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Las Fauces de la Muerte

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“¿Entonces quieres que comencemos ya?”

“Cuanto antes terminemos mejor, Viejo.”

El cuerpo de Jean Robert estaba atado a una silla, en una habitación debajo de una tienda abandonada.

El Viejo se dirigió a uno de los muchos estantes que tenía para buscar el artefacto. Nadie, ni siquiera Enzo, sabía su nombre y se dudaba que alguna vez lo revelara. Enzo conocía al anciano por varios trueques que habían efectuado durante un “servicio” en el Caribe hace un par de años. Era conocido por hacer trueque por drogas, plantas exóticas, entre otras cosas. También era un conocido practicante de la Santería, aunque en una forma inusual incluso para los más adeptos, algo que Enzo había atestiguado una vez por sí mismo y siempre se arrepintió por hacerlo.

Pero ahora no tenía otra opción.

El Viejo se acercó a Enzo, tomó su la mano y depositó unas pinzas.

Enzo sintió la resequedad y aspereza de la piel del anciano, la edad y las muchas cicatrices en sus palmas.

“Prepáralo mientras traigo la cosa.”

Enzo no dijo nada. Se dirigió al cuerpo de Jean, aún sangrante. Le alzó la cabeza y, con un poco de dificultad, le abrió la boca. Acto seguido, le arrancó los dientes. Tenía ya mucha práctica por las sesiones de tortura o “entrevistas a puerta cerrada”, como las llamaban en la Organización. Al menos este no se agitaba ni lloraba.

Cuando terminó, Enzo estaba más cansado que asqueado. 29 dientes adultos, menos dos muelas que al parecer habían sido extirpadas y un diente de oro que se quedó. Con la mirada le indicó al Viejo que ya había terminado.

Este caminó hacia Enzo. En sus manos llevaba una dentadura postiza, muy vieja y amarillenta, algo que parecía haber sido escupido de la boca de un británico de la era victoriana. De cerca, se podía apreciar un detalle singular: los dientes no eran humanos, al menos no todos. Dientes de perro, de gato, de coyote, de zorro, de vaca, de cabra, etc., y también dientes de personas, tanto vivas como muertas. Las Fauces de la Muerte.

“Asegúrate de estar fuera del círculo cuando comience” –dijo el Viejo, apuntando al círculo de sal que rodeaba la silla donde se encontraba el cuerpo.

El Viejo puso la dentadura en la boca de Jean, asegurándola en su lugar y luego, lentamente, dio unos pasos hacia atrás.

Los segundos pasaron mientras el anciano encendía unas velas y realizaba unos cantos, al mismo tiempo que abanicaba un ramillete de plantas. El ritual, se dijo a sí mismo Enzo, no era parte del procedimiento, era para asegurar que la cosa que iba a venir se apaciguara.

Un par de minutos después sucedió.

No hubo nada raro que lo anticipara: ni ruidos fuertes ni llamas infernales; tan solo la temperatura, que bajó en el cuarto.

¿Quién…?” –dijo la cosa que ahora se comunicaba a través del cuerpo de Jean, a través de la mandíbula maldita.

Un hilo de sangre salió de la boca y empapó la camisa. Enzo observó cómo el rostro se contorsionaba, como si la piel luchara para mantener lo que hubiera bajo de ella.

“¿Me escuchas, visitante? ¿Reconoces la voz de quien te ata?” –dijo el Viejo sin titubear.

“Sí…” –respondió con fastidio la cosa–. “Tú ordenas…por ahora…”

“Bien” –dijo el Viejo mientras se sentaba enfrente del cuerpo–. “Te ordeno que hagas todo lo que este hombre te diga”. Hizo un ademán a Enzo para que se sentara.

La dentadura ensangrentada le daba al rostro de Jean un aspecto feral. Le recordaba a los lobos grises que cazaba en sus viajes a las montañas en otra vida. La misma hambre, la misma ansia por clavar sus mandíbulas en la carne, por palpar su sangre.

Hizo entonces otro descubrimiento: un pequeño bulto rosado estaba en el regazo de Jean. Se había cercenado la lengua cuando la dentadura se cerró de golpe.

Esa cosa estaba hablando sin tener lengua…

Enzo quedó paralizado momentáneamente.

Cuando se recuperó de la impresión, razonó: no importaba cuánto pavor pudiera provocarle esta cosa. Había personas en este mundo que hacían cosas que los ponía a la par con monstruos como el que tenía enfrente, cosas que él podría sufrir si no obtenía la información que querían.

Empezó a hacer las preguntas.

Hurgando en los recuerdos del muerto, la cosa respondía con una voz que provenía más allá de la boca sin lengua del cuerpo. Le dio toda la información: nombres de figuras políticas, empresas asociadas, claves de acceso, coordenadas de lugares de interés, incluso información que estaba seguro la Organización no sabía que poseía, y mucho más.

Cuando estuvo satisfecho con lo obtenido, Enzo se levantó. Depositó en la mesa una gran suma de dinero y le agradeció sus servicios al Viejo.

Como respuesta, este le dijo que la parte difícil había pasado, que ahora solo debía expulsar a la cosa del cuerpo y de este lugar, pero nadie debía ver cómo lo haría.

Enzo no lo discutió. Estaba deseoso de salir de ahí.

Mientras se dirigía a la salida, la voz del otro lado se dirigió a él: “Te están esperando, Enzo, todos ellos… Los mantenemos ocupados, y arden en deseos de verte, siempre esperando que la siguiente misión sea la última… Todas tus víctimas, tus enemigos, tus amigos… Todos están listos para darte la bienvenida…”

Enzo no volteó. Reanudó el paso y cruzó el umbral de la entrada.

El Viejo cerró la puerta detrás de él.

Enzo dio una última mirada al cuerpo y a su habitante y alcanzó a decirle: “Los maté una vez. ¿Por qué una segunda vez sería diferente?”

La cosa le sonrió mientras la puerta finalmente se cerraba.

Enzo salió del edificio a la luz de día que inundaba las calles.

Encendió un cigarrillo y dio una larga calada mientras miraba al cielo.

Caminó por la calle, sin rumbo específico. Sin mirar atrás.

HUGO PAT

yorickjoker@gmail.com

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