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El Templo

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El templo resplandecía con un lúgubre color rojizo. Sus paredes parecían estar hechas de carne, las ventanas parecían orificios negros que se tragaban la luz, lo que parecían ser venas trepaban por la estructura orgánica, llenas de alguna especie de líquido negro. Parecía palpitar a la luz del sol, incluso respirar.

Miguel bajó el celular y miró hacia el edificio. Ahora solo había una iglesia común y corriente. Levantó el celular una vez más y miró en la pantalla. La masa viviente de carne se encontraba de nuevo ocupando el lugar donde se encontraba la iglesia.

Bajó el teléfono otra vez, esta vez saliendo de la aplicación que había estado usando los últimos días. Se encontraba sentado en una banca, bajo la sombra de un árbol, en el parque frente a la iglesia. Era de mañana y los puestos ambulantes empezaban a atraer a los paseantes que iniciaban su rutina diaria.

Había algo inquietante cuanto más tiempo observaba la escena: la gente pasaba frente a la iglesia como todos los días pero, si se prestaba atención, podía verse cómo algunos apresuraban el paso al acercarse a ella, e incluso otros simplemente se mantenían alejados. Hasta los puestos de comida parecían rehuir su presencia, aun cuando había muy buenos espacios cerca de las paredes del templo. Algunos jóvenes hicieron un esfuerzo innecesario para rodear el edificio, y unos ancianos hicieron lo posible para ni siquiera mirar en su dirección.

Podía asumirse que se debía al natural sentimiento de repulsión que algunas personas sentían por las iglesias, por un rencor inusitado o por la intimidación generada por la imponente estructura.

Todo esto sería algo meramente especulativo, si no fuera por lo que había visto en la pantalla de su teléfono. En cierta manera, se arrepentía de haberlo hecho. No. Para empezar, se arrepentía de haber comprado la maldita cosa.

Una semana atrás, Miguel había tenido la oportunidad de obtener un celular a un precio bastante razonable. Con las nuevas leyes hechas por políticos de mierda para joder a los pequeños negocios, se estaba volviendo más difícil encontrar reparaciones técnicas baratas, y tenía demasiadas cuentas que pagar para darse el lujo de comprar algo nuevo.

Su oportunidad llegó cuando casualmente se encontró a un vendedor ambulante en una esquina cerca del edificio donde trabajaba. Nunca lo había visto antes cuando transitaba camino al trabajo, así que fue fácil notar su presencia, sentado a un costado de un muro, con una sábana puesta en donde tenía asentada su mercancía. El hombre no parecía inusualmente diferente que otros vendedores, a excepción de la ostentosa chaqueta y el sombrero de abuelo que lo hacía destacar. Miguel supuso que esa era la intención.

Sin nada que perder, vio lo que el hombre tenía para vender, encontrándose con varias cosas mundanas: cuadernos de notas, calculadoras, tazas de metal, lentes de botella, e incluso una caña de pescar. Algo que todos los objetos compartían era que cada uno tenía al menos una pequeña ranura o abolladura, algunos incluso parecían haber sido quemados de un costado. Cuando le preguntó al respecto, el hombre sonrió y dijo: “La gente olvida que muchas de las cosas que uno adquiere alguna vez pertenecieron a alguien más, y parte de su vida se queda en estos.”

Miguel, con cara de confusión, se disponía a responder cuando vio el celular. Aparte de una pequeña grieta en la parte inferior, parecía estar en buen estado y, para lo que él lo requería, si la pantalla se encontraba bien era más que suficiente. Luego de verificar que encendía y probar sus funciones, preguntó el precio. Le pareció demasiado bajo, por lo que de inmediato sospechó.

El hombre le dijo que esta era una venta de emergencia, y que tenía que deshacerse de las cosas que tenía para conseguir algo de dinero.

Miguel pensó por un momento en la posibilidad de que el hombre estuviera mintiendo, que todos estos artículos fueran robados, y se estuviera deshaciendo de ellos vendiéndoselos a los ingenuos peatones. Parecía mucho esfuerzo solo para deshacerse de algunas cosas robadas. La verdad era que estaba ante una gran oferta y no había manera de que la dejara escapar. Sin dudar más, pagó y se llevó el teléfono a casa.

Los primeros días todo estuvo bien. Revisó el teléfono y comprobó que todo funcionaba, incluso el cargador de reserva, y la batería no parecía vieja. Ya no quedaba nada del anterior dueño, a excepción de unas cuatro fotos, que parecían haber sido tomadas mientras estaba corriendo, por lo que no se distinguía nada de ellas. No había números guardados y solo quedaba un único mensaje que evidentemente nunca fue enviado, escrito hacía unos meses, si la fecha no estaba equivocada. El mensaje solamente decía: “no vengas todo falló siguen aquí.”

El mensaje podía significar cualquier cosa, además ya era muy tarde para hacer algo al respecto. Borró el mensaje y pasó toda su información al celular.

El fin de semana, en su día de descanso, mientras revisaba su teléfono, se dio cuenta de la aplicación. No se parecía a otras que había visto. Tenía como icono un ojo rojo en posición vertical y su nombre era “RedSight”. La abrió. Inmediatamente se activó la cámara del celular. Después de un largo rato, no detectó nada extraordinario. Presionó todos los botones sin que pareciera suceder nada. Tal vez la aplicación debía hacer otra cosa y un error hacía que se activara la cámara.

Ese mismo día, al finalizar una llamada con un socio del trabajo, decidió abrir nuevamente la aplicación. Como la última vez, se activó la cámara y no pareció suceder nada. Se veía la calle y la gente transitando en ella.

Apuntó la cámara a su vecino.

En los dos años que había estado viviendo ahí, no le había dirigido la palabra, ninguna clase de discusión. Para Miguel, era un hombre decente. No supo qué pensar cuando la cámara le mostró la imagen de su vecino con una cosa habitando su interior.

La cosa era algo que le recordaba un sistema circulatorio, con ese mismo color rojo, pero con muchas más ramificaciones, y mucho más abultado. Las raíces de la cosa parecían extenderse por todo el cuerpo de su vecino, llegando a sus extremidades. La cosa palpitaba y parecía contraerse con cada movimiento de su vecino.

Miguel se rio. Era obvio que la aplicación era uno de esos filtros que ponían imágenes encima de las reales. Uno de esos programas como los que utilizaban para hacer esos famosos “Deep Fakes”, o como le llamaran. Era ingenioso y le hubiera gustado de no ser por lo excesivamente detallado que era. Aún no estaba seguro qué se suponía era la cosa representada. Le recordaba las imágenes de radiografías que mostraban cuán avanzado estaba el cáncer en un paciente moribundo. ¿Tal vez era esa misma impresión la que deseaba dar? ¿Una especie de aplicación gratuita para hacer conciencia, o algo así?

“¿Qué diablos eres?” –dijo Miguel en lo bajo.

Al instante, la cosa en la pantalla presentó decenas de ojos amarillentos con iris de gato que lo miraban.

Sorprendido, bajó de golpe la pantalla, solo para encontrarse con la dura mirada de su vecino. ¿Lo habría escuchado? Lo dudaba. Estaba al menos unos seis metros y a su edad le sería difícil escucharlo claramente, incluso si estuviera a su lado. La mirada de su vecino era afilada como un cuchillo. De no ser por el pequeño muro que los separaba, Miguel hubiera salido corriendo.

Su vecino continuó mirándolo por varios segundos, mientras Miguel intentaba hacer que las palabras surgieran de su boca.

Sin más, decidió regresar a su casa, intentando parecer lo más calmado posible. Cerró con llave y miró por la ventana: su vecino aún miraba en su dirección, sin parpadear. Pasaron horas. Por fin, al mirar afuera una vez más, su vecino se había ido.

Tenía que ser una coincidencia. En el instante en que musitó esas palabras, la aplicación había mostrado una pequeña animación para asustarlo. Que su vecino se comportara como un psicópata era preocupante, pero no podía haber una conexión entre eso y lo que había visto en su celular. Era simplemente muy estúpido.

Decirse todas esas cosas no le ayudó a conciliar el sueño, lo atribuyó al pánico que le había hecho pasar su vecino. ¿Cuál era su maldito problema?

Intentó distraerse, pero cada vez que agarraba su celular para ver la hora, contestar un mensaje o llamada, pensaba de nuevo en la aplicación. Su vecino no se presentó para molestarlo de nuevo, al menos eso era algo bueno.

Al no poder concentrarse, decidió buscar información sobre la aplicación en su computadora.

Luego de varias horas, no encontró nada que le fuera útil. Era difícil iniciar una búsqueda cuando solo contaba con el nombre de la aplicación. Intentó con las variantes “RedSight”, “Red Sight”, “RedSight Aplicación”, “RedSight App”, “RedSight Ojo Rojo”, y otras más. Se dio por vencido. Lo único que pudo hacer fue dejar preguntas en varios foros de servicio al cliente y comunidades de usuarios de celulares, pero estos tardarían un tiempo en contestarle, si es que alguna vez lo hacían.

Finalmente, la curiosidad pudo más.

Salió de su casa –sin dejar de mirar al silencioso hogar del vecino– y se dirigió a la plaza comercial.

La gente iba y venía de hacer sus compras en los varios establecimientos. Miguel se sentó en una de las bancas y sacó su celular. Presionó la aplicación y observó la pantalla. Inicialmente no pasó nada. De repente, notó algo en el suelo: un largo cable de color rojo parecía extenderse por casi todo el suelo de la plaza. Se podía ver cómo daba vueltas y esquivaba algunos objetos para seguir su curso.

Se puso de pie y siguió el rastro, aunque no estaba seguro dónde terminaba. No ayudaba que, con el teléfono a la altura de su cabeza, llamaba mucho la atención.

Finalmente lo encontró.

Un sujeto con traje de negocios hablaba con el encargado detrás de la caja registradora.

Miguel observó por la pantalla del teléfono cómo un extremo del cable rojo se conectaba a la parte trasera del cuello del dependiente. El hombre de traje también tenía una de esas cosas dentro de su cuerpo, con las mismas raíces extendiéndose por todas partes.

El hombre del traje se retiró de la caja y salió de la tienda, caminando junto a Miguel sin registrar su presencia. El cable rojo seguía conectado y parecía extenderse conforme avanzaba.

Mientras miraba el cable desplazarse por el suelo, se le ocurrió tocar con su mano el lugar donde supuestamente estaría el cable; no sintió nada. Luego de un par de intentos, decidió intentar algo más. Esta vez mantuvo la cámara del teléfono en donde estaba el cable. Acercó su mano lentamente.

Miguel respingó cuando sintió el cable con su mano. Sintió escalofríos al sentir la textura: era de una especie de material orgánico, algo que podía observar en su teléfono ahora. Sin el teléfono, su mano parecía agarrar un objeto invisible, haciéndole parecer que hacía un gesto con la mano; al observar a través de la pantalla, su cerebro registraba el cable en sus palmas y dedos.

Se dio cuenta de algo más: por el cable circulaba alguna especia de líquido, pues podía sentir sus vibraciones mientras corría por el tubo de carne.

Sintiendo un vuelco en el estómago, estuvo a punto de tirar su celular cuando el cable dejó de desplazarse.

Miguel miró con asombro que el hombre de negocios regresaba, mirándolo directamente a los ojos. La misma mirada asesina de su vecino. Y a través de la pantalla, los ojos de gato de la cosa también lo miraban.

Corrió como nunca lo había hecho en su vida. No paró hasta que la plaza estuvo más allá del horizonte, fuera de su vista.

Se quedó apoyado en un poste de luz de una esquina, jadeando por aire, con las piernas acalambradas. Era la primera vez en muchos años que había hecho algo de ejercicio. Media hora después, mientras se sentaba en una silla de un restaurante con una botella de agua, revivió el episodio.

No tenía idea de qué hacer. Aún dudaba de que lo que había visto fuera real. Si no fuera por el recuerdo de la sensación al agarrar esa cosa, podría atribuirlo todo a un engaño. Una broma de algún tipo. ¿De quién? ¿Del vendedor? Simplemente no veía por qué hacer todo esto a alguien como él.

Después de descansar un rato, se dirigió al lugar donde había encontrado al anciano. Aunque las posibilidades fueran mínimas, tenía la esperanza de que aún estuviera ahí. No fue el caso.

Vencido, decidió regresar a su hogar. Tal vez tuviera éxito con la computadora si lo intentaba una última vez. Cruzó el parque para cortar camino.

El teléfono sonó. Era la alarma que programó para avisarle del programa que quería ver. Eso ya no iba a pasar, por supuesto.

Con el celular en la mano, trató una vez más de convencerse de que lo que vio no era real. Tenía que asegurarse. Activó la aplicación y miró por la pantalla los alrededores del parque.

Esta vez le tomó menos tiempo encontrar uno de esos cables orgánicos.

Luego encontró otro.

Y otro más.

Los cordones de carne parecían rodear todo el parque, con algunos de sus extremos terminando en varias personas: Un conserje que barría el parque, una mujer sentada en una banca, un empleado de oficina que salía de su trabajo, un vagabundo que merodeaba por los arbustos, una niña que jugaba con su mascota…

Trató de encontrar la conexión entre estos personajes, pero no supo por qué los cordones estaban unidos a estos sujetos. Nada de esto tenía sentido.

Miró a la niña. Le costaba creer que una de esas cosas estuviera dentro de su pequeño cuerpo.

Los cordones, cables, venas, lo que fuera, convergían. Se dirigían a un solo punto, en decenas, centenas. Cada uno terminaba conectado a…eso. El templo de carne.

Y ahora aquí estaba. Sentado en una banca, pensando qué iba hacer a continuación.

No sabía mucho acerca de la iglesia. Al no ser un practicante, nunca supo exactamente qué sucedía en ella, más allá de las misas y quermeses. Del templo, sabía que había sido construido por el año de 1820, y eso lo recordaba porque lo había escuchado por una noticia: hace mucho tiempo una cámara se había descubierto debajo de los cimientos de la iglesia; contenía las tumbas de caballeros templarios que al parecer habían escapado hacia Sudamérica después de ser perseguidos por el Vaticano, o algo así. Recordó escuchar a algunas de las viejas del mercado decir que lo sacerdotes habían encontrado los cadáveres de personas que “le habían rezado al dios equivocado”.

De lo que sí estaba seguro era del cierre de la iglesia un par de años atrás, y que la gente ya no se acercaba mucho al lugar.

Entonces ¿qué clase de relación tenían todas esas personas con este lugar? ¿Acaso todas llegaron a entrar en esa iglesia en algún momento? ¿No había sido cerrada al público? Y si ese fue el caso ¿cómo habían entrado?

Miguel se levantó, dirigiéndose lentamente hacia el templo.

Al acercarse, sus sentidos registraron lo opresivo del ambiente. No era un sentimiento, sino más bien una sensación pasajera de peligro. Como cuando uno está a punto de meter su mano en donde sabe que no debería, y la retira. La sensación gradualmente aumentaba conforme caminaba hacia el lugar.

Miró a su alrededor y sintió cierto alivio al comprobar que nadie observaba en su dirección.

Si la entrada estaba cerrada, entonces tal vez si rodeaba el templo encontraría alguna manera de ingresar…

Cavilaba sobre eso cuando las puertas de la iglesia se abrieron de par en par. Miguel se quedó quieto, mirando cómo un viejo sacerdote de cabello blanco, casi calvo, salía las puertas, para volverlas a cerrarlas detrás de él.

El sacerdote miró a Miguel, al principio sin ninguna clase de expresión, para cambiar a una de alegría.

Esto inmediatamente levantó todas las banderas rojas en la cabeza de Miguel.

“Así que tú también lo tienes.”

“… ¿Eh…qué?” –dijo Miguel, sin entender por qué no había salido corriendo de ahí.

“La bendición” –continuó el sacerdote–. “Algunos la obtienen mucho antes de la consagración. Hace algún tiempo decíamos que no era justo para los que pasan por este proceso de la manera tradicional, pero ya no podemos ser tan selectivos.”

Su voz sonaba extraña, ajena. Demasiado neutral, carente de personalidad.

“Dime, ¿cómo la obtuviste? ¿Drogas? ¿Comunión? ¿Un trato? ¿Un intercambio? ¿Tal vez siempre estuvo en tu sangre? ¿O acaso esos no son tus ojos?”

Miguel, sin saber de qué diablos estaba hablando, miró por el celular.

El padre también tenía una de esas cosas, pero la suya era…diferente. Era mucho más grande, con ojos completamente negros, y sus raíces se habían extendido prácticamente por todo su cuerpo.

“Ah. Ya veo.” –dijo el sacerdote–. “Su tecnología realmente hace maravillas. Si continúan así, pronto todos estarán a Su alcance. Supongo que no queda nada más que dejarte conocerlo.”

Apuntó a las puertas de la iglesia, que ahora estaban abiertas sin que Miguel se diera cuenta de cuándo se habían abierto nuevamente.

“¿A qué se refirió cuando dijo ‘su tecnología’?” se preguntó Miguel, mientras se acercaba a la entrada de la iglesia. Definitivamente no iba a entrar, pero decidió seguirle la corriente al sacerdote por el momento. No estaba seguro qué debía mirar en el interior.

Miguel entonces levantó su celular.

Una última vez.

La carne de las paredes del interior pulsaba en grandes masas. Los vitrales estaban hechos de membranas que dejaban pasar una enfermiza luz rojiza. Donde los asientos deberían estar, había vainas, cada una conteniendo lo que parecía ser la forma de una persona de rodillas rezando.

Toda la nave principal, hasta el altar, estaba lleno de un líquido negro de consistencia acuosa.

El lugar estaba rodeado de venas rojas, que trepaban por las paredes como enredaderas.

En el altar, la imagen, la estatua de un cristo crucificado de tamaño natural.

Dentro de la estatua…dentro del cuerpo de la estatua…

Todos los ángulos del mundo se abrieron y el espacio entre las cosas se cerró al unísono, mientras la fisura en el rostro del tiempo daba luz a la esencia misma del todo que se derramaba en millares, expandiéndose a través de la dimensión hiperbólica de la existencia en cuyo seno Él hizo su nido, para así volver a arroparse de la materia misma y converger en la matriz del mundo que es el corazón de todas las cosas vivientes.

El sonido del celular cayendo al suelo de piedra fue cubierto por el de las puertas de la iglesia cerrándose de golpe. Un sonido que aquellos pocos que lo escucharon decidieron ignorar.

El sacerdote, afuera de la iglesia, levantó el celular. A veces se sorprendía de lo fácil que hacían esto para su Señor. Era obvio que continuarían creando cosas que permitieran verlos tal como habían venido a este mundo, sin saber que con eso también abrían más puertas a Su presencia.

Mientras la conciencia compartida del sujeto que alguna vez fue un sacerdote caminaba por la calle para continuar con su rutina diaria, tuvo una visión del futuro próximo donde todas las cosas bajo la luz de este sol moribundo compartirían la gloria eterna.

Y es que algunos buscan alcanzar la iluminación dejando que Él les hable a su corazón, dejándolo vivir dentro de ellos.

Y algunos otros hacen lo mismo…

Literalmente.

HUGO PAT

yorickjoker@gmail.com

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