XXXIII
Continuación…
Con los pesos que tenía en la bolsa, y el sabor del premio que me duraba por la canción de “Pepe” Martínez, me doy el gusto de comprar un pasaje de avión… Un medio día me veo sentado en el aeropuerto del D.F., ese aeropuerto que meses antes me veía en sus pasillos cargando maletas o escondiéndome de algunos paisanos para que no me vean trabajando… Ahí, instalado cómodamente en una mesa, pido whisky y converso con dos de mis excompañeros. Me siento grande, sin la grandeza del vanidoso, no… Me siento satisfecho, triunfador, alegre y muy capaz, ah, y además con la alegría de llegar a ver a mi gente, aunque sea por unos días.
Qué bonito sentí viajar en avión esta vez, conversando con algunos amigos que encontré en la nave… Qué bonito llegar a Mérida y tener gente esperando en el aeropuerto. Estoy contento de lo vivido y obtenido; siento fuerza dentro de mi espíritu. Vuelvo a mi Yucatán. Abrazos y besos, canciones y saludos de amigos, mis amigos de siempre, mis siempre amigos. Saludo a “Polo”, “Coconito”, el “Chocho” y todos mis cuates. El “turco” Farah, como siempre, amable y puesto para llevar serenata desde las ocho de la noche. Al malecón, a cantar y a saborear la esencia de mi terruño.
En los pocos días que paso en Progreso me nutro de amor maternal y familiar, voy al cenote y a la ría a nadar y pescar, a remar y bucear caracoles, aunque con la cautela advertida por el Dr. Novelo. Vuelvo a ser el niño de antes y corro por las playas limpias (en esa época). Pero todo tiene su final y una tarde ya estoy despidiéndome de mi Yucatán. Al avión, con mi cargamento de diez días con mi mar y mi ría. Con mi brisa y mis noches de luna, con mis amigos y mi guitarra bohemia, con mi parque paseando a sus lindas porteñas, y con lo mejor: mi familia.
Regreso a México, a esa capital inmensa que se traga las ilusiones y las esperanzas de tanta gente, y encumbra y enriquece hasta la saciedad a otros.
Fiesta en mi pequeño departamento. Ahí acuden unos amigos a decirme que un trío acababa de llegar de Tamaulipas, mismos que necesitaban un compañero que tocara el requinto… Pues aquí estoy.
El grupo se llama “Los Rey”. Primera voz: Alfonso “Pochencho” Castillo (ex del trío Los Yucas), René y Oscar del Alto; jóvenes impetuosos los tres, Alfonso es yucateco, y estos dos últimos, tamaulipecos. ¿Yo?, ya soy del mundo.
No se me hizo muy difícil acoplarme a ellos, ya que casi todo su repertorio lo conocía y, aunque los arreglos eran algo complicados, con lo que me gustó el estilo, me di a la tarea de estudiar cinco o seis horas diarias. Pues bien, empezamos a trabajar en un bar junto al cine Insurgentes. Trajes nuevos para los cuatro; zapatos iguales, guitarras buenas (mi hermana Aurora me obsequió un requinto nuevo). A cantar y tocar todas esas noches de cabaret. Trabajo contento, trabajo bien vestido, entre manteles largos y elegancia fina, propinas apetitosas y serenatas bien pagadas. En dos meses estamos perfectamente “afilados” para competir con cualquier conjunto.
Una noche, se nos asoma el señor Chema Dávila con un Embajador, no recuerdo si de Argentina o de Uruguay, pero el caso es que uno del grupo termina con nosotros (o nosotros con él), yéndonos a Acapulco en su avión a cantarle a un pariente que cumple años al otro día.
Sigue la buena vida, señores. Serenata y Champagne del bueno, luna llena y mucha alegría. Termina la fiesta y el buen Diplomático nos deja recomendados con una linda persona muy rica y muy fina que nos tiene una semana como sus huéspedes. De plano, me convenzo de que la riqueza y la educación son la fórmula perfecta para sentirse dignamente rico. Qué bien me está tratando la vida, gracias, mi Dios, por tanta bondad.
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Regresamos al D.F., pasan los meses y seguimos trabajando y comprándonos ropa. Se acerca el mes de Julio y con él se incrusta en mí la idea de ir a Progreso unos días de temporada. Quiero ver mi malecón nuevamente. Tenemos cómo ir y pues, vamos. Primero a Veracruz. Visito a mis amigos de siempre, mi extensa familia jarocha, (ya unos muchachos se casaron), las familias gentes mías se van haciendo más. Me entero de que algunos ya tienen herederos. Me da gusto ver a varios hombres que conocí niños.
Los saludo con todo el afecto que es capaz de aflorar en mi corazón, que más que mío es de ellos, ellos que en fechas anteriores rescataron un cuerpo y un alma de las garras de la muerte. ¿Cuántos amigos tengo en Veracruz? No lo sé, pues son más los que me saludan que los que no me conocen. Mi amigo “Nieto”, que tiene una cervecería en los portales, como siempre, me ofrece una mesa y todo lo que quiera tomar con mis compañeros, y toda la comida y todo su afecto y todo su calor amigable y su veracruzana alegría. Que suenen las arpas y las jaranas, canten las mil voces de huapangueros, bailen los zapatos blancos y giren las faldas largas, en redondo y por un lado.
Días preciosos en Veracruz, noches de serenata jarocha y amaneceres viendo el sol asomarse; tardes de brisa marinera escuchando el fuerte latido de los silbidos que, como quejándose, dejan escapar los barcos que avisan su entrada o salida del puerto. Heroico puerto de los veracruzanos y mío también, porque yo soy de él.
Convenzo a mis compañeros de que la travesía por mar es placentera y, en virtud de que no nos corre prisa, pues nos embarcamos (no recuerdo el nombre del “trasatlántico”) en un pequeño crucero de la flota “mosquito” que nos comunicaba con el resto del golfo mexicano, (me refiero al mar, no a alguno de tantos golfos con que nos topamos a diario).
Noche de tormenta tropical, vaivén ya conocido por mi experto sentido marinero por tantos viajes que he disfrutado en esos barquitos que milagrosamente y por tantos años han cruzado el mar.
A media travesía hubimos de fondear en Isla Arcas, pues se avecinaba un “norte” y no era de exponer tantas vidas si nos alcanzaba, sin el refugio que preciaba y le brindaba esta hermosa isla.
Qué linda se veía desde lejos (200 m. aproximadamente). Pues que un par de gringos y una gringa más resbalosa que una cáscara de plátano que viajaban con nosotros se deciden a nadar hasta la isla y que los sigo, recordando mis años niños en que podía cruzar un océano a nado.
Nunca olvidaré los rostros de asombro de los pocos y tranquilos habitantes de la isla, ya que exactamente donde nosotros cruzamos era donde ellos pescaban diariamente grandes tiburones. (Recuerdo el susto que me causó uno, como relaté al principio). Bueno, pues la providencia no tiene elegidos, ya que cuidó de los gringos tan bien como de mí. EL CAPITÁN NOS ENVIÓ UN BOTE AL OTRO DÍA PARA REGRESAR AL BARCO. El temporal no fue de importancia y, después de unas horas de lluvia y truenos, con viento que más parecía brisote que norte, levamos anclas y al puerto de Progreso… “Mi puerto pequeño y bonito”, como dice Pepe Martínez en su canción.
Gran recibimiento en el muelle nuevo. Apenas alcanzaba el barquito nivelar su parte más alta con el piso de ese mi gigante, pero tonto, muelle. Amigos, amigos de toda la vida me esperaban con muy agradables fiestas ya preparadas. Nuevamente mi puerto amoroso. La gringa resbalosa “patinó” unos días y se fue con sus compañeros.
Pasamos dos estupendos meses de “temporada”, julio y agosto, cantando en la X.E.F.C. de Don Rafael Rivas. Éramos las “estrellas” en un programa de medio día. Después de cada presentación se “armaban” unas tardes hermosas de trova y de vino, de cantar y poesía, de brindis y armonía. Tardes y noches, y noches y tardes.
Pero llegó Septiembre, y con él la despedida de mis compañeros, pues habíamos acordado que René y Oscar regresarían a su Tamaulipas amado, y Pochencho a México, D.F. (el ingeniero Gutiérrez “Beto” los envió a Veracruz en avión); yo me quedaría en Progreso un tiempo, a meditar sobre mi destino y con el fin y la idea inquebrantable de estudiar algo y caminar por mis playas en busca de inspiración para componer las canciones que revoloteaba en mi alma y que tanta inquietud le causaban a mi corazón. Quería ser compositor. Necesitaba paz y soledad…
Al compositor Fernando Galdespí y su compañía de arte cubano le cantamos la última canción al despedirnos en el cine Apolo. Ellos a su vez nos ofrecieron “Las Golondrinas”. Adiós, camaradas.
Coki Navarro
Continuará la próxima semana…