No es que el señor Ochoa no se lo mereciera, pero ocurrió en el peor lugar y en el peor momento.
Lo que trato de decir es que, pese a todo, este no es un mal barrio. No es culpa de los demás vecinos y sus hijos que el señor Ochoa fuera un pedazo de mierda que colmaba la paciencia de todos.
Tampoco fue porque ocurrió a fin de año. Pudo haber sucedido en cualquier momento, incluso en enero o febrero, pero no: ocurrió justo después de Navidad.
Sé que suena cínico e incluso insensible, pero debes entender cuán poco le importaba a la gente ese hombre. Si necesitas tener una idea de qué clase de persona fue solo ten en cuenta lo que le sucedió y cómo incluso ahora la gente solo piensa en que esta “tragedia” vino a arruinarles las fiestas.
De no ser por las circunstancias, ni siquiera se hablaría o recordaría.
El señor Ochoa –nunca supimos su primer nombre–, el “pendejo de la casa de rejas negras”, como otros lo llamaban, era la clase de sujeto que detestas simplemente por existir en el mismo planeta.
Traía todo el paquete: Escandaloso, malhumorado, grosero, etcétera. Entre el ruido que hacía a las dos de la mañana para reparar su auto de porquería y la basura de días que dejaba en frente de su casa, está por demás decir que no recibía ninguna clase de simpatía.
Nunca hubo una disputa que llegara a extremos con él, aunque sí hubo varias discusiones en las que se intercambiaron insultos, de los que el señor Ochoa tenía varios, dando a entender que era más que consciente de las actividades ocultas de ciertos vecinos.
No había una razón para excusar su actitud. No había ninguna historia triste detrás de la soledad del hombre; lo poco que se supo de él apuntaba a que todo lo que le había pasado fue su culpa: desde su divorcio, hasta el abandono de sus hijos, pasando por el embargo de su primera casa. Sin embargo, no existía ningún antecedente criminal. Era un hombre bastante testarudo e impaciente cuyos errores se debían más a la falta de confianza de otros y al miedo de cambiar con los tiempos.
En otras palabras, no había nada que justificara sentir pena por él, pero tampoco nada que justificara tomar acciones contra él. Era esa clase de situaciones en la que uno no puede hacer nada más que aguantarla.
Ahora hablemos un poco acerca de los ancianos. Tengo entendido que eran conocidos por todo el barrio como los López. Nunca interactué con ellos. Con mi suerte y carácter, siempre terminaba intercambiando algunas palabras con el señor Ochoa. El hecho es que los López era una pareja de ancianos que vivían enfrente del señor Ochoa.
Tal vez era coincidencia, o solo exageraciones de la gente en un intento de comparar a los ancianos y Ochoa, pero los López eran muy apreciados en el barrio en el sentido de que no oirías quejas de nadie de ellos. No sabría después que, de hecho, muchos vecinos les tenían mucha estima.
No parecían de aquí. El esposo, cuando se dejaba ver, parecía un personaje salido de un cuento de hadas: Abrigo negro, bastón en mano, pelo y bigote blanco, portando un sombrero negro, creo un fedora, en contraste con su tez clara y sus ojos azules que lo hacían parecer un personaje bíblico, un buen Matusalén. Por el contrario, su esposa no era diferente a todas las ancianas pequeñas de piel oscura que se dejaban ver con su compra, aunque su forma de hablar era mucho más clara y menos cansada que en otras personas de su edad. Nunca hubo una queja en su contra, lo más cercano a eso provenía del señor Ochoa, que siempre se sacaba algo del trasero para molestarlos o a cualquiera que sintiera que mereciera ser insultado por él. Los López nunca se rebajaron a su nivel, con lo cual el señor Ochoa se sentía más molesto.
A mediados de noviembre sucedió todo el alboroto. No pude presenciarlo, pero mi esposa me contó todo.
Al parecer, la esposa del señor López tenía un mal del corazón desde hacía mucho tiempo. El hecho es que durante la noche sufrió un ataque y se llamó una ambulancia. Lamentablemente, llegó tarde: la esposa murió dos minutos antes de llegar al hospital.
Lo que hace la historia tan atroz es que la pareja tenía un auto y el esposo pudo haber llevado a su mujer al hospital tan pronto se presentó la emergencia. El problema fue que el señor Ochoa había estacionado su auto enfrente de su casa y no pudieron salir.
El señor López pidió con gritos desesperados a Ochoa que moviera su auto. Por alguna razón, no salió de su casa. Fueron los gritos lo que despertaron a los otros vecinos, siendo uno de ellos quien llamó a una ambulancia.
Pasaron unos días sin que se supiera nada de los López. Iniciaba diciembre y nadie sabía qué había pasado con el esposo. Algunos vecinos vieron por la madrugada a Ochoa, moviendo su auto en silencio por la calle.
Fue al final de la primera semana de diciembre que vi al señor López regresar a su casa. Mi esposa y otros vecinos fueron a darles sus condolencias. Supe entonces que se iba a vivir con un amigo que tenía en la capital. Al parecer no tenía familiares vivos, su esposa era su única compañía.
No puedo imaginar lo que sintió al perder a su esposa unos días antes de Navidad, ni me gusta imaginármelo. Todo porque un idiota no supo respetar el espacio de los demás. ¿Habría sido diferente si hubieran llegado antes al hospital? Nunca se sabrá. Lo que importa aquí es que el señor López así lo creía.
A una semana de Nochebuena, la temperatura bajó bastante. Aquí en el norte el frio puede llegar hasta los -10 grados y, mientras se llega a esa temperatura, puede nevar, algo que, aunque es bonito, uno nunca realmente se acostumbra, más que nada porque el clima siempre está cambiando.
Fui el único que vio al señor López marcharse. Era de madrugada y tenía mi descanso. Salí para revisar el correo cuando lo vi.
Para mi sorpresa, estaba haciendo un muñeco de nieve en medio de su terraza. Era un muñeco clásico, ya sabes: tres bolas de nieve, cada una más grande que la anterior, ramitas por brazos, ojos de pedazos de carbón, etcétera. Me llamó la atención unas ramitas que puso alrededor del muñeco, una sobresalía en la frente. Era una estrella, o algo así. Mi esposa me dijo que parecía una estrella judía, pero no me recordaba a eso. Me hacía pensar en los a los que le estampan una palabra en hebreo para adquirir vida.
Después de terminar el muñeco, el señor López se subió a su auto y se fue sin despedirse de nadie. Muchos lamentaron su partida tan repentina. Cuando comenté lo que vi, más rara resultó a todos su abrupta partida.
Dos días antes de Navidad, la temperatura aumentó y la nieve empezó a derretirse. Aún había un chingo de frio así que fue extraño ver al señor Ochoa en la entrada de su casa portando solo unos shorts y una camisa de manga corta. Recuerdo el color que tenía: su piel era completamente de color rosado, completamente sudado, como si hubiera terminado de recorrer un maratón.
Estaba sin aliento, respirando con trabajo, con la miraba perdida en la nada frente a él. Se apoyaba en una mano de la reja de su entrada. Por extraño que pareciera, era la imagen de alguien que sufría un golpe de calor. Me pareció tan patético que hice algo que nunca creí posible hacer: por primera y última vez fui amable con el señor Ochoa.
Le pregunté si se encontraba bien. No pareció haberme escuchado, pero luego vi que sus labios se movieron. Articuló algunas palabras de las que solo pude escuchar: “Aquí hace frío, adentro no…”
No entendí y nuevamente le hice la misma pregunta. En ese momento sus ojos cambiaron, como si me hubiera reconocido. Retornó esa mirada de desprecio y esa actitud altanera propias de él. Con un gruñido se volvió lentamente hacia su casa, cerrando con un portazo. Fue tal su prisa que dejó las llaves en la cerradura de su cadena, sin que pudiera decirle.
No tenía sentido seguir hablándole. Considerando cuánto tiempo podría quedarse encerrado en su hogar, decidí que era mejor quedarme con la llave, en vez de dejarla ahí para que la roben y luego Ochoa viniera a echarme la culpa por ser la última persona que vio.
Nochebuena llegó y se fue. Era la mañana de Navidad. Estábamos listos para ir a visitar a mi suegra. Mientras esperaba a que se calentara el auto y que mi esposa se terminara de preparar, vi por la calle a todos los vecinos que trabajosamente se estaban despertando después de sus fiestas.
Al frente de la calle vi a un grupo de niños junto al hombre de nieve del señor López. Empezaba a derretirse. Los niños estaban decidiendo si lo derribaban.
Cuando mi esposa se subió al coche escuchamos el grito.
Apagué el motor. Junto al coche había una niña que apuntaba con expresión de horror al perro que tenía en una correa. Sostenía algo en su hocico. A primera vista parecía un pedazo de pan duro. Me acerqué para ver mejor.
Era el dedo de una persona.
Inmediatamente le pedí a la niña que retrocediera. Mientras sostenía al pequeño perro, y lo sacudía para que tirara el dedo, escuché los gritos de mi esposa indicándome que tuviera cuidado. Noté en ese momento que las patas del can estaban manchadas de rojo.
Cuando por fin el perro soltó el dedo y el papá de la niña vino por ella, observé pequeñas huellas rojas que provenían de un charco en medio de la entrada de la casa del señor Ochoa.
Llamé a su puerta. Nadie contestó. Otros vecinos fueron a ver qué pasaba, más que nada para comprobar que sus hijos en la calle estaban bien.
Luego de un momento me decidí y volví a la casa por la llave del señor Ochoa. Mientras otro vecino llamaba a la policía, abrí la reja y, decidido, intenté abrir la puerta, esquivando el líquido rojo que se filtraba por debajo y que había formado ese charco.
Finalmente, abrí.
Releyendo esto me doy cuenta que es bastante obvio para cualquiera entender qué pasó, por más fantástico que pareciera. No es comparable a estar ahí.
Primero pensé que alguien había derramado pintura en el piso. Luego vi las cosas que flotaban en ella: pedazos rojizos y bulbosos que empezaban a atraer a las moscas, así como los restos de un par de dedos y lo que creo era un ojo.
El olor me hizo vomitar, ese hedor a carne de matadero y mierda, un aroma tan fuerte que literalmente me provoca arcadas recordarlo. Mi desayuno se combinó con lo que fue alguna vez el señor Ochoa.
Un nuevo grito se escuchó. Esta vez de los niños que había visto. Los vecinos miraron con horror: El muñeco de nieve se había derretido casi por completo, mostrando su interior: Un rojizo y aún carnoso esqueleto humano.
Mucho después, cuando la policía y las ambulancias llegaron y se fueron, un vecino que tenía un hermano en el forense le dijo que habían identificado el esqueleto por medio de su historia dental. No era necesario que me lo dijera. Ya sabía quién era.
Hasta este día no tengo idea por qué el señor Ochoa no buscó ayuda cuando era bastante obvio que esto le pasó durante días. Tal vez ya estaba demasiado débil para hacer algo al respecto. O simplemente era realmente tan desconfiando y mojigato como para no solicitar ayuda. La segunda opción es la más viable.
Cada quien encontró confort en su propia explicación sobre lo sucedido. Ninguno apuntó al señor López como el autor, no solo porque no había manera de probar cómo lo hizo, si es que lo hizo, e incluso en este caso no creo que nadie lo hubiera culpado.
Ya estamos en marzo y la nieve se ha derretido por completo, llevándose todos los malos recuerdos. Los míos tardarán más.
La casa del señor López ha sido clausurada. Nadie se acerca a ella, ni a la del señor Ochoa. Vivir cerca de dos casas “embrujadas” no es tan malo como parece.
En lo que a mí respecta, si realmente la casa del señor Ochoa está encantada y su fantasma vaga por la casa, espero que no sea tan ruidoso con sus lamentos.
HUGO PAT