El gato nunca tuvo ninguna clase de problema. Jamás detectó padecimiento o anomalía fisiológica alguna en él. Era un gato sano, gris con rayas negras, cola esponjada y ojos verdes. Su comportamiento, al menos hasta ese momento, nunca difirió del típico de los felinos hogareños.
Aún recordaba cuando lo encontró. Volvía por la ruta que tomaba al regresar de su trabajo cuando vio la caja. Se encontraba junto a un poste de luz, a mitad del camino para salir de la calle.
Le llamó mucho la atención, porque nunca ante había visto en esa calle a nadie tirar algo, posiblemente porque no mucha gente vivía en esa colonia. Escuchó un extraño sonido de raspado. No lo suficientemente importante para hacerlo detenerse; cuando dirigió la vista al poste, detectó que provenía de una caja.
Vencido por la curiosidad, decidió acercarse. Esperó un momento para detectar si no había sido su imaginación y, justo cuando estaba a punto de dar la vuelta para continuar su camino, escuchó de nuevo el sonido. Esta vez estaba completamente seguro que provenía de la caja. Parecía haber sido apresuradamente cerrada con cinta industrial.
Se percató de que la caja no tenía agujeros. Lo que fuera que estuviera ahí adentro probablemente estaba ahogándose por falta de aire, posiblemente rasgándola en un desesperado intento por salir. Sin pensarlo más, la tomó entre sus brazos y empezó a retirar la cinta hasta abrirla por completo.
El gato estaba en el interior.
Los recuerdos de lo que pasó después estaban difusos en su memoria. Recordó haberlo llevado a casa sin tener una idea clara de lo que iba a hacer con él. Al siguiente día le había dado algo de agua y comida, e incluso un pequeño espacio para dormir.
Al recordar, se dio cuenta de dos cosas: lo rápido que el felino había entrado en confianza con él después de sacarlo de la caja y que no había intentado maullar mientras estaba encerrado. De hecho, parecía que no maullaba. Pensó que padecía alguna clase de malestar o simplemente era mudo, pero una revisión (durante la cual el gato pareció inusualmente tranquilo) demostró que todo estaba en orden.
Entendió que no tenía sentido preocuparse por eso; de todas formas, planeaba llevarlo al veterinario para constatar si tenía algo malo, castrarlo y ponerle sus vacunas.
Una semana después, las cosas empezaron a volverse inusuales.
Había empezado sus vacaciones y decidió pasar el día recostado en su sillón replegable, mirando televisión, bebida en mano. Cuando volvía a la cocina para servirse otro trago, notó unos puntitos rojos en el piso de la cocina. Sangre. Pequeñas gotas de sangre en el pulido piso blanco llevaban hasta la puerta del patio trasero.
La abrió, encontrándose con un pequeño montón de cadáveres de pájaros, apilados unos encima de otros. Salió de su sorpresa a tiempo cuando vio al gato volver con una nueva presa entre sus mandíbulas ensangrentadas, asentando su más reciente adquisición encima del resto, para entonces darse la vuelta y regresar a la calle.
Aunque un poco incómodo, terminó aceptando el suceso: según recordaba haber escuchado, era normal que los gatos cazaran y dejaran sus presas a la vista de sus dueños, como muestra de afecto o algo así. Aún así, la cantidad parecía algo que un grupo de animales salvajes hubiera hecho, y no un solo gato de casa, a lo que se agregaba que parecía que no había intentado comer ni uno de ellos, ya que no veía restos de huesos o plumas dispersas por ningún lugar. Ahora que lo pensaba, ¿había siquiera tocado algo de la comida que la había dado estos últimos días?
Decidió que era mejor tirar los cuerpos a la basura antes que se llenaran de hormigas y olieran mal. Mientras se deshacía de ellos, debió reconocer que no reconocía qué clase de pájaros eran: todos les parecían extraños. El único que le resultó familiar era ¿un cuervo? Estaba seguro que no había cuervos en esa región, o en el estado.
Se convenció que no valía la pena pensar en ello y regresó a disfrutar del resto de su velada.
***
El siguiente día tuvo un desagradable inicio. La alarma de su reloj le había despertado. Mientras pasaba de la inconciencia a estar completamente despierto lo vio: el gato estaba a un lado de su cama, sosteniendo algo en su hocico. El gato tiró su nueva presa a la cama, haciéndolo dar un salto cuando tocó su piel.
Era un ciempiés. Uno de tamaño considerable. Se contorsionaba en la cama, intentando ponerse de pie, su lustre caparazón carmesí reflejaba los rayos de la mañana, sus largas antenas se movían de un lado a otro, como si estuvieran buscándolo. No podía asegurarlo, pero le pareció que debía ser al menos del tamaño de su brazo.
Incapaz de dejar de verlo mientras se convulsionaba hasta volverse una espiral en el centro de la cama, experimentó un incómodo escalofrío que lo obligó a salir de la habitación furioso y asqueado.
Le tomó varias horas reunir valor para sacar la cosa de su cama con unos ganchos de ropa. No fue nada agradable ver esa cosa bailar frenéticamente mientras la alzaba fuera de la casa al contenedor de basura. Cerró este con premura y, por si acaso, le puso una caja encima para que no saliera. Luego llamó a un exterminador que estaba tan sorprendido como él cuando vio la cosa. El exterminador no lo mató sino lo encerró en un pequeño dispositivo. No cobró por sus servicios ya que técnicamente se había hecho la mayor parte del trabajo; le dijo lo afortunado que había sido, ya que esa especie de ciempiés era de África, y era conocido por tener un veneno muy potente que paralizaba y mataba a sus presas en minutos.
Luego de que el exterminador se fuera, regresó humeante a la casa, buscando al condenado gato. Sin embargo, al anochecer, desistió: no lo iba a encontrar en ningún lugar ese día.
Esta vez no durmió hasta asegurarse de cerrar todas y cada una de las ventanas de la casa y de cambiar las sábanas de su cama. Mientras intentaba dormir, se preguntó de dónde diablos había sacado el gato esa cosa.
***
Esa fue la última vez que vio al gato.
Mientras miraba la televisión desde su sillón favorito, tratando de relajarse con una peligrosa combinación de calmantes y licor, volteó a la ventana de la sala.
Al principio pensó que el gato estaba herido, que había sido atropellado, o que alguien le había hecho daño. Que su rostro estaba hecho jirones al punto de que parte de su cara estaba colgando de su cabeza, mientras goteaba un líquido oscuro.
Pero conforme se acercó lo vio más claro. No estaba seguro de qué era lo que estaba viendo.
La cosa –que parecía una mezcla de calamar, sapo y carne cruda– se movía lentamente en la boca del gato. Sus muchos pequeños tentáculos sin ventosas buscaban algo a qué aferrarse. Lo que lo hizo horrorizarse fue que la cosa fijara su mirada directamente en él… con sus múltiples ojos.
El gato soltó la cosa en el piso. Empezó a arrastrarse lentamente hacia él, dejando un negro rastro acuoso detrás de sí. Se quedó mirando con pavor, tratando de entender qué era lo que estaba frente a él; su cerebro se negaba a darle la orden de correr hasta que reconociera lo que estaba mirando.
La piel de la cosa empezó a cambiar: del marrón oscuro inicial, pasó a gris y luego azul oscuro, hasta un verde opaco. Todo esto sucedía al mismo tiempo que el cuerpo ondulaba constantemente.
El cambio de patrones y color en la piel de la cosa se volvió tan rápido, que parecía irradiar los colores del arcoíris, y otros que no pertenecían al patrón de colores terrestres. El mimetismo le impulsó a acercarse.
Al mirar a los ojos de la criatura, entendió que era solo un retoño, un embrión, y que necesitaba de su fe para crecer, que lo que fuera que lo motivara a acercársele se encontraba escrito profundamente en su ADN, y que esto le fue implantado a sus ancestros por seres como él. Sabía que esa cosa odiaba a los de su clase intensamente, y que solo había una solo cosa que podía hacer para calmar esa ira: adorarlo o morir.
Tal vez el poder de sugestión no fue lo suficientemente fuerte debido a que la cosa aún era joven. O tal vez los calmantes habían influenciado la química del cerebro de alguna manera que impidiera captar la información recibida en su totalidad. Derramó el resto del licor en la botella sobre la criatura y, con ayuda de su encendedor, le prendió fuego.
La cosa chilló. Escuchó su grito en su mente. Pronto se volvió una masa negra pulposa, sin vida. Debería reiniciar un nuevo ciclo de resurrección, algo que su verdugo ignoraba.
Se quedó sentado en su sillón, mirando a la nada. Al voltear hacia la ventana, constató que su ocupante felino se había ido.
El gato debía morir. No dudó ni un momento que esa era la única solución a todo esto. Con su muerte garantizaría el fin de esa pesadilla.
No iba a esperar a que apareciera. Salió en su búsqueda con una mochila llena de veneno, alcohol, cerillas, cuchillo y cualquier otra cosa que pudiera clavarle en su suave pelaje. Comenzó buscando en la misma colonia. Cuando no lo encontró, se le ocurrió que tal vez había regresado al lugar donde lo había encontrado.
Conforme pasaron las horas buscándolo, su desesperación le impulsó a preguntar a los vecinos. Algunos estuvieron reacios a hablar con él, les mintió diciendo que era parte de un censo de mascotas o algo por el estilo.
Lo más cercano a obtener una pista fue cuando un par de ancianos le hablaron de que los únicos gatos de ese rumbo habían pertenecido a una mujer mayor que vivía sola en los restos de una casa ahora derrumbada. Era la “Loca de los Gatos”. La gente había escuchado rumores: que hacía cosas extrañas en medio de la noche, entre ellas hablar hacia el cielo, como si mantuviera una conversación con las estrellas; que era una bruja y que todos sus gatos eran sus familiares; y, por supuesto, las clásicas acusaciones de que adoraba al Diablo y relatos similares. Noches atrás, los vecinos la oyeron gritar, aunque nadie se molestó en salir a revisar. A partir del día siguiente nadie la volvió a ver. Eso fue el mismo día en que encontró al gato en la caja.
Sin más opciones a su alcance, y dándose cuenta de que no tenía nada que perder, se dirigió al lugar donde había estado la casa. Era un terreno baldío, lleno de abundante vegetación, en el que aún se veían las ruinas de la antigua casa, con rocas de muros de piedra rotos, esparcidos por todas partes. Revisó el lugar hasta que la falta de luz le hizo difícil continuar. Aparte de cientos de huesos de animales pequeños, no encontró nada que le sirviera.
Frustrado y cansado, regresó a su hogar, acostándose para dormir, no sin antes cerrar con llave cada una de las entradas y ventanas de la casa. Sus sueños estuvieron llenos de sangre, fuego, gritos y ojos de gatos.
***
No se sorprendió mucho cuando despertó y encontró la mano en el pasillo.
Miró a su alrededor, aunque ya sabía que el gato no estaría en la casa. Luego de mucho dudar, se agachó para mirar mejor.
Era una mano derecha, cercenada en la muñeca. Parecía la mano de una momia, con un color gris-verdoso, completamente seca y arrugada.
Las cicatrices y ampollas que aún podían verse en la piel llamaron su atención, así como lo bien que se habían conservado los tatuajes en el dorso de la mano, intrincados y con letras en un idioma que no pudo identificar.
Estaba hastiado de la situación y no podía conmocionarse más. Se dirigió hacia la cocina y volvió con un trapo grueso y una pequeña pala de jardinería.
Cuando intentó levantarla, los dedos de la mano se contrajeron. Ahogó un grito, y le tiró el trapo encima.
Pasó mucho tiempo hasta que decidió alzarlo. La mano se aferró al trapo y, ayudada por el impulso, se lanzó hacia él.
Sintiendo el áspero contacto de la mano, sacudió el brazo hasta que salió volando hacia el final del pasillo. Cayó con la palma hacia arriba, los dedos moviéndose, buscando desesperadamente agarrarse de algo.
Lo que lo hizo perder la compostura y caer sentado al suelo fue lo que había visto en los pocos segundos que su piel había estado en contacto con la mano.
Imágenes de guerra, de guerreros cayendo ante criaturas con muchos apéndices, cada uno sosteniendo un arma de formas extraña; de campos de batalla tan llenos de sangre que habían enrojecido el cielo mismo; de cuerpos volviendo a caminar por órdenes de sus amos; de construcciones de carne hecha de los restos de los soldados caídos, y de seres humanoides entonando música de guerra desde sus muchas bocas.
Cosas que no debía saber. Cosas que se suponía debía ignorar hasta el día de su muerte, como todo el resto de las personas que vivían en este planeta. Cosas que existían, distantes, separadas por el tiempo y el espacio, y que ahora eran traídas a la puerta de su hogar por ese jodido gato.
También supo que el propietario de la mano buscaba su extremidad. Por las cicatrices y callosidades, sabía que estaba armado, y que estaría más que dispuesto de eliminar a quien se pusiera en su camino.
En menos de una hora dejó la casa, tomando todo lo que fuera vital para sobrevivir, dejándola vacía, a excepción de la mano, que aún se movía espasmódicamente en el suelo.
Huyó, y continúo huyendo por mucho tiempo, deteniéndose en algunos hoteles hasta que la ausencia de dinero lo obligó a vagabundear en las calles, siempre ocultándose, siempre en movimiento, asegurándose de nunca estar mucho tiempo en el mismo lugar.
Ahora sabía de dónde sacaba el gato las cosas que traía: del mismo lugar del que lo había rescatado. El gato siempre estuvo muerto y, cuando abrió esa caja, algo más salió.
En cuanto de las razones del porqué, solo podía adivinar.
¿Qué decían de los gatos y los ratones? ¿De lo mucho que les gusta a los gatos jugar primero con su presa por mucho tiempo antes de asestar el golpe final?
El juego había comenzado. Ahora solo era cuestión de esperar…
HUGO PAT