VII
HECHICERO DE MAMA
Mama es un pequeño municipio que se encuentra ubicado entre Chumayel y Tekit, en Yucatán, México. Su población autóctona conserva todavía sus viejas tradiciones y costumbres provenientes de sus abuelos y padres.
Su hermosísimo convento, completado con una noria, ejemplo del arte puro colonial, forma parte del atractivo turístico llamado la Ruta de los Conventos, que circunda la histórica ciudad prehispánica de Maní y remata en Oxkutzcab. De allá parte otra ruta turística llamada puuc o serranía, que se abre en las grutas o cavernas de Loltún, para proseguir hacia las zonas arqueológicas de Labná, X’lapak, Zayil, Kabá y Uxmal, sitios donde se levantó y floreció en toda su dimensión y esplendor el reino de los Tutul Xiu, uno de los gobiernos mayas más sabios y poderosos que existieron en la otrora civilización maya, cuando aún en aquellas lejanas épocas se dice que los hombres entendían el lenguaje de los animales, el canto de las aves, el sortilegio de los astros, viento y árboles que hablaban y también cantaban.
Pues bien, allá en Mama, vivió por los años 1940 uno de los Ah Pul Yahes o brujo maya más famoso de aquella época: don José Cob, cuya sapiencia en el arte del hechizo era tan asombrosa y proactiva, que sus clientes venían de todos los puntos de la península para consultar y utilizar las pócimas, amuletos y toda clase de objetos raros que pudiesen verse y apreciarse para realizar el trabajo o embrujo que le fuera solicitado.
Su rostro era enigmático e impenetrable; bajo de estatura, pelo lacio, de pies anchos, moreno y de ojos profundamente negros y de un brillar siniestro, que solamente verlos causaba temor. Su trato, aunque cortante, era tan agradable como terco, y siempre fue muy apasionado en realizar el trabajo que se le encomendaba. Su casa era como todas aquellas del viejo Mayab: de huano y embarro de kancab (tierra colorada), como esas que todavía se dibujan en las estancias de los indios de Yucatán.
La casa de don José se encontraba siempre concurrida por gentes de todos los estratos sociales y económicos de las ciudades y pueblos circunvecinos, principalmente por nativos, quienes poseían, y poseen aún, acendrada creencia y fanatismo sobre los hechos y sucesos sobrenaturales que se han suscitado en el Mayab, como las curaciones, embrujos y muertes extrañas e inexplicables que se han vivido desde épocas atrás en esta tierra arcaica donde emergió la gran cultura de la civilización maya.
Pues bien, allá en Mama se suscitó el siguiente hecho de brujería, atribuido en forma evidente y convincente a don José Cob, el hechicero que, al decir de aquellos pueblos, realizaba los trabajos más espectaculares como increíbles en ese arte esotérico que había aprendido de sus padres y abuelos, que poseyeron el dominio de la noche y de los vientos malignos para tomar la forma o el cuerpo de algún ave o animal para que llevara el mal o remedio que se le encargaba, y que iban destinados a determinada persona, vivienda o familia.
El suceso que a continuación describiremos tuvo gran notoriedad tanto en el pueblo de Mama como en Tekit, donde se originó y culminó el sorprendente trabajo de un hechicero maya.
Allá en Mama, donde se inicia nuestro relato, vivía don Lol Ku, un milpero que solía trabajar en forma muy aislada de sus compañeros. Aunque él tuviera que caminar más, siempre escogía el monte más alto y llano para tumbar, quemar y sembrar maíz y otros cultivos como yuca, frijol, calabaza, ajonjolí, etc. Un viejo amigo, que no era rico, pero tampoco pobre, le pidió hacer su milpa cerca del terreno donde él tumbaba o hacía su sementera. Como el monte era libre y no lo perjudicaba en nada, él accedió y así, durante dos períodos consecutivos de milpa-roza, trabajaron sin dificultades apoyándose uno a otro hasta que don Eustolio, que así se llamaba el compañero de don Lol, invadió el terreno que éste trabajaba.
Esto, desde luego, causó una fuerte discusión y pleito entre aquellos que en un tiempo fueron buenos amigos y, como no pudieron llegar a ningún arreglo y surgieron entre ambos serias amenazas; don Lol, más prudente, se querelló ante las autoridades agrarias para que allá se ventilara la justicia y solución a quien correspondía y se le adjudicara las tierras en disputa.
El fallo fue a favor de don Lol. Don Eus, perdedor en este caso, con toda la furia y el odio de su alma, profirió en las mismas oficinas agrarias las siguientes amenazas: –“Muy bien, amigo don Lol, con tus razones y tus supuestos derechos me has ganado la cuestión del monte, pero eso es porque la salud te favorece con todos los tuyos; pero si tuvieras enfermo a alguno de tus familiares no hubieras litigado o discutido con igual tesón o esfuerzo como lo hiciste”–.
–“Bueno” –arguyó don Lol en su idioma nativo–. “Solo que me hubieras hechizado y así enfermado no lo hubiera podido hacer. Así creo que hasta con mi milpa te hubieras quedado.” –
Y así, en un ambiente hosco de odio y rivalidad, ambos se retiraron del vetusto local de la agraria y, sin dirigirse ninguna palabra más, los dos se marcharon por rumbos diferentes.
Pasados algunos días, don Eustolio fue a consultar su caso al hechicero del pueblo, don José Cob quien, enterado del problema y en pago de varios favores (préstamos de dinero) y por una buena paga de don Eus, aceptó trabajar en el asunto planteado. A ello se dedicó durante trece horas, es decir, de las doce del día a una de la madrugada, un viernes en que la luna estaba en su cuarto menguante.
Para ello, don José se encerró en la casita que le servía como consultorio, no sin antes recoger varios enseres, tales como yerbas, flores, incienso, dos pollitos vivos como de a un mes de brotados, velas negras de cera, chile seco, sal en grano, vino balché, etc.
El humo oloroso y negro era a veces señal del trabajo intenso de este Ah Pul Yah, que rezaba entre labios algo ininteligible que por ratos cesaba y por otros surgía nuevamente con cantos, ruidos y golpes en las jícaras de zacá y balché con que se matizaba el brebaje de esa ceremonia tan temida y misteriosa por estos lugareños.
Don José, ante todo, había ordenado a su esposa que nadie, absolutamente nadie, debía acercarse donde trabajaba ni pasara por el solar que circundaba su laboratorio. Así lo hizo cumplir su mujer.
Después de la una de la madrugada, todo ruido, rezos, llantos, risas, cantos e himnos cesaron. El sitio quedó tan oscuro que parecía que ya ni la luna en su última fase quería aparecer.
El brujo salió de allá sin camisa, caminó en esa tenebrosa oscuridad por el patio de su vivienda, silbándole al viento y agachándose de vez en vez para recoger, sin ver de dónde, tierra y piedras que tiraba por los cuatro puntos cardinales, invocando a los yuntziles al amanecer. Con los ojos enrojecidos, entró a su vivienda, que apenas se alumbraba con un quinqué rústico de petróleo. A la puerta, varios perros montaban guardia como lo hacían todos los días con fidelidad. Cuando se disponían a dormir, el llanto grave de uno de esos perros que aullaba apagó los últimos cantos de los gallos, únicos que se atrevían a desafiar el sueño del hechicero de Mama.
Transcurridos quince días de estos acontecimientos, la esposa de don Lol, llamada Clementina, arregló muy bien a una hijita suya llamada Lupita, quien llevaba en la cabeza un tocado bordado con un lazo de cinta verde y que, agarrada de la mano de su madre, era llevada a pasear a la casa de su abuela materna. Pero al pasar por una de esas calles de corte muy antiguo de ese pueblo de Mama, circundados por frondosos árboles, súbitamente se desprendió de una de sus ramas un pájaro de color amarillo, de esos que los indígenas llaman Ix’tacay que, revoloteando sobre la cabeza de la niña, le arrancó con el pico la cinta de su tocado coquetón, desprendiéndole el cabello largo, y el lazo cayó al suelo.
La madre, extrañada por ese suceso y tomándolo como un hecho de mal agüero o hechicería, regresó de inmediato a su casa y, muy asustada y alarmada por lo que le había sucedido a su hija, dio cuenta de ello a su esposo.
Al poco rato de este raro caso, la niña yacía en su hamaca, presa de un fuerte dolor de cabeza que no se lograba calmar ni con los remedios que su mamá sabía aplicar para estos dolores.
Pasaron tres días más y la niña, en lugar de aliviarse, fue empeorando, al grado que ya estaba sufriendo intensas fiebres que la hacían delirar durante el día y la noche.
Don Lol, con ese instinto nato que poseen los mayas para detectar el peligro o el mal, enseguida se sentó en unas piedras lisas que se desprendían del montículo donde estaba construida su casa, y allá se puso a cavilar sobre la repentina enfermedad de su hija, iniciando desde que aquel pájaro Ix’tacay revoloteó sobre su cabeza y le arrancó la cinta con que amarraba el lazo. Desde luego, de inmediato sacó en conclusión de que lo que le estaba sucediendo a su hija era producto, sin lugar a dudas, de la maldad del hechizo o embrujo de su enemigo.
Sin pensarlo dos veces, se fue a Teabo, población cercana a su municipio para consultar a un H’men que también gozaba de mucho prestigio y renombre para combatir este tipo de hechicería. Éste, solícito, introdujo en su casa a don Lol y, después de enterarse muy bien del caso, no dudó en ningún momento de lo que sucedía a la niña era producto del mal viento, hechizo ocasionado como acto de venganza. Para cerciorarse mejor, sacó de entre sus utensilios de trabajo esotérico su zastún, o piedra cristalina y adivinadora. Tras rezar ante ella, echarle humo y enfocarla por los cuatro puntos cardinales de la casa, se hincó y empezó a murmurar oraciones en maya. Así fue como determinó que, efectivamente, el mal de la niña era producto grave de un hechizo, y para curarla tenía de inmediato que proceder a la ceremonia y cura de “kex” (cambiar o invertir el mal), que consistía, como hasta hoy se hace, en cocer un brebaje de distintas yerbas y raíces para de inmediato bañar a la niña, aplicándole además pases y exorcismos con una rama de zipché, que desde ese lejano ayer, como hoy, sigue siendo el arbusto consagrado entre los H’men oboo para repeler el efecto de los malos vientos y alejarlos de los enfermos hechizados.
Este ritual tenía que realizarse durante tres días consecutivos y al cuarto, después de que se le aplicó el último exorcismo, después de las doce del día, la niña ya estaba completamente curada del extraño mal.
Cuando don Lol retornó con su esposa al pueblo de Mama, y por fuerza tenía que pasar frente a la casa del hechicero, vio sentados entre unas piedras a los familiares de éste y, pensando que se burlaban de él, les dijo en tono agrio y amenazante: “Si algo más le pasa a mi hija, o si llegara a morirse, todos ustedes también morirán bajo los tiros de mi escopeta; de esto que no les quede ninguna duda.” Vuelto a su casa, agarró de su viejo sabucán siete tiros de tres en fondo, le puso sal a su escopeta calibre 16, y se guardó en el monte en espera de que saliera don Eus, su rival y odiado enemigo.
Estando allá agazapado, oyó una lejana, profunda y misteriosa voz que le dijo: “¿Serás capaz, Lol, de hacerlo si los dioses ya escucharon tus ruegos y han alejado el mal viento de tu hija?”
Sorprendido don Lol al no ver a nadie que le hablara de este caso en el oído, rebuscó y miró por todos lados y no observó nada. Se puso en cuclillas, cruzó la escopeta entre sus brazos y, después de meditar unos minutos, respondió en voz un poco fuerte: “¡No digo que lo hago, sólo muerto ese desgraciado y el hechicero se acabará la amenaza de muerte que pesa sobre mi hija!”.
Sin embargo, pasaron las horas y, después de no ver a nadie, regresó otra vez a su casa, y al otro día a su rutina de siempre. Así fueron transcurriendo los días, hasta completar semanas, y al hechicero o Ah Pul Yah no se le volvió a ver en Mamita, porque este ya se había mudado a otra población cuyo nombre y domicilio desconocía.
Los años transcurrieron. El caso de la niña y su milagrosa cura ya se había olvidado hasta un día, al concurrir don Lol a la fiesta tradicional de Teabo, esa fiesta de indios que año con año se verifica y donde, proveniente de distintos pueblos y municipios del estado, acude gente humilde con ofrendas y obsequios para depositar ante la imagen del Cristo Negro, casi idéntico al que se encuentra en el legendario y virtuoso pueblo de Ichmul, Chumayel y de San Román en Campeche.
En esas épocas Teabo, con sus calles pedregosas y polvorientas, acogía a miles de indígenas que llegaban con sus mujeres, portando huipiles y matizados de bellos colores, que hacían de esas añoradas fiestas tradicionales –sobre todo la vaquería– una primorosa estampa de música y danza clásica de una raza y cultura que no ha olvidado en nada su idolatrado mundo precolombino.
Allá el H’men le dijo a don Lol: “¡Ay, amigo, si no se le hubiera caído al pájaro la cinta que le quitó de la cabeza a tu hija, ten plena seguridad que ya estuviera muerta!”
–“Eso te lo digo porque en mi zastún vi y leí que un buen Pul Yah o brujo ya había cobrado buen dinero para causarle ese daño a la niña. Sin embargo, llegaste a mí a tiempo y pude conjurar todo ese maleficio que mucha gente no cree, sobre todo los dzules o catrines, que muchas de las veces se burlan de estos hechos, o “enfermedades” que ningún doctor universitario puede diagnosticar, ni curar, porque no pertenece a sus estudios ni a su ciencia.” –
–“Pero el hechizo existe, no es leyenda ni superstición de nosotros los indios, porque el “mal viento” es producido por esos Pul Yahes o brujos que saben cómo hacerlo. Si tú hubieras llevado a tu hija con alguno de esos doctores, ya estuviera muerta.” –
Así terminó esta historia absolutamente cierta, de la que hubo testigos y evidencias innegables, que ocurrió en el pueblo de Mama, donde se guarda fiel memoria de lo sucedido sobre el trabajo esotérico de estos legendarios como enigmáticos personajes que escribieron su arte y ciencia oculta, uno de los capítulos más asombrosos del mundo increíble de los mayas conocido por hechizo, brujería o “Pul Yah”, en el idioma maya.
Gaspar Antonio Xiu Cachón
Continuará la próxima semana…