ocupan en la renovación de las prácticas intelectuales.
Algo como esto sugiere Mercurio López Casillas en su obra Libreros. Crónica de la compraventa de libros en la Ciudad de México. Ubaldo López Barrientos y sucesores (México, Secretaría de Cultura-Ediciones Acapulco, 2016). El oficio de librero, sobre todo si atiende aquellos materiales llamados también de segunda mano, exige más aptitudes que las de un simple comerciante de objetos inertes. De ellos emana un hálito secreto que brota en el pensamiento para desembocar en sensibilidades afines y sutiles. Ubaldo López Barrientos enarboló esta convicción hacia 1947, al incursionar en el negocio de manera independiente en expendios callejeros, después de trabajar durante dos años en un local que administró uno de sus parientes políticos. Desde entonces dio los pasos justos para fundar sus propias librerías y para inculcar en sus hijos el respeto por la palabra impresa.
Resulta así que el autor es uno de los continuadores del linaje librero instaurado por su padre, el cual se extiende a tres generaciones y ha sentado presencia en varios rumbos de la urbe capitalina. Es por ello que la obra da noticia de la transformación de la ciudad, especialmente de las calles donde se ubican las librerías de la familia López Casillas y de sus descendientes.
En estos espacios surtidos de piezas antiguas y de ocasión es llamativa la nomenclatura con que fueron designados; con ingenio y buen gusto alude a obras, pasajes y figuras de la literatura universal y mexicana, incluso a materias como la ciencia política, la antropología y las creencias mitológicas.
Los capítulos inician con comentarios de escritores de probada bibliofilia. Por ejemplo, Luigi Amara equipara a los libros con aves migratorias porque muchas veces alzan el vuelo antes de que las manos puedan posarse en ellos. Coincide con Fernando Fernández, quien asegura: “Nada peor que dejar un libro para otro día, porque es posible que jamás se vuelva a ver.” Lo ideal es que quien lo adquiera lo haga dándole el trato digno que cada uno merece. Los libreros de viejo, haciendo valer su noble oficio, propician este itinerario que con fortuna se enfila a las estancias profundas del ser.