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A propósito del tianguis canadiense de Monkland

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Perspectiva – Desde Canadá

XXIV

Llegué a este país hace diez meses. En este tiempo, he aprendido a adaptarme a mi nuevo entorno, sin mayores oportunidades de convivir con mis nuevas amistades –que eso el Covid-19 se ha encargado de descartar– ni a conocer la inmensidad de este país como me hubiera gustado. Enfocado y dedicado al trabajo, la vida social ha sido mínima.

¿Planes? Tenía legión cuando llegué: asistir a partidos profesionales de hockey y de fútbol americano, así como a conciertos musicales; cruzar la frontera y conocer el estado de Nueva York (inmenso y lleno de bosques); pasar fines de semana manejando hacia el oeste (hacia Toronto), o hacia el este (hacia Montreal) sobre la carretera 401, cruzando y conociendo puntos de interés en las diferentes provincias canadienses, durmiendo en hoteles.

Ahora, consecuencia del distanciamiento social, cualquier cambio en la rutina, por mínimo que resulte, es bienvenido.

Hace un par de domingos asistí a un “flea market”, un tianguis, en la población de Monkland, 30 km al noreste de Long Sault. Pequeño, lo que abundó fueron las artesanías, los cubrebocas, ropa de segunda mano, artículos de madera, infinidad de cristales (vasos, platos, tazas, etc.) pero nada que capturara mi atención. 40 minutos después, cuando había 5⁰C bajo el sol del mediodía, emprendía el regreso a casa.

El “flea market” más grande al que he asistido está en California, cerca de la ciudad de Los Ángeles. Mi amigo Zeke Frausto me llevó un domingo de aquellos cuando viajaba por trabajo a Glendora. Paseando por los puestos de cada uno de los vendedores, cuando inicialmente pensé me aburriría inmensamente aquel domingo, pasamos al menos tres horas admirando la variedad de artículos en oferta. Una experiencia inolvidable y hasta ahora irrepetible.

Ese día descubrí cuánto me agrada asistir a los tianguis, en donde estén, perderme entre los vendedores y sus mercancías, examinar algunas de ellas y apreciar su valor, imaginar qué los llevó a ese lugar; envolverme de la historia y aprecio por aquello que para algunos ya no resulta indispensable.

Antes del Covid, a tan solo 10 km de Morrisburg, cada domingo se podía asistir a otro tianguis, bastante concurrido, sobre la carretera a Williamsburg. Allí las antigüedades, los libros, los alimentos, y piezas de historia estaban desplegadas para llenarse de nostalgia, una invitación dominical para adquirir algo y llevárselo a la casa.

Acuden a mi memoria el de Chuburná, el de Santa Lucía, el de la Francisco I. Madero, cada uno con artículos particulares, todos ellos asomos a la historia a través de los artículos en exhibición, en espera de que alguien se anime a adquirirlos.

Todos tenemos una debilidad cuando asistimos a los tianguis; la mía resulta ser los libros. Tomar un libro con antigüedad, de cualquier tema, abrirlo y hojearlo, apreciar la calidad de sus hojas, el color que han adquirido, sus condiciones generales, y entonces enfocarme en el tema, en el autor, es una experiencia casi religiosa.

Con el tiempo, cuando antes tan solo buscaba libros de autores que conocía, de un género literario en específico, ahora me sorprendo revisando libros de historia, biografías, además de autores y géneros que me permitan conocer un poco más del mundo en que vivo; más sorprendente aún, los he estado adquiriendo, y los he estado leyendo. Algunos de ellos, cuando se leen y colocan en el contexto histórico en el cual se desarrollan sus temas o en el que fueron escritos, resultan sumamente reveladores y enriquecedores.

Mientras estas impresiones desfilan por estos párrafos, el otoño canadiense se ha encargado de desvestir a todos los árboles que orgullosos lucían sus ropajes rojos y dorados. En nuestras clases de Biología de la primaria aprendimos que esto sucedía para que los árboles pudieran soportar el invierno, concentrándose en lo vital, desprendiéndose de las hojas que posteriormente brotarán de nuevo.

El contraste en el paisaje es significativo, así como en las temperaturas, que cada vez bajan más, en busca del punto de congelación. Curiosamente, aún gozamos de días calurosos, si es que podemos definir como caluroso un día soleado con 20 grados de temperatura máxima. En realidad, lo que hace la gran diferencia, según he observado y experimentado en carne propia, es la presencia del astro rey: que sus rayos nos iluminen influye directamente no solo en nuestro estado de ánimo sino hasta en nuestro grado de tolerancia a las temperaturas mínimas.

Desde esta perspectiva, asimilar, adaptarse y sobrevivir son funciones empíricas en todo ser viviente. También lo son cuando te trasladas a un lugar que difiere mucho de tu hábitat, aislado por una pandemia que impide socializar o visitar a tus seres queridos.

Como en todo, lo que nos permite seguir adelante aún en situaciones adversas son la actitud, la curiosidad, y el deseo por aprender.

Que todos encontremos en todos los días aquello que nos permita sobrellevar este malestar temporal. Nos volveremos a reunir. Seamos pacientes y cuidémonos mientras eso sucede.

S. Alvarado D.

sergio.alvaradodiaz@hotmail.com

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