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Cuando el temblor…

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César Ramón González Rosado

Entonces el Rector me dijo que era necesario, para la extensión de la Universidad, trasladar mis actividades docentes a un nuevo edificio en el centro de la ciudad.

Era una construcción moderna, confortable, por allá por San Antonio Abad, en la ciudad de México, por el rumbo en el que existen aún talleres de costureras, en una zona de gran actividad obrera para la maquila de ropa.

No era precisamente un lugar apropiado para establecer carreras profesionales. La decisión obedecía a la necesidad estratégica de facilitar estudios universitarios a las obreras y los obreros de esa industria, cursos presenciales los sábados, de acuerdo a los tiempos de los alumnos trabajadores.

Sin embargo el edificio, adaptado con aulas confortables para la enseñanza, no era nuevo, había sido reconstruido para funciones docentes. Se aprovechó lo que se pudo sobre las ruinas ocasionadas por el derrumbe cuando el temblor de 1985, que sepultó entre los escombros a docenas de trabajadoras de la confección de prendas de vestir.

Anita, obrera estudiante, sobreviviente de la tragedia, recuerda:

Trabajaba en mi máquina de coser. En mi pequeño radio, a bajo volumen, cantaba Alex Lora “Lágrimas de lluvia” cuando escuchamos un fuerte ruido de motores, como si helicópteros se acercaran a la azotea del edificio.

“Todo comenzó a vibrar intensamente, los vidrios de las ventanas, los instrumentos de costura sobre las mesas. Trozos de estuco de los techos caían, lesionando a las personas; el polvo obscurecía el ambiente, el movimiento oscilatorio y trepidatorio, cada vez más intenso, presagiaba el derrumbe. Las lámparas oscilaban. ¡Está temblando, está temblando!… Se escuchaban voces de angustia. De pronto, un ruido ensordecedor, todo se resquebrajaba.  Silencio… Obscuridad total.

No recuerdo más, desperté en una cama del hospital de la Cruz Roja con algunas heridas en la cabeza y algunos huesos rotos que a los tres meses sanaron. No así algunas de mis pobres compañeras, que fueron totalmente aplastadas por los escombros.

“Cuando comenzó el auxilio a las víctimas, me dijeron, los dueños de los talleres ordenaron que primero rescataran la maquinaria, las cajas fuertes, y después a los heridos y cadáveres. De milagro sobreviví. Por eso le doy gracias a la virgen de Guadalupe y he entrado de rodillas a la basílica.

“Fui a ver el edificio derrumbado, me decían que no se había caído del todo. Cierto, quedaba más o menos de pie una tercera parte y algunas columnas.”

Manuel se inscribió a los cursos. Era un empleado de mantenimiento del taller. Ese 19 de septiembre debía de entrar a las 7 de la mañana al trabajo, pero el autobús en el que viajaba se atrasó. El temblor lo sorprendió en el viaje. Caminando, llegó después de una hora, y vio con horror el edificio derrumbado. En él también trabajaba su mujer, que pereció en el derrumbe.

Las clases comenzaron. El Rector inauguró los cursos con una ceremonia esplendorosa. Música, discursos alusivos y delicioso ágape para los alumnos y maestros concurrentes.

Todo fue alegría, hasta que comenzó el rumor de que extraños fenómenos se daban por los pasillos, escaleras y otros lugares obscuros del edificio, así como cerca de algunas paredes viejas de tabiques sin revoco que se habían conservado como recuerdo del temblor.

Se escuchaban voces, ayes de dolor, llanto, y súplicas de auxilio. Algunos estudiantes juraban que veían sombras fantasmales. Los maestros decían que no era posible, hasta que algunos de ellos fueron testigos de esos fenómenos.

Las explicaciones “científicas” no se hicieron esperar. Los expertos, con sus instrumentos electrónicos, aseguraban que esos fenómenos eran producto de la misma energía que dejaron las víctimas. Los alumnos no les creyeron, atribuían el fenómeno a las visitas que hacían sus compañeras fallecidas que volvían del más allá para pedirles que las salvaran.

Manuel, que dudaba de esos aconteceres, se armó de valor y una noche deambuló por los lugares fantasmales, tratando de comprobar lo cierto o mentira de esos rumores.

“¿Carmelita –tal era el nombre de la fallecida– estás allí? preguntó.

Cuál no sería la sorpresa cuando Carmelita le respondió: “Sí, aquí estoy, Manuel. Te reprocho haber faltado a tu juramento de que estaríamos juntos hasta el fin de nuestros días.”

Llegaste tarde, pero te perdono.

 Manuel lloró con sentimiento y el espíritu de su esposa lo consoló: “No importa, yo te seguiré esperando,” dijo Carmelita.

“¿Te puedo visitar de nuevo?” –preguntó Manuel, pero ya no obtuvo respuesta. La silueta difusa de Carmelita se esfumaba en la penumbra.

¿Cuándo te volveré a ver?” –preguntó de nuevo, acongojado, Manuel

Carmelita respondió con voz lejana repetida por el eco: “Pronto, pronto… No desesperes… Pronto volveré por ti. Nos colmaremos de felicidad.

Manuel regresó a la clase visiblemente preocupado.

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