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Historia de un lunes – XXVIII

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NOTAS SOBRE EL VIEJO SUR

He hablado de las dos Méridas que coexisten en nuestro tiempo. He aludido, en especial, a una Mérida infausta que muchos de nosotros ignoramos, pero que yace enclavada en el corazón de la noche, plasmada de infinitas perversiones. Mérida que muchos turistas buscan, algunos para enfrascarse en ella. Otros, inyectados de morbo, la exploran para fotografiar su miseria y llevarse a casa un souvenir. Cuando existía la zona de tolerancia (el viejo Sur), proliferaban las incursiones inquisitorias de yanquis ebrios o drogados (hombres y mujeres) que simplemente se inmiscuían entre la muchedumbre: el Astorias, el Saratoga, el Río Rosa (nombres prohijados de lupanares más famosos y más intensos) recibían aquellas visitas importunas, no deseadas por los parroquianos y sus parejas.

Para acceder al interior de estos sitios (hablo de los más costosos), había que tocar una gravosa puerta de hierro. Por un ventanillo asomaba el rostro poco amable de un portero; por ejemplo, en el Río Rosa el cancerbero era un joven mestizo de nombre José, hijo putativo de una doméstica llamada María. José había laborado algunos meses en una carpintería; un día se descuidó y la implacable sierra le desmochó el brazo derecho. Mutilado, ya nadie quiso ocuparlo. Tuvo que refugiarse como portero en el Club Río Rosa con un sueldo miserable, pero con infladas propinas de clientes que deseaban entrar a ese sitio a cualquier costo. Memoro la aindiada cara de José enmarcada en el ventanillo. Memoro su fatigada voz.

Y por dos pesos le franqueaba la entrada a cualquiera. La zona, a pesar de ser roja, despreciaba a Marx puesto que en ella no contaba la sociedad sin clases. Había sitios de lujo para los que traían la billetera abultada, y otros para la chusma. Cundían también las casetas de fornicación, con foquitos rojos (después fueron amarillos) en la puerta. En ellos se ofrecían todos los servicios, sin faltar el de una segura purgación. En general, la zona era una ciudad (ciudadela) bullanguera y antiplatónica constituida por prostitutas de diversas jerarquías, homosexuales, mariguanos, alcahuetes y lesbianas. A la zona chic pertenecían sitios como el Mambo (que después declinó), el Saratoga, el Villa Magdalena y el Río Rosa. En ellos imperaban las rocolas Wurlitzer y los muebles lujosos. Una fuente y algunas venus de talla casi heroica exoneraban el difuso pasillo que conducía el gran dancing hall de mosaicos azules del Villa Magdalena. Ciertos muros alegaban pinturas de subido erotismo. Señoreaban el fraude y la mala fe por parte de hetairas y proxenetas, pero de algún ricacho obtuvieron la anhelada seguridad y se regeneraron. Otras se enamoraron de algún tipo, burlaron la celosa guardia de los infinitos cancerberos sureños y lograron escapar de su encierro. Muchas estaban ahí por su gusto, pero otras habían sido engañadas por lenones infames y por el ilusorio brillo del dinero.

Para preservar la seguridad de la zona roja, los dueños contaban con un nutrido elenco de golpeadores, listos a la acción. Recuerdo entre ellos al iguano, de inmenso abdomen, ante quien todos temblaban. Algunos eran exboxeadores envilecidos por el alcohol y por la droga, como el bombero López, que también sabía demoler con sus puños a los parroquianos que se negaban a pagar. Todos esos lugares, al comienzo, ostentaban su pompa y su pulcritud. Con el tiempo envejecieron y se llenaron de mugre. La gente, sin embargo, los colmaba.

Entre la zona alta y la zona baja pululaban burdeles diversos cuyos precios resultaban accesibles a personas de salarios modestos. Ahí las pupilas carecían del savoir-vivre y de la gloria de las de los lupanares suntuosos que (es fama) advenían de Guadalajara. Las muchachas de los lugares modestos –aseveraban los conocedores– eran más humildes y procedían de Veracruz y de Tabasco, pero estaban muy lejos de poseer la traza inmunda de las mujeres de la zona más baja, la más miserable de las zonas, donde bajo el signo de la bestialidad fornicaban sardos roñosos, mestizos ingenuos y estudiantes urgidos. De la zona media, también atribulada de rocolas y de golpeadores, es justo mencionar al Palacio Hindú, cuyas paredes exhibían groseros dibujos de odaliscas y de escenas lujuriosas, del “popular Roberto” (así se anunciaba, cuando todavía existía el legendario “Cinco de Mayo”, en una difusora de ese tiempo), el Veracruz, sitio muy frecuentado por estudiantes, el Villa Aurora. La Casita (de aquella voluminosa Fina Pelos), cenáculo de estudiantes jodidos y de obreros amargados por los acreedores, y uno más, conocido con el mote de la abuelita, cuyos propietarios eran una mujer rubia y su vástago, a quienes una leyenda negra imputó un día el inefable pecado de Edipo y Yocasta.

Alejados de la zona, pero hermanados a ella por las mismas intenciones y degeneraciones, florecían, hacia diversos rumbos de la ciudad, lugares como el Blanco y Negro, Remember, Farolitos, Los Pinos (del insigne becerro de oro, don Carlos Peniche: hacedor de versos, compositor y huésped de una muda torreta en cuyo aéreo cuarto leía la prensa y descabezaba la siesta después de libar toda la tarde), Mausoleo, Zambulá, El Silencio y El Bosque. (Creo que algunos de estos sitios perviven).

A Los Pinos, además de hetairas profesionales, lo frecuentaban mujeres casadas y divorciadas, entusiastas de Eros y de Baco. El encargado, un hombre hético (ojo, amigo corrector) llamado Cíntara, vigilaba con inaudito celo que no fuera fracturada la disciplina del lugar.

No debemos olvidar tampoco la afamada casa de don Pietro Carvaiale (en realidad, Pedro Carvajal, hoy, usufructuario de la paz eterna), sitio frecuentado por destacados políticos y ejecutivos y por no pocos decorosos individuos de nuestra sociedad.

Las francachelas de la zona de tolerancia fenecían con la primera aurora. Entonces todos, cortejados por trinos de pajaritos, marchaban solos o acompañados a sus habitaciones. Al día siguiente, la cita (para acometer la cruda) se cumplía en el Balalaika, un bar emplazado detrás de la iglesia del barrio de Santiago. El sitio, agradable y penumbroso, lo atendían dos hermanos, el chiquis y el Carmen. El Balalaika tuvo que cerrar al comienzo de los años sesenta porque el párroco de Santiago protestó contra ese antro de vicio que atentaba contra la moral y las buenas costumbres de los meridanos. El dueño, lejos de amedrentarse, abrió el Bar Jacarandas a un costado de otra parroquia, la de la Ermita, sitio más próximo a la zona, y donde se congregaban, a partir de las once de la mañana, hombres y mujeres emigrados de la noche borrascosa del Sur.

Ya he informado al lector (con algunos pormenores) de una zona de lujo para juniors y gente decente, y de una zona modesta, para consumidores de salarios modestos. Ya he marcado sus diferencias. También he aludido a distintos burdeles accesorios, divorciados de la zona, del memorable Sur loado por los bon vivants de su tiempo. Ahora hablo de la sección más miserable de la zona, sitio empedrado de iniquidades, atiborrado de deplorables cabarets, puestos de fritangas, cervecerías y patéticos lupanares de infamia. A las puertas de unos cuartuchos inmundos se formaban sudorosas sartas de clientes, quienes por cinco pesos compraban un pedacito de fornicación que les vendían verdaderas piltrafas humanas infestadas de espiroquetas y de hongos.

En este devaluado sector de la zona acaecían crímenes bestiales muchas veces disimulados por la prensa: cruentas contiendas entre bizarros homosexuales por el ardor de algún efebo indiferente, hetairas suicidas, ebrios acuchillados por otros ebrios abotagados por el alcohol y el machismo. Allí las rocolas tocaban, con indeclinable estridencia danzones, cumbias, boleros, rancheros de Pedro Infante y baladas de María Victoria. Allí se escuchaba a Hill Olvera y su “órgano” que hablaba, Los Tres ases, Lucho Gatica (por los años cincuenta), Sonia López y Bienvenido Granda.

Aquí dilapidaban su pobre dinero pobres jornaleros y campesinos (y aindiados sardos). Aquí pignoraban sus libros y su reputación estudiantes sin libros y sin reputación. Aquí, en este sitio dantesco, la miseria engendraba ignominias que envilecían al hombre. Aquí en esta tierra de nadie.

Por 1967 (hoy hará unos veinte años), indignados estudiantes se quejan ante la Federación Estudiantil Yucateca de la brutalidad de los cancerberos del Sur. Alegan que varios de sus colegas han sido golpeados y encuerados por esos villanos. La Federación encomienda la delicada misión de investigar esas agresiones a un líder estudiantil de innegable carisma llamado José Dolores Euán (a) el güero Euán, cuyo primer paso es entrevistarse con los propietarios de los burdeles. Los soberbios lenones no se molestan en recibirlo. En cambio, envían a sus guardaespaldas para que le den una paliza y lo exhiban, in puris naturalibus, en todos los antros de la zona. Los matasietes acatan esta orden para escarmentar al emisario, a quien por momentos obligan a bailar sobre las mesas para divertir a los parroquianos borrachos. De algún modo, logra escapar y los otros líderes son informados de lo ocurrido. La calurosa noche del 15 de septiembre de 1967 (tiempos malignos de Díaz Ordaz), mientras el gobernador emite el grito de independencia desde el balcón de Palacio, cientos de estudiantes furiosos queman la altiva zona y reducen a cenizas muchos de sus suntuosos edificios.

Algún tiempo después son reconstruidos los predios arruinados y la zona reasume su ominoso destino. La inesperada orden del nuevo gobernador Loret de Mola de clausurarla en los primeros meses de 1970, asesta el golpe definitivo a esa parva Gomorra provinciana. Al paso de los años, sus moradores –los grandes, los pequeños– comenzaron a abandonar el sitio donde habían medrado generaciones de viciosos.

Hoy, el Sur es apenas un postergado panteón de tiempos alegres devorados por la insaciable apetencia del destino. En él impera el obligado silencio de una antigua culpa, cuyos efectos expía la humanidad entera. Si Ud. se aventura por esas lobregueces es seguro que encuentre, aparte de algunas pobres familias inocentes, peñas de teporochos que apuran desmemoriados tragos de Habanero Parras y que fuman trabucos de mariguana mientras maldicen a la vida en la intimidad de esos cascarones olvidados.

(Junio de 1987)

Roldán Peniche Barrera

Continuará la próxima semana…

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