Era una noche estrellada, quizá una de las más claras de todas las que había visto durante toda mi vida. A pesar de que las luces de la ciudad acaparaban la atención de mis pupilas, el elevar la mirada ese escenario fabuloso me invitó a admirarlo con mayor detenimiento. ¡Al Diablo! Me iría a la playa
Conduje mi volchito del 68 directamente hacia el puerto de Progreso, percatándome al salir de Mérida y enfilar a carretera que mi decisión había sido la correcta: aquel banquete de estrellas era la prueba, merecía ser admirado al detalle y qué mejor para ello que la soledad de una playa.
Elegí Chuburná como destino, haciendo una leve escala en Chelem para comprar una cajetilla de Marlboro para acompañar la velada. Me alejé lo más posible, deteniéndome en un área ya conocida por mí. Aquella playa había sido mi refugio en aquellas ocasiones en que llevé a diversas amigas a disfrutar de veladas fabulosas; algunas compañeras de trabajo, otras conocidas mías que aceptaban mi invitación, atraídas por mi cabello largo, ojos verdes y mi plática que siempre les parecía interesante. Descubrí que sabiendo escuchar a las mujeres ganabas la mitad de la ruta a sus encantos, a veces a sus sentimientos. Aquel lugar fue testigo de muchos encuentros memorables.
Descendí del vehículo para sumergirme en aquel mar maravillosamente frío. Nadé unos 50 metros hasta quedar completamente rodeado de un escenario indescriptible para mí. Arriba una constelación lumínica en todo su esplendor; abajo y a mi alrededor, aquel abrazo majestuoso de olas metódicas que me recordaban mi plena y total vulnerabilidad. Estar flotando ahí, de esa manera, tonificaba mi espíritu, ponía a prueba mi temple y me otorgaba las vibras que me permiten ser quien soy.
Incluso podía gritar a todo pulmón, cantar y reír, porque todo era viable en esa piscina mágica a la que no cualquiera se atrevería a entrar. Retorné a la arena para recostarme boca arriba para, ahora sí, observar aquel óleo de planetas infinitos, incontables y lejanos, tratando de fijar la vista en uno solo, algo absurdo ante la inmensidad del cosmos. Tratar de entender las distancias entre cada una de esas estrellas me hacía sentir más humilde que al nadar a oscuras en el océano.
Fumé en silencio sin beber más que agua, ya que el alcohol no puede ser parte de este ritual privado; de hecho, el tabaco tampoco, pero me permitía ciertas licencias. Conecté mi reproductor y bocinas para escuchar la colección de temas que previamente había editado: la guitarra de Jimmy Page, la de Ritchie Blackmore, las voces de Ronnie James Dio, Ian Gillan, Janis Joplin, Robert Plant, los teclados de Jon Lord… Obras maestras que ensamblaban perfectas con aquel paisaje de película.
Pensé en todos y cada uno de los mis seres queridos, mi amada familia, amigos y amigas leales, personas que me importaban. Quizá la lista era demasiado larga, pero a los 19 años uno tiende a acaparar demasiado. También recordé a mis antagonistas, pocos en realidad; no les deseaba mal, pero me daba igual lo que aconteciera en su vida.
Me pregunté qué sería lo que haría en el futuro inmediato: seguir los estudios que en realidad no me llenaban, dedicarme a la pintura, aceptar algún trabajo, unirme a la guerrilla… No encontré respuesta. Ya habría suficiente tiempo para definir la estrategia. Ahora era tiempo de regresar, no solo a la ciudad, sino también a mi rutina. No era mala mi vida; me gustaba mi lugar en este mundo, tenía expectativas, amistades, cosas buenas. Valía la pena vivirla.
Subí al coche y enfilé a la carretera a velocidad moderada, no tenía prisa y el paisaje seguía siendo increíble. Además, Jimi Hendrix aceptó acompañarme con sus grandes éxitos.
Sí, señor, era feliz. Iba encaminado a la cima.
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Siendo las 2:30 de la madrugada, en el tramo carretero Chuburná/Chelem un volquete materialista, conducido por un individuo en estado de ebriedad, chocó de frente a un Volkswagen 1968 cuyo conductor falleció de manera instantánea.
RICARDO PAT