Alfonso Díaz de la Cruz
Las últimas noches han sido calurosas. Eso explica el porqué de la ventana abierta.
Es de madrugada y la luz de la luna se filtra silenciosa a través del cristal, se extiende por la cama en cuya orilla se encuentra sentada Aura, bióloga de formación. Con ésta, suman tres las noches en que la escena se repite.
El reloj del buró marca las tres con quince minutos, otra vez.
Otra vez la cama está tendida.
Otra vez Aura está sentada en la orilla.
Otra vez tiene los ojos hinchados.
Otra vez pasa la noche en vela, mientras recrea las imágenes en su mente.
Otra vez ha llorado y otra vez tiembla, aunque el temblor ya es menor, mucho menor que el de la primera noche.
Van tres días desde que lo corrió de la casa.
Si cierra los ojos, se ciernen sobre ella las imágenes de los días, meses y años que precedieron esa arrebatada decisión.
Si cierra los ojos puede sentir los golpes, escuchar sus insultos y revivir las humillaciones.
Si cierra los ojos vuelve a respirar el aliento alcohólico con el que él volvía a casa, regularmente a las tres de la mañana, y la furia con la que se ensañaba en contra de ella.
Si cierra los ojos vuelve a sentir miedo.
Si cierra los ojos vuelve a temblar y a recordar cómo le suplicaba que no le pegara, que ya no volvería a hacerlo, aunque nunca supo exactamente qué era lo que ella hacía para merecer ser depositaria de tanto odio y tanta violencia.
Si cierra los ojos…
…es por eso que no quiere cerrarlos. Aunque tampoco es que pueda hacerlo. El sueño viene intermitente y, cuando lo concilia, las imágenes se suceden una tras otra, a manera de película. Una tras otra tras otra, mostrando exactamente, aunque sin un orden cronológico preciso, cómo fue la vida a su lado desde hacía poco más de siete años… hasta que finalmente no pudo más.
Hace tres días ya no pudo más y, armada tanto de valor como de miedo, ante el primer amague de golpe por parte de él, Aura le hizo frente y le detuvo la mano sin saber exactamente cómo ─tal vez por el estado de ebriedad de él─ y, con una determinación que terminó sorprendiéndola incluso a ella misma, lo corrió de su casa. Lo empujó. Lo encaró. Lo retó y le gritó que se largara de su casa y de su vida para siempre, que no volvería a permitir una vejación en su contra ni una sola vez más, que no se atreviera, que ni siquiera lo intentase. Y él, sorprendido en un principio y asustado después ─se le podía ver el miedo en sus ojos─ se marchó, no sin antes amenazarla con que entonces sería definitivo, amenazándola con no volver a su lado cuando ella le suplicara llorando que por favor volviera pues, sin él, ella no era nada.
Él sabía que eso no ocurriría; había algo en la mirada de Aura y en su actitud que mostraban una determinación que no dejaba lugar a dudas y que le inspiraba un miedo atroz. No volvería nunca. Ella jamás se lo pediría.
Aunque, claro, la determinación no podía durar por mucho tiempo. Pasados apenas unos minutos desde que aquel monstruo finalmente se hubiese marchado, Aura se sentó a la orilla de la cama, en ese mismo sitio en el que se encuentra ahora, frente a su cajonera y a la pequeña cuna de moisés que tiene sobre ella, y comenzó a temblar de manera incontrolable hasta que estalló en llanto. Su llanto contenía todo el dolor y el silencio de años, las humillaciones, el miedo, las heridas físicas y psicológicas que sólo ella conocía. Y el pavor de que él regresara. Y la culpa de haberlo corrido.
Lloró. Lloró de miedo, de gratitud, de rabia, de culpa. Lloró todo lo que jamás se había atrevido a llorar. Y lloró hasta que no pudo más y el cuerpo le exigió dormir unos cuantos minutos. Pero las pesadillas no se diferenciaban en nada a su realidad de los últimos años y, al poco rato, despertó sola, con el miedo de que el monstruo regresara. Eso hizo que se levantara y se sentara a la orilla de la cama, justo en el lugar en el que se encuentra ahora, y esperando alerta.
Él no regresó. Y no regresará nunca. Eso ella no lo sabía entonces, y no lo sabe aún. Es por ello que ha pasado las últimas noches así: en vela, primero esperando, después recordando, y ahora, durante la tercera noche, reflexionando. Todavía llegan las imágenes a su mente, eso es claro, pero la alerta inicial ha pasado. Ahora solamente está ahí, sin saber qué hacer y sin saber exactamente cómo fue capaz de haber hecho lo que hizo.
Ha caído en un estado de ausencia casi total y la mirada se mantiene fija al frente, a su planta que evidentemente, tras tres días de abandono, necesita un poco de agua. Es entonces cuando la ve: pegada a uno de los tallos centrales de su cuna de moisés, como si de un apéndice se tratase, hay una pequeña crisálida. Este descubrimiento la devuelve a la Tierra y la reconecta con su realidad.
─ ¿Cómo no me había dado cuenta de que esto estaba aquí? ─se dice, sin ser consciente de que por primera vez, en tres noches, centra sus pensamientos en algo más allá de su pasado. ─Por el tamaño que tiene, debe de llevar allí por lo menos unos doce días y debí de haberla visto más claramente durante los últimos dos. Es curioso con qué facilidad nos distraemos de eventos como éste.
Cae entonces en una absorta contemplación del mal llamado capullo. Pasan cinco, diez, no sé cuántos minutos, y entonces aquella pequeña prisión comienza a moverse; primero de una manera muy sutil, y después, conforme pasan los minutos, con más y más fuerza.
“Pobre” dice en voz baja Aura, mientras observa los violentos movimientos con los que la crisálida se mueve. “Tan pequeña, tan indefensa, y luchando por salir de ahí, sin saber que yo puedo terminar con ella en cualquier momento.” En ese instante, las imágenes vuelven a acudir a su mente. Los golpes, los gritos, y ella sintiéndose indefensa. “Sin embargo, aunque lo supiera, este pequeño bicho seguiría aferrándose a su lucha y a la vida.”
Entonces, al escucharse decir esas palabras, el miedo desaparece de Aura por completo, como si se encontrase al inicio de un túnel que le guiara finalmente a la luz que tanto ha buscado en los últimos siete años. “Un túnel” repite un tanto asombrada, sin despegar la mirada del fenómeno que tiene lugar en su cuna de moisés. “Seguramente así se ve desde ahí adentro, como un túnel al que apenas entra un resquicio de luz. Sin embargo, parece ser que para la mariposa ese pequeño resquicio es suficiente para alimentar su determinación.”
Mientras dice eso, un calor completamente diferente al que ha sentido durante las últimas tres madrugadas y siete años comienza a inundarle el pecho. No entiende qué es ni por qué lo siente, pero algo en su interior le dice que es algo muy importante, que tiene que seguir observando y hablando con ella misma acerca de lo que observa.
Eso hace y, conforme pasan los minutos, la violencia con la que se mueve la crisálida y con la que se rasgan sus paredes se hace más y más manifiesta. Le asombra la determinación de aquella mariposa por librarse de aquella prisión, como si le fuera la vida en ello. “Vivir o morir en el intento; con lo fácil que sería rendirse y terminar de una vez por todas con aquel sufrimiento,” reflexiona Aura.
De nueva cuenta se sorprende de sus palabras, y otra vez las imágenes se hacen presentes: ¿Cuántas veces no lo pensó? ¿Cuántas veces no se convenció a sí misma de que era la única opción? Rendirse, dejarlo todo, morir. Sin embargo, no lo hizo; tampoco la mariposa lo hace.
Al darse cuenta de esto, Aura comienza a llorar de nuevo. Nuevamente las lágrimas salen aunque, por primera vez en siete años con tres noches, el llanto se siente diferente. Por primera vez en todo este tiempo, llorar ya no le duele ni le genera miedo.
No entiende qué está pasando, pero no puede ni quiere dejar de llorar, como si de alguna manera el llanto le sirviese de baño purificador y la limpiase.
Pudo haberse rendido y no lo hizo.
Pudo haberse quedado encerrada y se negó a hacerlo.
Pudo haber tirado la toalla, resignarse a no luchar y morir en esa prisión, y se resistió con todas sus fuerzas a hacerlo de la misma manera en que la mariposa se resiste a morir.
La mariposa lucha como Aura luchó, y ya se pueden ver las antenas y las patitas delanteras rompiendo ese cascarón. Le está costando mucha energía.
Aura se cansó incontables veces. La mariposa sigue luchando.
Aura luchó hasta agotarse. La mariposa no se detiene y hace frente a la adversidad.
Aura hizo frente al monstruo que la detenía y aprisionaba sus alas. Y finalmente, en un acto de amor propio y profunda determinación, Aura se mantuvo de pie y decidió no volver ni retroceder ni un solo paso. Vivir o morir en el intento. Eligió la vida. Vivir o morir en el intento.
Las últimas resistencias de la crisálida son vencidas. Emerge una majestuosa mariposa de alas azules que revolotea frente a Aura y la pequeña cuna de moisés que hay en su cajonera durante unos breves instantes tras los cuales, aprovechando que la ventana se encuentra abierta, se marcha para enfrentarse al mundo mientras Aura, de pie, la mira alejarse bajo la luz de la luna.
Vivir o morir en el intento y la mariposa decidió vivir.
Vivir o morir en el intento, y Aura llora como nunca antes lo había hecho, pues ella también ha decidido vivir.
Las lágrimas caen a raudales. Por primera vez en siete años con tres noches, Aura sonríe, y se queda de pie allí, a la orilla de la cama…
A los pocos minutos caerá dormida y tendrá sueños libres de pesadillas. Por ahora, toca descansar bajo la luz de la luna.
Ya a la mañana siguiente, sin dudas ni miedos, segura de sí misma, comenzará a batir sus alas y echará a volar…