XXI
CRÓNICAS ETÍLICAS A LA SALUD DE LOS HIJOS DE NEPTUNO
Hoy, domingo 31 de mayo (1981), llovió mucho. Jornada a la playa de Chuburná. Viaje en Renault por carretera. Nadar en el mar. Agua tibia y transparente. Broncearse bajo un sol que las nubes se emperran en apagar por momentos. Concluido el rito de bañarse en el mar, la visita imperiosa al Buen Compadre (restaurant and snack-bar le llaman los lavaplatos de Los Ángeles, de paseo por aquí). Una vez Oscar Palacios se propuso escribir una novela sobre el buen compadre y sus doce hijos, todos coimes, todos meseros, todos pescadores y también businessmen, ¿por qué no? Entiendo que Oscar escribió la novela, o por le menos se enredó en un largo esbozo de personajes y situaciones y posiblemente el Buen Compadre & Sons se le extravió por allá, entre bandejas de pescado frito, platos de ceviche y gratos tragos de brandy. El voluminoso manuscrito (MS) quedó del todo abandonado, y Oscar se fue a su bienamada Chiapas a trabajar en un periódico y a contar sus riquezas, ya nunca –para mala estrella de sus lectores– se publicó (1). Pero vuelvo a mi cuento. El propio compadre, dueño del lugar, nos sirvió platos de caracol, de ceviche y de hueva de esmedregal junto con las coronitas; ahí nos estuvimos inflando el buche y hablando de política y otras cuestiones hasta las dos de la tarde. La lluvia no nos daba tregua y los parroquianos hubimos de cambiar varias veces de lugar para evitar la mojadura. De estos sitios costeros donde la mar se adivina desde lejos por el olor, y el viento desata tempestades, me vienen a la memoria, en primer lugar, los balnearios del malecón de Progreso (el Veracruz, el Mocambo, etc.) atiborrados de música de rocola y de borrachitos. Donde sobre las mesas era obvia la ausencia del arisco marisco. Había otro sitio, en Sisal, con el regocijante rubro de “Felicidades”, pegado al mar y con bungalós propios para hacer el amor (pues es de advertirse que hay aquí un congreso del coito y un gran simposio del placer donde nos encontramos, de cuando en cuando, con jefes de alto plumero buscando, armados de encandilada lupa, pepitas de oro en los bosques afroditas de sus secretísimas secretarias). Pero, además de los obligados cultos a los coitos, están las mesas sitas en terrazas frescas y saturadas de mar donde algunas veces consumimos superiores y montejos mi compadre León, el terrible licenciado del Paso y yo mismo.
Pues, además de los tugurios del malecón de Progreso y el susodicho club “Felicidades” de Sisal, me acuerdo de una dizque sucursal del Bar Chemas de Mérida enclavada en Celestún, y de un tendejón donde vendían pescado frito y cerveza frapé que era de un don Lupe; este tendejón estaba por el tianguis de Progreso, su patio miraba al mar. Y ahí estaba, además de don Lupe, otro vejete que tenía a su cargo el servicio de la cerveza, mientras el propietario se enredaba entre cazuelas, sartenes, grandes cucharones y docenas de pejes agonizantes que sacaban las últimas chispas de plata de sus colas, abrían y cerraban las bocazas mientras iban echando el alma de pescado, y al fin se quedaban bien muertos, nada más sujetos a la terca redondez de un ojo al parecer vivo, despierto, abierto todavía a la vida y a los hombres; y miraban sin mirar, solo esperando a que don Lupe, charrasco en mano, iniciara su labor carnicera de destazar al animal e irle sacando, a marchas forzadas, las entrañas, las canicas de bilis, las vísceras impúdicas y, naturalmente, los ojos, que se habían quedado fijos en una mirada yerta y acusadora hacia don Lupe, el bárbaro armado de horca y cuchillo que tenía que ganarse la vida destripando a los hijos de Neptuno y a los primos lejanos del Pez de Oro.
Nos reuníamos en el tendejón de don Lupe, por el patio, frente al mar, el maestro Sangallo, director de la escuela confesional “San Carlos”, el risueño Melquíades, profesor de cultura física del plantel y santo borracho, el diminuto electricista No-Hoch y un cerrajero de nombre Chan, chaparro como No-Hoch, carilargo, achinado y patitiabierto. A veces se nos incorporaba el maestro Bartolo, de trigonometría, alto, rubio, ojiazul cual noruego, misógino, pompático, adorador de su madre y dueño de los codos de plomo más pesados de toda la península: aborrecía pagar, en otras palabras. Y ahí nos estábamos, libando, fumando y comiendo pescado hasta que nos entraba la noche, refrescados por la brisa del mar, la linda noche primaveral, y las mentadas disparadas por bocas putrefactas de alcohol y de cigarro. Entonces nacía una como soñolencia de pesada fatiga digestiva, de abotagamiento, y una alegría insuflada de tristeza, de eso de ser y no ser, de estar y no estar, de querer ser y no poder ser ni estar, hasta que don Lupe, borracho también, nos invitaba con infinita paciencia a que nos largáramos y lo dejáramos en paz, pues todavía tenía que encender el brasero y echar las cabezas de los pescados muertos en un calderón renegrido para preparar un buen caldo muy propio para borrachos y crudos y, al mismo tiempo, comenzar a limpiar una cocina en la que rivalizaban en cochambre los platos, las ollas, la hornilla, la mesa, las sillas y el propio don Lupe, apestoso él todo a pescado, greñudo, meado en los pantalones, haciendo pucheros y dibujando zigzags con los pies en un caminar inseguro e insustancial, sin rima ni ritmo, sin cadencias de rumbero cubano ni paso de conga a lo Cugat, desmusicalizado, desorbitado, desmañado. Y acababámos por irnos, uno a uno el director Sangallo, con tres cigarros haciéndole malabares en la boca, el pequeño No-Hoch, queriendo liarse a golpes con el director o con don Lupe, Chan el cerrajero mascullando las viejas mentadas de siempre, Melquíades, dueño ya de una sonrisa idiota, sórdida, echando las vascas y golpeando el puño con la hornilla sangrienta de don Lupe, y el maestro, Bartolo, rojo el rostro, embrutecido el semblante, inmerso en el profundo mar de su tristeza misógina, enterrado hasta el cuello en la densa arena de la fatalidad. Y así, ahogados todos en una borrachera porteña, ir volando a alcanzar al autobús para regresar a Mérida.
(1981)
(1) Un año después de la publicación de esta crónica fue editada (1982) esa novela con el título “En memoria de nadie”. Una segunda edición salió de la imprenta en 1992.
Roldán Peniche Barrera
Continuará la próxima semana…