“Con un poco de amor
Tanto me enriquecí
Que gastaba y siempre quedaba
Un poco de amor”
Silvio Rodríguez
Cerca de la casa de ustedes se localiza la esquina de la nostalgia.
Es el expendio de un vecino que vende alimentos elaborados a base de carne de cerdo: desde la tradicional cochinita, hasta carnitas estilo Michoacán pero que le quedan muy yucatecas. Los del rumbo acuden a cenar o desayunar. Pero a mí lo que me atrae del lugar es la música que pone en los altavoces.
Desde casa, si el viento sopla a favor, se escuchan las melodías o canciones, pero mejor se es oyente desde el Paseo Verde. Alguna tarde, cuando el sol ha rebajado su intensidad, tomo asiento en una de esas moles triangulares de concreto con acabado imitación granito, que son las características bancas del Paseo, en tanto una suave brisa me acompaña y los modulaciones del sol respecto a las nubes escenifican un lento pero indetenible adiós. Y escucho. El vecino pone CDs y DVD´s de artistas que ya han pasado de moda, o que significaron un cometa, una estrella fugaz en el firmamento de las ondas hertzianas de la radio.
Viví en la equivocación. Siempre me referí a “la radio” al describir a los equipos radiofónicos, pero corrijo: se antepone el artículo “la” cuando se habla del sistema de transmisión de todo lo relacionado al ámbito de la radiocomunicación; pero se dice “el radio” cuando nos referimos al equipo propiamente dicho, o también al referirnos al elemento número ochenta y ocho de la tabla periódica de los elementos cuyo hallazgo dio pie al inicio de la física nuclear, Pierre y Marie Curie, o al segmento lineal que une el centro del círculo con la circunferencia. Todo depende al campo semántico a que nos estemos refiriendo.
Escuchar las canciones de aquellos intérpretes me permitió rememorar escenas, imágenes, retazos de recuerdos y la presencia de amigos.
Un día puso canciones de José Luis Rodriguez “El puma”, aquel cantante venezolano que se dijo vivió aquí en nuestra capital y que fue el principal accionista de la línea de ferrocarriles Chiapas-Mayab. Por el éter transitaron las notas y letras de “Agarrénse de las manos”, éxito de los años ochenta que es un canto a la amistad y la solidaridad, y recordé el cumpleaños de un queridísimo amigo en el centro turístico Tulipanes, aquel inolvidable espacio para espectáculos de toda índole pues es donde se presentaron los más importantes espectáculos de orquestas y bailarines de la más grande isla del Caribe.
Otro día puso a Franco, y aquella canción de 1986 o 1987 Toda la Vida.
Otro día fluyó el romanticismo: dejó que el lector láser reprodujera a Guadalupe Pineda y esa canción que dice “Cómo fue, no sé decirte cómo fue, no sé explicarme que pasó…”. Entonces recordé que esa canción exaltaba al amigo Pablo, y le recuerdo porque siempre manifestaba su admiración por la delicadeza física y artística de la Sra. Pineda. Fue en el Otoño Cultural del año 1986 cuando esta bella intérprete se presentó y obtuvo un rotundo éxito en el Peón Contreras.
Así es la memoria: tiende puentes y relaciona hechos con personas.
Estando en el tema, recuerdo los años finales de los setentas y principios de los ochentas.
Jorge Ché, vecino del pueblo, tenía un equipo de sonido, un tocadiscos, un amplificador y dos bocinas tipo trompeta para perifoneo.
Los fines de semana, minutos antes de que pasara el tren que venía de Mérida, iniciaba un concierto con “Miro la cuadrícula de la ventana de madera y cristales de gota de agua, por un postigo abierto aprecio la luz matinal que se cuela entre el follaje de los árboles del terreno de a lado, la música, y en la cocina un sonido de vasos y platos. Entonces percibo el rumor aún lejano, distante, y el sonido de las rieles que se desperezan. Es el tren, son las siete y es domingo” – música de Chico Ché, Rigo Tovar, Chicken y sus Comandos, Los Casino de Chucho Pinto, Los Alcántara, grupos musicales de moda de aquellos años. También, y principalmente, música de José Alfredo, Pedro infante, Antonio Aguilar, Vicente Fernández, todo en discos de vinilo.
Lo que me llama ahora la atención es que hacía las veces, o ensayaba algo que posteriormente fue, la radio comunitaria, pero que en ese entonces desconocíamos. El señor saludaba a los lugareños que cumplían años, los predios donde había “matanza”, es decir, donde se sacrificaban cerdos y se expendía el producto y sus derivados.
Recuerdo un alegre juego de palabras y que se presta a confundir: “matan sá” expresión muy maya yucateca que se refiere a acompañar al gremio y a cambio esperar en reciprocidad el obsequio de una jícara de atole nuevo con un elote salcochado – aquí decimos sancochado– o, en su caso, un pibinal que se traduce como elote cocido bajo tierra. Estoy hablando de aquellos novenarios al patrono del pueblo: San Agustín. Amigos ya lo dijo Paco de Lucía y lo repito: “cuando hago algo o pienso en algo, pienso en mi pueblo”.
Don Jorge avisaba del domicilio, la esquina o la calle donde había sabrosa chicharra, o rica morcilla, para desayunar. Donde rosarios o el gremio. Si por la tarde del sábado o al medio día dominical, partidos de béisbol o torneo de fútbol en la plaza principal, o en el distante campo deportivo. Si alguna tienda de los alrededores ofrecía tal o cual producto. Si algún día de la semana alguna campaña de vacunación antirrábica.
Esa mañana me dijo el abuelo “Amarra a Timboleón”. Era un perro negro y sin cola, quizá un accidente al nacer, pero al abuelo le gustó y le llamaba “shut”, que es cortado en maya, y en este caso se refería al que no tenía rabo. Su nombre se debía porque rememoraba el abuelo que así se llamaba un payaso de aquel mítico circo Orrín de Ricardo Bell que se instalaba en el Circo Teatro Yucateco, en el barrio de Santiago para mayores señas. Recuerdo nuestras sombras que se proyectaban sobre el pavimento de la calle: el abuelo adelante, llevando al gato dentro un sabucán de plástico, esos que aún se utilizan para las compras o para ir por el “mandado”, y yo llevaba, o mejor dicho, jalaba al perro. Llegamos al palacio municipal, al perro lo amarraron al poste, le estiraron las patas y le vacunaron; al gato lo miraron, ubicaron la piernas y de una vez lo mismo. Aún conservo el comprobante de vacunación del perro, el nombre es incorrecto y el año de vértigo: algunos de ustedes no habían nacido. Lo aporto como prueba, parafraseando la expresión de una novela llena de memoria y recuerdos ambientada en Turquía, con un pie en la tradición-oriente y otro en la modernidad-occidente: El Museo de la Inocencia, de Orham Pamuk.
Otro día el perro viene corriendo y se refugia dentro de la casa debajo de un ropero, “estante” en el idioma yucateco. Mi madre me dice: “¡¡Envenenaron al perro!!”. Yo me inclino y le acecho: está en el rincón más extremo y con un temblor generalizado por todo el cuerpo. Sin pensarlo mucho, lo tomo de las patas y lo jalo hacia fuera. No sé, alguien nos dijo que para cortar el efecto de los venenos había que echarle jugo de limón al hocico. No teníamos otra cosa a la mano en ese momento de desesperación. Lo hicimos, pero el perro ya tenía cegada la existencia. Fue un crimen despiadado y, para mí, perturbador.
Guardando las distancias, años después leí aquella novela de Paco Ignacio Taibo II, La Vida Misma, que un amigo me consiguió en un viaje al DF y adquirió en la librería Gandhi – en ese entonces no soñábamos con que quince años después abriría una aquí–, era el año de 1995. En la trama de la novela, y resulta que es parte importante, hay una radio comunitaria que transmite música y mensajes de compromiso político e ideológico, alecciona a la población y los pone sobre aviso de los peligros que acechan a la comunidad por la presencia de espías del gobierno o antimotines. En fin, un municipio rojo, un gobierno de auto gestión, una población y un ambiente utópico de lo que se podría esperar de cada una de las comunidades de México y que, en muy contadas excepciones, han florecido casi siempre al margen de la política estructural.
Continúo dándome de testarazos en mi celda sentimental de la memoria musical.
Acudí otra vez al tianguis de la Madero.
Allí, revolviendo los ejemplares de la mesa de los libros, escuché una serie de piezas musicales. Aquéllas me permitieron convocar varios recuerdos. Seguí revolviendo libros, abriéndolos en la página sesenta y nueve para ver si me convencían – aunque esto no es necesario, ni aplica para todos, pues basta el nombre del autor o el tema para seleccionarlo.
Aquel oferente reproducía en su equipo música disco, aquella que antecedió al break dance de los años ochenta. Me refiero a ellas en su acepción local: “Diseñador de música” (https://youtu.be/X7F843Gsi3U), “Tarzan boy” de Baltimora (https://youtu.be/kuLOUufHdaU), “El Pájaro loco” (https://youtu.be/E7nTfjDzD5g), “Las chicas solo quieren divertirse” de Cindy Lauper (https://youtu.be/9gD_2og71oc), Karma Chameleon de Culture Club en la interpretación de Boy George (https://youtu.be/JmcA9LIIXWw,m).
Todavía espero un rato, más atento a la música que a los libros. Me alejo de la mesa y avanzo, pero el ancla de la nostalgia ya está en el fondo del mar de los sentimientos. Toda aquella música me llenó de emoción, ¿a quién no? Me recordaron aquellos años en el ambiente de la secundaria en mi pueblo.
Platiqué con aquel caballero, muy gentil, tal vez identificado y convergente en algunos puntos con un sobreviviente de aquel tiempo. Me relató de entrada que sus años de secundaria en la Federal Dos fueron los mejores de su vida. Mencionó algunas discotecas a la que los chavos acudían a las tardeadas: Speedy González, Pokonos, etc.
Me relató, por ejemplo, que hacía sus cajas negras de luces con lámpara reflectoras que encendía y apagaba mediante apagadores convencionales instalados en una tabla acanalada a manera de teclados. Me refirió que ideó un artefacto que giraba y que, mediante la fricción de unas planchas de metal con cabezas de clavos, se lograba el efecto del encendido de luces necesario para recrear el ambiente de una discoteca. Toda una época y un ambiente irrepetible, de formación y crecimiento, de aprehensión del mundo que nos rodeaba.
Otro día, platicando con una persona a la que le tengo una gran estima y consideración, le indicaba que salgo a caminar al Paseo Verde. Es cierto: el lugar te brinda seguridad, es un espacio hasta cierto punto para los peatones. Pero no está libre de riesgos y, yéndonos a los extremos, de susceptibles accidentes dado que, paralelo a los andadores, está la ciclopista, en algunos lados casi se tocan y en otras intersecciones, como es lógico, convergen. Y es ahí donde uno debe tener las máximas precauciones porque, como sucede siempre, ¿quién cree usted que debe tener más cuidado y se podría llevar la peor parte?
Pero le comentaba que prefiero internarme en las calles del fraccionamiento, andar las avenidas o calles donde puedo ver al vecindario en su elemento: la abuela viendo TV en el portal de su casa, los niños jugando, las niñas conversando, los jóvenes practicando el baloncesto, novios caminando tomados de la mano, una mujer haciendo jogging, un grupo de muchachas montando en bicicleta, la madre joven paseando al bebé en su carriola, un padre con su hijo echándose una “cascarita”, los diseños de algunas fachadas, las soluciones inteligentes a las necesidades de cada predio – ya ve usted: la urgencia de ser ingenioso en un espacio de ocho por veinte metros–, las cosas y objetos disímiles que somos capaces de acumular en los patios y azoteas, amigos –algunos–, muy pocos conocidos –los cuales saludo de “hola, cómo estás, hasta luego” –, los negocios que se emprenden, que abren o cierran, las casas sin ocupar o abandonadas con evidencias de los que la habitaron, personas que conozco de vista porque he coincidido con ellos en el trabajo, en la calle.
El ex boxeador que entrena a la nueva mujer a tirar golpes para que se defienda. Hacen box de sombra. La primera esposa lo tiró a la lona de una derrota irrecuperable: le arrancó a los hijos, huyó con alguien del fraccionamiento y, poco a poco y mediante artilugios legales, se adueña de su paga quincenal. Al parecer, antes de que concluyera la cuenta de protección se ha erguido, levanta los brazos en señal de resistencia, salta, tira jabs, uppercuts, prueba su defensa, lanza ganchos a los flancos, al hígado, prueba su derecha y, finalmente, sin que el contrincante imaginario lo espere, sale como un bazookazo la izquierda que se impacta en la quijada. La mujer observa y el ex boxeador le dice cómo debe pararse, la posición adelantada de un pie con relación al otro, para mantener el equilibrio a la hora de emitir el golpe, una enciclopedia técnica del deporte de los encordados, nubarrones de una tormenta íntima que se avecina.
Encuentro fascinante ese paseo con el valor agregado de comprar las tortillas, el pan, los antojitos, lo que se expende a las puertas de las casas. En fin, es una manera de atrapar la esencia del lugar que nos ha tocado vivir.
Para finalizar, me causó grata sorpresa leer y ver algunas imágenes en un medio internacional de la exposición fotográfica de la actriz estadounidense Jessica Lange. Sí, la misma de la película El cartero llama dos veces, película dirigida por Bob Rafelson y basada en la novela homónima de James M. Cain. La Sra Lange se ha dedicado a recorrer México y fotografiar sus paisajes, edificios y personas. La imagen que acompaña este comentario corresponde a Yaxcopoil. La Sra. Lange, en compañía de su esposo, recorrió Yucatán en el anonimato.
Juan José Caamal Canul