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Arquitecturas de lo invisible – V

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V

SUCURSALES DEL CIELO

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Kanasín tiene algo poderoso. No es el pueblo en sí mismo, sino una especie de magia cálida y entrañable que envuelve lo que ahí habita. De niña pensaba en el nombre Ka–na–sín y le atribuía ciertas implicaciones diabólicas pues, según yo, era como el nombre distendido del Kisín (diablo, en maya). Aunque mis fantasías y fobias desde hace años llevan acendrada esa duda, nunca me molesté en comprobar la veracidad de mi teoría. La atracción del lugar también se relaciona con aquella frase repetida por mi padre, no sin un enorme orgullo, en cada llegada al pueblo: “¡Kanasín! Tierra de Dios y María Santísima, capital del mundo y sucursal del cielo. Tres puñaladas por un dólar. Donde las mujeres prefieren morir vírgenes que parir hijos pendejos…” La celebérrima sentencia iba acompañada de una transformación de mi padre en una suerte de reina de la primavera que atravesaba el pueblo desde un carro privilegiado y a cada momento elevaba las palmas saludando con cordialidad a la comitiva invariablemente apostada en sus albarradas a nuestra llegada.

Cada periodo de vacaciones, el ritual de ingreso a Kanasín se repetía y el mantra de “Tierra de Dios y María Santísima…” venía a ampararnos de principio a fin. Pronto me familiaricé con las dinámicas del pueblo y sus respectivos misterios; entendí que no era a nosotros a quien esperaban a la puerta de sus casas, sino que es costumbre estar ahí tomando el fresco y mirando quién pasa. El entretenimiento de los días sin escuela se reducía a los juegos improvisados a la sombra de una mata de huaya, a los domingos de iglesia y helados y, eventualmente, a las corridas de toros o las ferias. Lo más intrigante eran las salidas nocturnas y la cotidiana invitación de mi prima:

–¿Sales al parque a dar vueltas?

Al principio, imaginaba el parque del pueblo modificado por la visita de alguna feria ambulante y sus juegos mecánicos. Pensaba en la rueda de la fortuna, las tazas, el remolino chino, esa circularidad rápida que eleva la adrenalina y a veces incita a las náuseas, pero que sin embargo asumimos dentro de un concepto particular de diversión. Siempre dije sí a la invitación de mi prima y nunca llegó la intrepidez de los juegos mecánicos. Dar vueltas era, literalmente, dar vueltas incontables, incongruentes, sin objetivo, al parque, a la estatua de Nachi Cocom erigida en el centro del pueblo, y consumir la noche cíclicamente hasta la hora de volver a casa. Cada regreso era frustración, pero también la esperanza de intentarlo a la noche siguiente y darle una oportunidad a la vida de hacer aparecer la emoción en cada giro.

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Van en grupos, como grandes amigos intercambiando secretos, pactando los encuentros del día. Antes de salir de casa jugaron el juego de la reconciliación: mediar, ceder, asumir responsabilidades sabiendo que habrían de postergarlas. Resistieron estoicamente las críticas a su ropa, cabellos, actitud. La respuesta fue siempre “Sí”: estarían de vuelta a la hora señalada, mejorarían las calificaciones, se olvidarían de esas amistades… Mintieron todas las veces, con una sonrisa interior llena de soberbia. Al cerrar la puerta, dejaron tras de ella todos los regaños y advertencias; guardaron en sus bolsillos los billetes que a pesar de todo no han dejado de llegar puntuales a sus manos, y marcaron el número de siempre, el de la complicidad y el de la relación que empieza.

Ahí llegan en grupo, con sus pantalones negros o de mezclilla oscura. Sus camisetas casuales de marca, estampadas con garabatos ilegibles, y sus cabellos largos sobre la frente. A veces se acomodan el flequillo, dejando escapar una mirada indiferente al sentirse observados e incomprendidos. Sus voces se modifican en cada palabra e intentan engolarlas, llenarlas de virilidad añadiendo un masculino “caón” al final de cada frase. Más allá de la camaradería, esperan también la llegada de ellas, los pretextos para tocarlas aunque sea toscamente, fingiendo juegos torpes. Esperan también sus señales y sus risas delatoras, ésas que implican sin lugar a dudas una atracción hacia ellos y la disposición de dejarse abrazar y quizás, al final de la noche, muchas cosas más.

Dan la primera vuelta así, sin mirar los aparadores, concentrados en sus pasos, en esa algarabía discreta, planeando e imaginando la fantasía de ser todos unos hombres, aunque nadie lo crea. Fuera de ella, lo saben, nada existe.

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Entré por primera vez a un centro comercial cuando tenía ocho años. Estábamos de visita en Estados Unidos y las cosas de aquel país, en general, se me presentaban en exceso iluminadas, como un paisaje estruendoso incapaz de admitir silencio o monocromía. Mis ojos niños se detenían en todo sin poder aprehender nada. Repasaba los aparadores y me dejaba sorprender con cada juguete nunca antes visto, con sus trucos electrónicos y sus destellos fosforescentes. Caminaba hasta el cansancio sin poder abarcar la infinidad de tiendas, pasillos, ruidos y gentes con nuevos colores de piel, rasgos, acentos y modalidades distintas del inglés. Me llené, no tanto de emoción, sino de un extraño desasosiego del que tardé en despojarme. Me sentí diminuta, limitada, incapaz de hacerme una imagen mesurable de ese paraíso artificial tantos meses añorado. Busqué refugio en la adquisición de algo, cualquier cosa, para ver si podía conservar al menos una parte pequeñita, concreta, de esa avalancha; pero el presupuesto era limitado y como respuesta tuve un rotundo “no”. Éramos, como diría Monsi, la Gran Familia Mexicana in the States….

Mi asidero imaginario tomó forma de dulcería. A mi paladar acudieron todos los sabores sugeridos desde una de aquellas vitrinas azucaradas. Mi lengua derretía confites, saboreaba chocolates, aplastaba malvaviscos. Me sentía feliz, engordando en mi mente cual globo que se eleva al cielo conforme va incorporando a su interior dulces, panes, helados, frapés, galletas, bombones, gomitas, gelatinas, paletas, caramelos… Descendí abruptamente al entrar a una arcadia. El golpe fue seco y definitivo. Miré cómo jugaban los otros chicos, en su mayoría rubios y de ojos claros, advertí un dejo de desprecio en sus miradas, pero me fue más poderosa la impresión de aquellas máquinas y sus respectivas dinámicas de juego, los tickets emanando de una pequeña rendija, los sonidos de caricatura y esa emoción adictiva de no parar de jugar. El día ahí se consumió demasiado rápido, pero la experiencia completa se me quedó grabada como una especie de caleidoscopio mareador, idéntico a la forma cómo se mira el mundo al descender de un Roller Coaster.

Once años después regresé a la misma ciudad, en el mismo condado del mismo país, pero a una casa distinta y a otros muchos centros comerciales todos idénticos. Había abandonado la devoción por los dulces y adoptado el fetichismo de los zapatos y las blusas. No volví a pensar en mi transformación en un globo de azúcar, ni en la envidia por no poder jugar en las máquinas. En esta nueva visita, cada ida al centro comercial se caracterizó por un encanto diferente. Ahora las fantasías tomaban como pretexto los aromas a nuevo, a piel sintética y a esencias corporales. La repetición de tiendas, marcas y modas, ofrecidas a mí en otro idioma y revestidas de una radiante frivolidad, conformaron un ensueño irresistible. Me llené de modelos y etiquetas, texturas y máscaras para ocultar por un par de años el verdadero sentido de mis pasos. Aún conservo algunos de los tesoros adquiridos en ese entonces, son una especie de rememoración del paso del tiempo y sus estragos, así como de los paraísos efímeros que tendemos a fabricar cuando carecemos de certezas.

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Llegan ellas meneándose en vaivén, rompiendo con la verticalidad hierática de los demás paseantes. Todo el poder cabe en sus cuerpos, aunque son esbeltísimas y sus senos apenas se pronuncian, pequeños e indiferentes. Caminan en grupo, diciéndose cosas al oído, riendo ya con una mano en la boca, ya soltando la carcajada estruendosa que hace temblar los ventanales del mall. Se saben observadas, porque es lo más natural del mundo reparar en su belleza y gracia. Al igual que ellos, se vieron obligadas a mediar y ceder, aunque con otras estrategias. Saben del poder de seducción de una sonrisa suplicante, del girar suavemente sus cabellos entre los dedos, del besar y abrazar con euforia y fingida espontaneidad a sus padres. Se saben irresistibles cuando la voz aniñada pide de rodillas el permiso y el perdón. Detrás de la puerta también quedan las promesas por romper. Los labios delgados se iluminan con gloss, los ojos se delinean de negro, las faldas se encogen, los pantalones se adhieren a la piel.

Dan la primera vuelta sumergidas en las últimas noticias de la escuela, en los nuevos noviazgos, rupturas, reconciliaciones. Se encienden los ojos con un encanto sutil mientras sus manos revolotean entre las palabras desbordadas y llenas de incontables “¿ya sabes?”, “weyes” y “no mames”. Ellas esquivan las familias, las carriolas y los niños; se detienen a veces a mirar las parejas que aprenden a patinar en la pista de hielo, o las que charlan aisladas del mundo en el café, las que discuten a la puerta de la tienda de ropa, pero francamente no les interesan: son sólo una imagen lejana de lo que ellas nunca serán.

Todo ha sido planeado de antemano, pero tanto ellos como ellas fingen sorpresa ante el encuentro casual. Besos, abrazos, sonrisas, coqueterías y comentarios triviales se concentran en una nube espesa que los dispone por parejas de un momento a otro. Cualquier pretexto se vuelve válido y poderoso para tomarse de las manos, mirarse a los ojos fugazmente o pasar el brazo por encima de los hombros. El abrazo se hace todavía más estrecho cuando comparten audífonos y la música marca el mismo ritmo de lo que juntos son. El centro comercial con sus ruidos y sus movimientos los oculta de ojos ajenos y miradas de prejuicio. Se detienen en la tienda de música, se dedican canciones, escuchan los nuevos singles, se prometen veladamente recordarlo todo. En el área de restaurantes ocupan varias mesas, quizás compartan frapuchinos, helados o coca colas; quizás sólo se sienten a bromear y pasar el rato en esa pretendida libertad de hacer lo que quieran, de estar sin los ojos vigilantes de la casa o la escuela. Deciden entrar al cine con una emoción que no es prudente demostrar. En la última fila la oscuridad es propicia para jugar a seducirse y pretender que nada ha pasado cuando los créditos desfilan de abajo hacia arriba en la pantalla y las luces los sorprenden con los rostros enrojecidos.

Los ánimos afloran cuando la noche se ha impuesto ya detrás de los ventanales. La cena es rápida y no importa. Las familias y parejas estables, con sus niños y sus carriolas, les han ido cediendo los espacios para estar ahí, como en el hogar que ninguno de ellos tiene, con toda la permisividad para hablar y decir lo que quieran. Una vez legitimada la conquista de ese espacio, lo que importa son los planes para la noche, la ida al antro, la planeación del soborno a los cadeneros, el maquillaje exagerado de ellas, la habilidad de ellos para tratar la situación de hombre a hombre. Al final, terminarán entrando, bebiendo, resolviendo todos los pendientes interrumpidos por los créditos de la película. Por lo pronto, hay que esperar, consumir cíclicamente el tiempo con un falso interés por los accesorios y la ropa ante los que ellas se detienen, por los videojuegos que a ellos atraen. También es necesario lanzar indirectas, poner énfasis en la cercanía de la Navidad, en cuánto se desea esa blusa, esa almohada que dice TKyErO y sería prueba fidedigna de que en verdad nuestro amor sabe a chocolate. Cada vuelta a la pista de patinaje es encender las expectativas, contraste entre hielo y fuego necesario para darle una oportunidad a la noche de hacer aparecer los giros vertiginosos del amor.

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Las vueltas al parque de Kanasín sólo tuvieron sentido cuando en mi prima y yo surgió el interés repentino por un par de chicos. Nada teníamos que exigirle al remolino chino ni a la rueda de la fortuna, el vértigo y la revoltura de estómago llegaban puntuales con sólo poner un pie fuera de casa y dirigir los pasos hacia el parque. La complicidad de Nachi Cocom nos acompañó cada día, en cada vuelta. Nos sentíamos tontas al pasar por cuarta o quinta vez por el mismo sitio y encontrarnos llenas de su ausencia. Recordábamos cómo Chichí nos contaba de aquellos cortejos de antaño en que ellas caminaban alrededor del parque en un sentido y sus enamorados en sentido opuesto, de tal modo que al cruzarse intercambiaran miradas, gestos y quizás algún pañuelo o carta. Mi prima y yo nos visualizábamos entonces como en una película a blanco y negro en la que ellos eran los protagonistas y nunca se enteraron. Nuestra felicidad se conformaba con la náusea del amor platónico girando y girando hasta la media noche.

Después de entender el sentido de esas vueltas, cambié el panorama del pueblo por el de la ciudad y sus múltiples centros cerrados, con aire acondicionado, vitrinas, cafés, heladerías, restaurantes y posibilidades de repasarlas una y otra vez, tal como mi prima y yo hicimos durante tantos años. Pronto olvidé la figura de Nachi Cocom, había dejado de ser necesaria para las miradas de ida y vuelta y nunca fue gran confidente. Los años me dijeron que ese no era el único punto de referencia para acceder a la vertiginosidad de girar en espera de otro. Finalmente entendí que, más allá de Kanasín, los dulces, las máquinas, las blusas, los zapatos y los platónicos amantes, las sucursales del cielo se encuentran bastante lejanas a las franquicias de fácil adquisición.

Karla Marrufo

Continuará la próxima semana…

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