VIII
PRIMER VIAJE A YUCATÁN
(1839)
Continuación…
“Su tercera expedición se verificó bajo las órdenes de Cortés y en ésta, su respeto a la verdad y la fe que merece el escritor se muestran felizmente en la lucha que sostuvo entre sus sentimientos religiosos y la evidencia de sus sentidos, según aparece en su comentario sobre el relato que hace Gomara de esa primera batalla. «En el relato de esta acción, dice Gomara que antes de llegar el cuerpo principal bajo las órdenes de Cortés, Francisco de Morla apareció en el campo en un caballo tordillo, y que era uno de los santos apóstoles, San Pedro o Santiago, disfrazado bajo su persona. Yo digo que todos nuestros trabajos y victorias han sido guiados por la mano de Nuestro Señor Jesucristo, y que en esta batalla había tal número de enemigos para cada uno de nosotros, que con sólo tomar un puñado de polvo nos habrían enterrado, si no hubiese sido por la gran misericordia de Dios que nos ayudó en toda esta pelea. Tal vez lo que dice Gomara sea la verdad y que a mí, pecador como lo soy, no me se haya permitido verlo. Lo que yo vi fue a Francisco de Morla en un caballo castaño caminando en compañía de Cortés y de todos los demás. Pero aunque yo, tan indigno y grande pecador como soy, no haya podido ver a ninguno de los santos apóstoles, había presentes más de 400 de nosotros. Que se les tome declaración: que se averigüe también como sucedió, cuando se fundó una villa en aquel paraje, que no se hubiese nombrado a ninguno de estos santos apóstoles llamándola Santiago de la Victoria o San Pedro de la Victoria, así como se llamó Santa María, y no se erigió y dedicó una iglesia a alguno de estos santos. Muy malos cristianos seríamos sin duda, según el relato de Gomara, supuesto que cuando Dios nos ha enviado sus apóstoles para lidiar a nuestra cabeza, no le hemos mostrado todos los días nuestro reconocimiento dándole infinitas gracias por tan gran misericordia».
«En su tránsito para México llegaron a Cempoala, y a la entrada dice el historiador lo que sigue: «Quedamos sorprendidos de la belleza de los edificios. Habiendo avanzado nuestra vanguardia hasta la gran plaza, cuyos edificios habían sido recientemente blanqueados y revocados, en cuyo arte era muy inteligente aquel pueblo. Uno de nuestros soldados de caballería se encontró tan deslumbrado con la apariencia que tenían por los rayos del sol, que retrocedió, a rienda suelta, hacia Cortés para decirle, que las paredes de las casas eran de plata».
«Indignado Cortés de la abominable costumbre de los sacrificios humanos, determinó suprimir por la fuerza el culto idolátrico y destruir los falsos dioses. Los jefes del pueblo ordenaron a éste que se armase en defensa de sus templos; «pero cuando vieron que nos disponíamos a subir el gran tramo de escalones, dijeron que ellos no podían defenderse a sí mismos; y apenas hubieron dicho esto cuando 50 de nosotros, subiendo con aquel objeto, echamos abajo e hicimos pedazos los enormes ídolos que hallamos en el templo». Cortés dispuso entonces que cierto número de «albañiles indios se reuniesen, y con la cal que abundaba en aquel sitio se limpiasen de las paredes las manchas de sangre y se revocasen de nuevo».
«Al aproximarse al territorio de México, continúa así el escritor: «Las apariencias demostraban que habíamos entrado en un país nuevo, porque los templos eran muy elevados, y juntamente con las casas de azotea y las del cacique, que estaban blanqueadas y revocadas, todo parecía muy bien y parecido a algunas de nuestras ciudades en España».
«Más adelante dice: «Llegamos a una especie de fortificación construida de cal y canto, de una naturaleza tan recia que sólo los instrumentos de hierro le habrían hecho mella. El pueblo nos informó que había sido construida por los tlaxcaltecas, en cuyo territorio se hallaba, como una defensa contra las incursiones de los mexicanos».
“En Tehuancingo, después de una sangrienta batalla en que los indios se retiraron abandonando el campo de batalla a los españoles, que con la fatiga no pudieron perseguir al enemigo, añade el escritor: «Al punto en que nos vimos libres de ellos, dimos infinitas gracias a Dios por su misericordia, y entrando en un fuerte y espacioso templo, curamos nuestras heridas con empella de indios».
«Llegados a Cholula, «Cortés envió inmediatamente algunos soldados a un gran templo próximo a nuestros cuarteles, con orden de traer con el menor ruido posible a dos sacerdotes». Lograron el objeto; y uno de los sacerdotes era una persona de rango y autoridad sobre todos los templos de la ciudad. Dice todavía más: «Dentro de las altas cercas de los atrios en que estábamos acuartelados». Y más adelante dice, «que la ciudad de Cholula se parecía mucho a la de Valladolid; que tenía en aquel tiempo sobre cien torres blancas elevadas, que eran los templos de sus ídolos. El templo principal era más elevado que el de México, y cada uno de estos edificios estaba situado en un espacioso atrio.
«Al aproximarse a la ciudad de México exhala todo su entusiasmo. «Con nada, dice, podemos comparar aquellas encantadoras escenas, sino con las que hemos leído en Amadís de Gaula, por las grandes torres, templos y otros edificios de cal y canto que parecían levantarse del seno de las aguas».
«Fuimos recibidos por los grandes señores del país, deudos de Moctezuma, quienes nos condujeron a nuestros alojamientos, en palacios magníficamente construidos de piedra, cuya techumbre era de cedro, con espaciosos patios y habitaciones adornadas de las más finas colgaduras de algodón. Todo estaba adornado de obras de arte pintadas, y admirablemente renovadas y blanqueadas, haciéndolo todo más delicioso la muchedumbre de pájaros».
«El palacio en que nos alojamos era muy amplio, ventilado, limpio y agradable, quedando su entrada a un gran patio».
«En su primera entrevista con Cortés, Moctezuma le dice: «Yo sé que los tlaxcaltecas os han dicho que yo soy semejante a un Dios, y que cuanto me rodea es de oro, plata y piedras preciosas; pero ya veis ahora que no soy más que carne y sangre, y que mis casas son fabricadas como las demás casas, de cal, piedra y maderas».
«En la gran plaza quedamos admirados de la muchedumbre del pueblo, de la regularidad que reinaba y de la inmensa cantidad de mercancías. Desde la plaza nos dirigimos al gran templo; pero antes de entrar hicimos un circuito por unos amplios atrios, el menor de los cuales nos pareció más espacioso que la gran plaza de Salamanca, con dobles cercas fabricadas de cal y canto, y pavimentados de piedras blancas labradas, y en donde no, se hallaban revocados y pulimentados. La subida al gran templo se hacía por ciento catorce escalones. Desde la plataforma, en la cima del templo, tomando Moctezuma de la mano a Cortés, le designó los diferentes puntos de la ciudad y su comarca, todo lo cual podía contemplarse desde aquel sitio. También observamos los templos y adoratorios de las ciudades vecinas, construidos en forma de torres y fortalezas, y otros sobre las calzadas, blanqueados todos y admirablemente brillantes».
«El rumor y bullicio del mercado podía oírse a distancia de una legua, y los que habían estado, en Roma y Constantinopla solían decir, que en cuanto a conveniencia, regularidad y población, no habían visto una cosa semejante».
«Dice también que «durante el sitio estuvieron alojados en un elevado templo», que marcharon sobre las gradas del templo; que algunos elevados templos fueron batidos con la artillería: que Diego Velázquez y Salvatierra se hallaban apostados en unos elevados templos. Habla igualmente de brechas, practicadas en las murallas, y de piedras labradas tomadas de los edificios y de los terrados.
«Al llegar al gran templo, instantáneamente se vio éste invadido por más de cuatro mil indios, que por mucho tiempo les embarazaron la subida. «Aunque varias veces intentó cargar la caballería los pavimentos empedrados de los patios estaban tan lisos, que los caballos resbalaban y caían. Su muchedumbre era tal, que ni podíamos aterrarlos, ni salvar los escalones. Al fin logramos abrirnos paso y subir. En esta circunstancia mostró Cortés qué clase de hombre era. ¡Qué combate tan desesperado tuvimos entonces! Todos nosotros estábamos cubiertos de sangre».
«Hiciéronnos bajar seis, o tal vez diez escalones; mientras que otros que se hallaban en las galerías o en los lados y concavidades del gran templo nos lanzaron tal nube de dardos, que ya no pudimos conservar el terreno. Comenzamos la retirada, estando todos heridos y dejando cuarenta y seis de los nuestros muertos en el puesto. Yo he visto a menudo representado este combate en las pinturas de los nativos, así mexicanos como tlaxcaltecas, y también nuestra subida al gran templo».
Habla asimismo de su llegada a un pueblo y de «haberse acuartelado en un fuerte templo», «de haber sido asaltados en sus puestos en los templos y cercas bien amuralladas».
«En Tezcuco «nos acuartelamos en algunos edificios que consistían en espaciosos salones y patios amurallados. Alvarado, Olid y algunos otros soldados, de los cuales era yo uno, subimos a la cúspide de un gran templo el cual era muy elevado, con objeto de saber lo que sucedía en la comarca».
«Seguimos a otro pueblo llamado Terrayuco, que nosotros llamamos pueblo de las serpientes, por las enormes figuras de estos animales que hallamos en sus templos, a las cuales daban culto como a dioses».
«En este jardín, dice después, se alojó nuestra fuerza toda durante la noche. Ciertamente que yo no había visto una cosa de semejante magnificencia; y Cortés y el tesorero Alderete, después de haberlo paseado y examinado, declararon que era admirable e igual a algunos que habían visto en Castilla».
«Cruzamos el agua, llevándola hasta el cuello, por el pasaje que nos habían dejado abierto, y los seguimos hasta salir a un sitio en que había grandes templos y torres de ídolos».
«Como Cortés se alojaba a la sazón en Coyoacán, en unos edificios amplios de paredes blanqueadas, muy a propósito para borronear en ellas, todas las mañanas aparecían pasquines contra él en prosa y verso. Sólo me acuerdo de las palabras de uno, que decía:
«Que triste está el alma mea
Hasta que la parte vea.»
«Aludiendo con eso a la parte que podía corresponder en el botín saqueado, que aún no se había distribuido entre los partícipes».
«Cuando nuestra partida llegó a Tustepeque, me alojé en la cima de una torre de un templo muy elevado, en parte por el fresco y poder evitar los mosquitos que abajo molestaban mucho, y en parte por estar cerca de los cuarteles de Sandoval». «Seguimos nuestro camino a la ciudad de Chiapas, en la misma provincia de Palenque; y bien podía ser llamada ciudad por la regularidad de sus calles y casas. Contenía no menos de cuatro mil familias, sin contar con la población de muchos pueblos dependientes en su comarca. Encontramos todas las fuerzas de Chiapas ordenadas para recibirnos. Las tropas estaban adornadas de plumas».
«A nuestra llegada encontramos los edificios tan apiñados, que no pudimos ocuparlos con toda seguridad, por lo que acampamos al raso. En sus templos encontramos ídolos de una figura horrible»(1).
«Ahora bien, debe tenerse presente que Bernal Díaz del Castillo escribió para justificarse a sí mismo y a otros verdaderos conquistadores, sus compañeros de armas, cuya fama había sido obscurecida por otros historiadores, que no fueron actores ni testigos oculares en las escenas que refieren; que es puramente incidental cuanto dice respecto de los edificios; y que a buen seguro, que él no esperó ser citado jamás como una autoridad en lo relativo a las antigüedades del país. La más insignificante escaramuza con los indígenas le llegaba más al corazón, que todos los edificios de cal y canto que vio; y precisamente por eso es más apreciable su testimonio, dado en un tiempo en que existían muchas personas que podían contradecirlo, si lo hubiesen encontrado falso o incorrecto. Su verdadera historia jamás fue contradicha; al contrario, si bien su estilo se tuvo por rudo y poco elegante, su fidelidad y veracidad han sido reconocidos por todos los historiadores contemporáneos y posteriores. A mi modo de entender, merece tanta fe como cualquiera obra de viajes en un país, a cuyo través se haya abierto paso: presenta las bruscas e imperfectas observaciones de un soldado poco literato, cuya espada se encontraba raras veces dentro de la vaina, rodeado de peligros, atacado, retirándose cubierto de heridas o huyendo, y con el espíritu constantemente ocupado en asuntos de más urgente atención.
«No es posible que deje de chocar al lector la semejanza general entre los objetos descritos por Bernal Díaz y las escenas referidas en las páginas de este libro. Su relato presenta a mi espíritu una pintura viva de las ciudades arruinadas que he visitado, tales cuales se hallaban en otro tiempo, con edificios de cal y canto, adornos pintados, esculpidos o revocados: con ídolos, atrios, fuertes murallas, elevados templos y empinadas escalinatas.
«Pero si eso no fuese suficiente, todavía puedo presentar un apoyo más fuerte. Después del sitio y segunda entrada de los españoles en México, se consumó en todos los edificios y monumentos de la ciudad la destrucción más bárbara e impía. No quedaron ejemplares de las artes mexicanas; pero en el año de 1790, descubriéronse y se sacaron a luz de entre las ruinas del gran Teocalli en la plaza de México, dos estatuas y una piedra plana con signos y caracteres esculpidos referentes al antiguo calendario azteca. Las estatuas excitaron un vivo interés entre los indios mexicanos, en términos que los clérigos temerosos de que aquéllos reincidiesen en la idolatría, y para destruir todos los recuerdos de sus antiguos ritos, las hicieron enterrar en el patio del convento de San Francisco. El calendario se colocó en la pared exterior de la catedral, en un lugar bastante visible, y hasta hoy se encuentra allí. En el centro, formando el principal objeto de este calendario, se ve una máscara, reproducida en la obra del Barón de Humboldt, con una semejanza en uno de sus caracteres tan notable con la máscara de que se ha hecho referencia en otra parte de este libro, que no puede menos de sugerir la idea de que ambos objetos han tenido el mismo destino. Hay algunas diferencias palpables; pero tal vez la expresión de los ojos se ha cambiado o mejorado en el dibujo que se publicó; y sea lo que fuese, en ambas el rasgo más notable es el de la lengua colgando fuera de la boca. El calendario está en bajorrelieve, y yo sé por informe de un caballero que lo ha visto, que la escultura es buena.
«Finalmente, entre las pinturas jeroglíficas que se libraron de la fanática destrucción de los frailes, existen actualmente ciertos manuscritos mexicanos que se conservan en las bibliotecas de Dresden y Viena, y se han publicado en las obras del Barón de Humboldt y del Lord Kingsborough. Después de un examen diligente, hemos venido a concluir que sus caracteres son enteramente idénticos a los que hemos hallado en los monumentos de Copán y el Palenque. Hecha la debida comparación, hay por cierto una u otra diferencia en los grabados que yo publico del altar de Copán y el monumento jeroglífico publicado por Mr. de Humboldt; pero debe tenerse presente que los primeros están tallados en piedra, mientras que los últimos se hallan escritos en papel hecho del agave mexicano (maguey). Por eso probablemente carecen aquéllos de cierta regularidad y fuerza; pero es imposible que, en el conjunto, el lector deje de conocer la identidad; y esta identidad no puede ser meramente accidental. Debe, pues, inferirse que los aztecas o mexicanos usaban de la misma lengua escrita, que los pueblos de Copán y el Palenque.
«He expuesto muy brevemente nuestro modo de sentir sobre el objeto de estas ruinas, sin pretender en manera alguna controvertir las opiniones y teorías de los demás. Tal vez esta opinión mía es enteramente nueva y singular; pero yo repito, que no hay necesidad de retroceder hasta ningún pueblo del Antiguo Mundo, para buscar quiénes fuesen los edificadores de estas ciudades del Nuevo; que ellas no son obra de un pueblo que se ha extinguido y cuya historia está perdida; sino que hay muy poderosas razones para creer que son creaciones, por decirlo así, de las mismas razas que habitaban el país al tiempo de la conquista española, o de algunos de sus progenitores no remotos. Debo hacer notar, que emprendimos nuestras exploraciones sin haber abrazado ni pretendido sostener teoría ninguna: nuestros sentimientos se inclinaban a dar a esos monumentos una remota y venerable antigüedad. Durante la mayor parte de nuestro viaje hemos vagado en perfectas tinieblas, entre la duda y la incertidumbre, y, no fue sino después de haber llegado a las ruinas de Uxmal, cuando formamos la opinión de su poca antigüedad comparativa. Algunas son, sin duda, más antiguas que las otras: unas estaban notoriamente habitadas al tiempo de la conquista de los españoles, mientras que las otras, tal vez ya estaban antes en ruina cabal, y hay puntos de diferencia que aún no pueden ser perfectamente explanados. Pero respecto de Uxmal, a lo menos, estamos persuadidos que era una ciudad existente y habitada en la época de la invasión española, pudiendo fácilmente explicarse su desolación y ruina, desde entonces. A la llegada de los españoles desmoronóse el cetro de los indios. En la ciudad de México todas las casas fueron arrasadas; y es indudable que por todo el país todas las plazas y fortalezas fueron destruidas, dispersas las comunidades, derribados los templos, los ídolos quemados, convertidos en ruinas los palacios de los caciques, éstos esclavizados; y por los mismos medios de bárbara política, que desde tiempo inmemorial ha empleado el conquistador en un país conquistado, todos los recuerdos de sus mayores o de su independencia perdida quedarían destruidos, o hechos odiosos a su propia vista. Y aún sin esto, tenemos relatos auténticos de grandes calamidades, que de tiempo en tiempo han despoblado y desolado la península de Yucatán.
«Acaso disminuye mucho el interés que inspiran estas ruinas el asignarles un origen comparativamente moderno; pero nosotros vivimos en un siglo cuyo espíritu es disipar fantasmas y llegar a alcanzar la verdad; y mientras que el interés se pierda en un respecto, se suple en otro apenas inferior. Porque en efecto, mientras más cerca nos encontremos de los que construyeron estas ciudades, mayor es la probabilidad de conocerlos. Por todo el país hay conventos ricos en manuscritos y documentos trazados por los primeros frailes, y por los caciques e indios que aprendieron a escribir y hablar la lengua española. Jamás han sido examinados estos manuscritos con referencia a ese objeto, y yo no puedo menos de pensar, que en la librería de algún convento vecino exista sobre él uno u otro documento precioso, capaz de determinar la historia de estas ciudades arruinadas. Además, yo estoy persuadido que ha de venir el día en que puedan leerse los jeroglíficos actuales. Nunca han fijado éstos una curiosidad tenaz, ni jamás se han detenido en su examen ni el vigor, ni la agudeza del entendimiento, ni la ciencia, ni la ilustración. Por muchos siglos los jeroglíficos de Egipto han sido inescrutables, y aunque tal vez no sea en nuestros tiempos, estoy persuadido que se ha descubierto una clave segura en la piedra de Rosetta. Si apenas han pasado tres centurias desde que alguna de esas ciudades desconocidas estuvo habitada, entonces la raza de los habitantes no está extinguida: sus descendientes se encuentran aún en esa región, dispersos tal vez, y retirados lo mismo que nuestros indios en las florestas en que jamás ha penetrado el hombre blanco; pero no perdidos, viviendo a la manera de sus padres, erigiendo los mismos edificios de cal y canto, con adornos de escultura y yeso, con amplios atrios y elevadas torres, con grandes escalinatas, esculpiendo aún sobre láminas de madera los mismos jeroglíficos misteriosos; y si en consideración a que yo no me he entregado con frecuencia a conjeturas especulativas, el lector quisiese seguirme en los vuelos de mi imaginación, yo le llevaré entonces hasta aquellas vastas y desconocidas regiones, no cruzadas todavía por un solo camino, en donde la fantasía dibuja aquella ciudad misteriosa, vista desde la cima de las cordilleras, y habitada por gentes aun no conquistadas y desconocidas.
«En fin, yo no sé qué empresa sería mayor y más interesante, si la de penetrar en esta misteriosa ciudad para descifrar sus jeroglíficos, o emprender el examen de los manuscritos que en tres siglos se han acumulado en las bibliotecas de los conventos (2).
John L. Stephens
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(1) No teniendo a la mano la obra de Bernal Díaz, ha sido preciso traducir del texto inglés los pasajes citados por Mr. Stephens. Por lo demás, no necesitaba el autor de ese lujo de citas, para buscar un hecho que sirva de fundamento a su nueva teoría, pues no hay historiador que no diga y refiera ese mismo hecho, que es incontestable.
(2) Tal es la nueva teoría propuesta por Mr. Stephens. En las diversas notas que sobre este punto van al calce de la obra, podrá verse cuán débiles son los fundamentos de esta opinión, y cuán erróneos los hechos que se citan para apoyarla. Al menos, en lo relativo a la antigüedad de las ruinas de Uxmal, hay mejores datos que los presentados por el autor, para creer lo contrario de lo que asienta.
Continuará la próxima semana….