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La Aventura Musical de Coki Navarro – XXII

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Continuación…

Me encontré de nuevo con René, mi antiguo compañero, que por esas fechas pasaba por la capital con las intenciones de lograr llegar a los EE.UU. o de conseguir una “chamba” en el D.F.

Pues bien, acordamos instalarnos provisionalmente en casa de mi hermana Aurora, en tanto cada quien encontraba su destino.

Yo me coloqué en el aeropuerto con el mínimo cargo de “para todo”. Llevar y traer mensajes, desempolvar archivos, limpiar la oficina o componer un mueble roto. Un verdadero dechado de empleo. Eso sí, me fascinaba estar en contacto con los aviones. En ese tiempo eran los “ases” del aire los DC-4 y DC-6.

Me sentía un astronauta cuando podía tocar en los hangares esos pájaros de acero. Me admiraba ver los motores por dentro cuando eran desarmados para su efectivo mantenimiento.

Me tocó sentir un temblor de tierra en el D.F., en el mismo aeropuerto pude ver estrellarse un avión de la fuerza aérea; y conocí de cerca los aviones Constellation (se pronuncia Consteleshion).

Comía en el pequeño restaurante que, con vista a los volcanes y a todas las pistas, estaba instalado en el antiguo aeropuerto metropolitano. También me hice de amigos que me dejaban (los que se encargaban de auxiliar a los viajeros con su equipaje) ayudarlos y me pasaban algunos pesos.

Ahí, conocí de cerquita a María Félix, y otra vez a Agustín Lara, a Jorge Negrete, a Pedro Vargas, y también me hacía disimulado para no darme de cara con alguno de mis ex compañeros con los que tiempo atrás había compartido noches de gala con Paco Miller. En verdad, sentía pena que me vieran de equipajero. Qué tonto era, pues hoy comprendo que el trabajo es el único honor verdadero que el hombre puede presumir y lo que yo hacía era eso, verdadero y honrado trabajo.

Me daba tristeza cuando, después de acomodar alguna de las maletas del genial Agustín Lara y él…, él que había conocido en circunstancias tan especiales como ya les narré, me ofrecía una gratificación.

Hasta entonces me di cuenta de las delicadas y finas manos que tenía Agustín Lara. Manos que acariciaron tantas cabelleras de hermosas mujeres que fueron la fuente inagotable de su elevada inspiración. Agustín y María, toda una historia romántica de México. Para mí, los comparo ahora con Romeo y Julieta. ¿Qué hermosos y sublimes momentos habrán pasado juntos, embelesados con su romance?

En fin… Llegaron los seis meses de mi contrato “a prueba” en el aeropuerto y fui premiado con una carta en la que notificaban que no tenía aptitudes para el desempeño de mis labores. Despido después de seis meses de llegar en punto de las 8 de las mañanas húmedas y frías. Despido después de repartir miles de mensajes, sin perder uno solo, de limpiar ventanas, de sacudir escritorios, de levantarme a las cinco de la mañana para recorrer cuarenta kilómetros y otros de vuelta. Adiós aeropuerto. Te dejo mis diez horas diarias de trabajo. Te dejo al homicida jefe de personal, que cumpliendo con su “deber” para con la empresa, asentaba su opinión para mi despido. Así, en esa forma, se explotaba la necesidad y el entusiasmo puestos en un tiempo en que se es meritorio y se da paso a otro nuevo empleado que entra con los mismos ímpetus que yo, para poner todo su entusiasmo y su energía al servicio de una maquinaria como hay miles en el mundo que carecen de corazón, para luego él también ser relevado por otro con las mismas necesidades y las mismas ilusiones: Encontrar un trabajo seguro. Pero no le hace, conocí el aeropuerto, tuve amigos y muchas horas de sana alegría con algunas lindas compañeras y, lo mejor: adquirí una nueva experiencia.

Quiero hacer la aclaración de que en esa época vivía en Tacuba, ese barrio que tantos recuerdos me ha dejado. No olvido tampoco que a 2 o 3 kilómetros antes de llegar al aeropuerto solamente había llanos. ¿Cómo ha cambiado?… Ustedes lo ven; ahora ya se encuentra en el zócalo.

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Mi buen amigo René, durante un tiempo que estuve en el aeropuerto, también trató de conseguir empleo, pero como no sabíamos hacer nada profesional ni en letras ni en números, pues andaba como Dios le ayudara a conseguir sus “quintos”. Mi hermana, a duras penas y con cariño de verdadera hermana, trataba que no nos faltara un lugar en su casa (casa de vecindad) y el necesario alimento.

Recuerdo que uno de sus tantos trabajos de René fue de “machetero”. Machetero se le dice en el D.F. a los que reparten, suben o bajan la carga de los camiones repartidores. Era demasiado rudo para él; así es que, mi estimado René, no te sientas triste porque no aguantaste más que unas horas descargando botellones de agua purificada que era lo que te tocó. En verdad que se necesita más fuerza que necesidad para desempeñar esos trabajos. Tengo experiencia suficiente para asegurártelo, pues yo repartía refrescos con mi amigo “Chocho” (como narré en principio), y quedábamos verdaderamente exhaustos después de cargar y descargar el camioncito que utilizaba para la distribución de las “Coca-Colas”.

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Al fin (siguen los al fines) mi hermana tuvo que viajar a Yucatán, pero nos dio la noticia de que había liquidado la casa un mes antes con tal de que tuviéramos ese tiempo dónde vivir, mientras decidíamos qué camino continuar.

Pasó el mes, el cual vivimos entre pobreza de dinero y abundancia de hambre, y tuvimos que desocupar la casa… Oh, cruel destino… Todavía nos esperaban más penurias.

Nos “hospedamos” ahora (por consejos y ayuda de uno de los hermanos de René) en la construcción (de una fábrica) que se levantaba por la avenida Revolución. Nos permitieron instalarnos en la (casucha) que normalmente se improvisa para guardar las herramientas de los trabajadores. Ahí, entre palas, picos, polvo de cal, y cemento, ladrillos y tabiques que nos servían de paredes con más rendijas que paredes y un techo de láminas amarradas a como se antojó a los que las acomodaron, cada quien escogió su rincón.

Una maleta vieja en donde teníamos un poco de ropa era todo nuestro patrimonio. Cuánta pobreza en nuestros rostros y en nuestra real existencia de pobres diablos sin casa, ni comida, ni guitarra, ni gloria, ni aplauso, ni maquillaje, sólo teníamos a nuestras santas madres que a más de mil kilómetros de nosotros estaban seguramente elevando sus oraciones pidiéndole al cielo que nos iluminara.

Coki Navarro

Continuará la próxima semana…

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