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José Estilita y otros cuentos

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PORTADA: BARCO HOSPITAL “EL MENSAJERO DE LA SALUD II”.

Realizaba su ruta de atención a lo largo del Río Hondo, Quintana Roo, frontera con Belice, en el cual el autor desarrollaba su servicio profesional.

JOSÉ ESTILITA Y OTROS CUENTOS

PEDRO HERNÁNDEZ HERRERA

PRESENTACION

A lo largo de dos años, de 1966 a 1968, ya hace un poco más de cinco lustros, el Dr. Pedro Hernández Herrera –en ejercicio profesional a bordo del barco sanitario Mensajero de la Salud II– tomó contacto con la mayor parte de los temas que ahora, aún palpitantes en su emoción, nos entrega en este conmovedor José Estilita y en los otros cuentos del Río Hondo, igualmente testimoniales y dramáticos. Algunos de los que también salen a la luz en este libro, apartándose de tal ubicación geográfica y de los temas médicos, tuvieron gestación posterior. A los bosquejos iniciales de unos y otros les prescribió el Dr. Hernández Herrera tratamiento de largo reposo. Supongo, por suponer, que se ciñó con rigor excesivo, demasiado al pie de la letra, a un consejo de su (¿podrá decirse así?) confesor literario: don Humberto Lara y Lara, de quien Pedro Hernández fue discípulo, médico y amigo.

Algún mediodía, en aquella sabrosa tertulia de la imprenta Zamná de don Humberto, a dos cuadras de Santiago, Pedro –según él mismo me ha contado– le pidió consejo acerca de si debería publicar o no lo que apoyándose en sus experiencias pensaba escribir. ¿Podría él ser escritor? Y la respuesta del maestro Lara y Lara, sabia, equilibró ingredientes alentadores y recomendaciones de cautela. Nadie –le dijo– sabe si es escritor o no antes de ponerse a escribir. Escribe sin prejuicios ni temores. Eso sí: lo que escribas somételo al dictamen del tiempo y de la reflexión. Y si al volver a leer tus borradores, después de un lapso razonable, te siguen pareciendo válidos, resuélvete a publicar ya sin miedo. Serás o no serás escritor, pero habrás conquistado ante ti mismo la seguridad de querer serlo…

La receta era excelente, pero al Dr. Hernández se le pasó la mano en los plazos de la espera y en el celo de la precaución, amén –también hay que decirlo– de que sus desempeños profesionales, y sus muchos traslados en dependencia de ellos (Quintana Roo, Sonora, Chihuahua, Nuevo León, Zacatecas, Coahuila, y el Hospital de Huipulco en el Distrito Federal, hasta volver al fin a Yucatán) no favorecieron las condiciones más propicias para poner manos a la obra. En borradores durmieron largo tiempo las narraciones, algunas estremecedoras, de su continuo navegar por las aguas fronterizas del río Hondo en el Mensajero de la Salud II de la Secretaría de Salubridad y Asistencia, desde Chetumal hasta La Unión… Mucho después decidió retomarlos y disponerse a su publicación, tras un tratamiento final, agregándoles otros textos de más reciente factura, y muy diferentes en su origen y motivación.

Y es el caso que, por amable encargo de los editores, viene a corresponderme la satisfacción de dar cumplimiento al ritual –que eso es casi siempre y no una necesidad– de presentar este primer libro de mi entrañable amigo Pedro Hernández Herrera, fruto literario ya sazón, comparable acaso –de manera un tanto metafórica, claro– con ese examen de grado que se presenta formalmente, ya con el título al alcance de la mano y desde antes ganado a toda ley.

Como médico, el Dr. Pedro Hernández Herrera ha pasado con altas calificaciones las exigentes pruebas de la eficiencia y de la vocación, al que une –en niveles de excelencia– los dones de su calidad humana, siempre generosa en las solidaridades afectivas, amistosas, fraternales. Es otra faceta de su personalidad la que hoy se enfrenta a un distinto género de examen: el del público.

Bien sabemos que los libros, a la postre, se califican solos; es decir, por sí mismos, en razón de sus propios valores. El fallo lo emite en definitiva el sínodo que integran la crítica y los lectores. Crítico literario no soy, ni se me debe atribuir autoridad alguna en tan respetable como especializada demarcación. Lector constante sí lo he sido desde hace más de sesenta años. Y sólo como tal me siento en aptitud de opinar, en contraste con aquellos que apenas salidos de su primer encuentro con el alfabeto ya se erigen en jueces. Y hasta me atrevo a anticipar, sin temor a los riesgos de la apuesta, que también en este examen –el de las letras– obtendrá el Dr. Pedro Hernández Herrera certificado en grado de sobresaliente.

Bien ha hecho don Leopoldo Peniche Vallado en repetir –varias veces, en menesteres de prologuista– lo que no todos recuerdan: que el del cuento es, probablemente el género narrativo que mayores exigencias presenta. En primer lugar –podría agregarse– la del escollo que supone ceñirse a determinados cánones y espacios. Algo semejante a determinados de algún modo a la misteriosa isla del soneto en los océanos de la poesía.

Los textos de este libro (me refiero concretamente a los cuentos del Río Hondo), que no por ser de autor primerizo en cuanto a su presencia editorial carecen de suficiente cuajo y robustez en sus cimientos, establecen comunicación con el lector por medio de un lenguaje directo, conciso, exento de ornamentaciones y alardes formales, pero –eso sí– organizado y dicho con brío literario. Sírvannos de ejemplo unas cuantas frases de El mañana queda lejos:El niño fue enterrado al día siguiente, cerca de la milpa. Nadie lo lloró. No sabían. El pobre tiene que ser fuerte…”

¿Tendencias, encasillamientos? Seguro estoy de que Pedro Hernández soltó la pluma –o la contuvo, según el caso– sin preocuparse mucho ni poco por este inevitable trance de las clasificaciones a que son sometidos toda obra y todo escritor. Tenía algo que decir y quería decirlo. Nada más, nada menos. Y para lograrlo se mantuvo fiel a las líneas tradicionales de un realismo (sin teorizaciones ni adjetivos) definido por la imperativa necesidad, diríamos vital, de relatar –mantener en vida– lo que tuvo privilegiada ocasión de ver, transportándolo a los territorios de la literatura.

El sudor, el aburrimiento, la lejanía, los tábanos, la caminata de leguas y leguas por el monte; el agua de las sartenejas; los incógnitos ruidos de la selva nocturna; el asco, la ilusión, la trampa, las tradiciones, los hechizos; la honradez en lucha entre la vocación y la burocracia; las solicitaciones del sexo y del alcohol; la soledad, la muerte, la desnutrición; el primitivismo, la rudeza, la ignorancia, la tosquedad; el cadáver de un niño rastreado por las lobregueces del río; las creencias de siglos pegadas a la piel; la sociedad de consumo y la que habitaba –¿habita?– las riberas de una porción ignorada de la patria; la desventura como costumbre; la miseria y las carencias como patrón de vida… Todo tiene su sitio en estas páginas.

El escritor se identifica con la humanidad, el mundo, que le ha tocado o ha querido vivir. Y lo cuenta. Así se contribuye al conocimiento y a la difusión del trozo de historia en que por destino o voluntad estamos involucrados. Las narraciones de Pedro Hernández Herrera –lo observará el lector– muestran, relatan, exhiben, pero no llevan el añadido de etiqueta alguna. No acusan intenciones deliberadas; describen con espontaneidad, sin prejuicios ni asomos de demagogia o, muchísimo menos, de pedantesca sensiblería. Tampoco se sitúa al margen del asunto, del drama. Si bien relata en tercera persona, se descubre su presencia en cada línea y, sobre todo, al revelarse sin la máscara de maquillajes embellecedores, el miedo –la conciencia manifestada– del médico novel al enfrentarse a los conflictos de la profesión ya lejos de la escuela, del hospital, de los maestros, privado de asideros. Y así consigue entregarnos, sin regateos, una emoción que transita con seguridad ese largo puente tendido entre tema, autor y lector. Se consuma una integral, por más que escueta, identificación entre el modo de ser y de hacer de los personajes y el medio que más que circundarlos los puebla interiormente y llena sus arterias de savias ancestrales. Encontramos en ellos el latido humano de seres –compatriotas nuestros– que viven separados de nosotros no tanto por la geografía como por el tiempo… Y tomamos contacto con una de las muchas y muy diversas realidades, aún no del todo descubiertas, que no siempre tenemos presentes al hablar con excesiva ligereza de la realidad de México, como si fuese una sola, plana y homogénea.

En los cuentos del Río Hondo –El mañana queda lejos / José Estilita / Se vende un pueblo / Texto amargo / La comadrona de Sabidos / El parto / y El desahuciado míster Roos, el tratamiento literario se nutre fundamentalmente en la memoria. En los escritos posteriormente –Los androides / Tarea aplazada / Estrella de primera magnitud / y Ataúd de piel / son la imaginación y la fantasía las que se dispara en busca –me parece– de categórico contraste con las sustancias testimoniales que dan cuerpo al recuerdo de los vividos a bordo del Mensajero de la Salud II. Reproducidos literalmente con cabal realismo, los personajes de aquellos (el pequeño Julián, Plácida, Concho, Celestino Pantí, doña Espíritu Cruz, Lucrecia, Matías, todos, todas) habían existido de verdad. Y estos, en cambio… Retiro lo de en cambio. ¿Podrían acaso precisarse por dónde pasa la línea divisoria entre lo real y lo que no lo es o parece serlo? Lo “irreal”, lo increíble –lo absurdo, no pocas veces– ofrecen escalas insospechadas para ascender o descender a las regiones de una meridiana certeza. Me parece, por ello, un acierto haber combinado en esta edición dos diferentes tipos de narraciones, confirmatorios ambos de las aptitudes de Pedro Hernández Herrera como escritor.

A Clemente López Trujillo, poeta fundador –fundamental– e ilustre también como investigador de nuestras letras, y a Carlos Urzaiz Jiménez, de tan sobresaliente trayectoria en la ciencia y en la literatura (no médico escritor ni escritor médico, sino médico médico y escritor escritor) hemos de acreditarles referencias y comentarios muy jugosos acerca de los médicos yucatecos que han producido obra escrita, bien por derivaciones de su propio ejercicio profesional o –acoto yo– de manera más directa en expresiones ya específicamente literarias.

Aún sin pretensiones de exhaustividad es larga la nómina y frecuente hay que agregarle nombres: José Peón Contreras, Luis F. Urcelay, Eduardo Urzaiz Rodríguez, Narciso Souza Novelo, Gonzalo Pat y Valle, Pedro F. Rivas, Miguel Alonzo Romero, Pedro I. Pérez Piña, Conrado Zuckerman Duarte, Jesús Amaro Gamboa, Manuel Contreras Gómez, Samuel Aguilar Sarmiento, Alonso Patrón Gamboa, Ramón Osorio y Carvajal, Alejandro Cervera Andrade, Arturo Erosa Barbachano. Recientemente, Álvaro Vivas Arjona. Ahora Pedro Hernández Herrera, quien ya desde mucho antes –no sobra aclararlo– había publicado en páginas periodísticas. Este primer libro (con textos todos ellos inéditos, salvo uno) anuncia, sin duda y con voz segura, que a su autor habrá de incluirlo desde hoy en la lista de quienes tienen bien ganado sitio, a la vez, como médicos y como escritores.

A reserva del juicio del público, el más valedero en definitiva, no omito el mío como primer –en el tiempo– lector. Y es el de que la sensibilidad del Dr. Pedro Hernández Herrera, ya demostrada desde hace muchos años en otras expresiones artísticas –el teatro, por ejemplo–, ha encontrado también idóneo cauce de expresión en la literatura. Bienvenida sea su presencia en las letras yucatecas.

Mérida, mayo de 1993

JUAN DUCH COLELL

Continuará la próxima semana…

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