El grito de Leticia permanece en la garganta, creciendo en espirales sobre el cadáver que cuelga del travesaño. Se ha animado a retirar el cabello del rostro y, al hacerlo, le sobresalta el movimiento estertóreo que aún recorre las piernas, y ese ronquido apenas audible del ahorcado.
El cuerpo pesa. Por más que hace para descolgarlo no lo consigue. A qué correr a la calle y asustar a los vecinos. Él ahí colgado, estático en el tiempo, y ella sentada en el rincón, mirando el vaivén del cuerpo que pende de la soga. Y es que era insoportable la búsqueda de abandono a que su esposo se dedicaba.
Leticia intentando escapar de la cotidianeidad recalcitrante y ajena. Los sueños pretéritos de esa historia que juntos decidieron ir construyendo, sepultando el dolor en ambos pechos, las traiciones – quizá nunca consumadas en lo físico pero sí dentro, en el sentimiento, en la memoria, en la mente – crearon barreras infranqueables. Las palabras hiriendo los cuerpos, hasta adentrarse como saetas envenenadas que ya no tendrían oportunidad de sanar la lepra que habían inoculado.
Todo fue transportado a la rutina de las últimas semanas: un rostro de ira que giraba por la noche dentro de la casa, de una habitación a otra, persiguiéndola. Leticia tratando de sonreír y abandonar la angustia que se paseaba por los rincones y las sábanas en su hogar. No había sitio para esconderse, no quedaba espacio para la ternura y los recuerdos del noviazgo: todo se había consumido en el fuego de las pequeñas venganzas.
El mirar de ella hacia otros varones que reconocían en su maternidad a una mujer completa, y luego, al llegar la tarde, mientras sirve la cena, caer en el rostro siempre tenso de su esposo, esperando arreglar las cosas, recuperar lo que se ha perdido.
Leticia comenzó a ver a Edgar en casa de una tía, cerca del cementerio. Se las ingenió para estar con él los jueves, durante un año, a pesar de las prohibiciones de su padre, que a tantos novios le había espantado.
La noche comenzó a mostrar sus frutos en los brazos de este hombre, y el placer creció tanto que decidieron transitar la eternidad con la presencia de un hijo para alimentar la vida. Tuvieron que casarse.
Construyeron un hogar más que cómodo, ante el escándalo de la pobreza del pueblo y sus ejidatarios. ¿Qué importaba más sino la felicidad completa? Pero, cuando el niño cumplió los siete años, sucedió que Edgar no pudo asimilar la violenta muerte de su padre en una noche de pelea de gallos, y la tragedia se amarró a su cuello como un grillete de odio, y no quiso soltarle más; en cambio, apretaba, apretaba, y el nudo era cada vez más fuerte.
Edgar se hundió en una depresión que lo ponía meditabundo. Nadie del pueblo podía hablarle sin recibir improperios de su parte. Su odio le causó las llagas que ostenta en los puños.
Podía vérsele gatear por el jardín de la casa, devorando hormigas venenosas, o subir al techo a dispararle a las iguanas que tomaban el sol sobre el muro. Los ojos en blanco se hacían una visión normal para su rostro – al no poder controlar el vértigo de la mirada – y el hablar solo, tan recurrente.
Solía llevar a su hijo al interior del cementerio. Entre los dos se encargaban de mantener impecable la tumba del abuelo: la pintaban de colores, siempre adornada con rosas y flores de la región, recogían los recuerdos por medio de fotos que luego, juntos, iban pegando en la pared del cuarto del niño, como armando un rompecabezas a la muerte, una ofrenda a la memoria, con esa entrega vital que Edgar le iba enseñando.
Leticia cuenta que Edgar se pasaba las horas mirándola dormir. En ocasiones, cuando ella despertaba para ir al baño, Edgar estaba desnudo en la ventana con la escopeta cargada, al acecho. Muchas veces ella lo cubrió con una colcha para esconderlo del frío amanecer, mientras aquél permanecía acurrucado en un sillón de la terraza, con el arma caída a un costado.
Edgar dejó de hablarle a Leticia. La ausencia del abuelo había convertido la casa en un altar, y el insomnio fue tragándose la cordura de este hombre. Antes acostumbrado a luchar, ahora solo luchaba contra ella, contra sus salidas a trabajar, sus llegadas tarde.
Se supo que Edgar decidió no separarse más de su hijo, rehuyendo la compañía de la esposa. Hasta se mudó al cuarto del niño, y ella los escuchaba durante las madrugadas hablando de temas intrascendentes: el color de los pájaros, la heladez del agua de los cenotes, de los eclipses que dejan caer la mitad de su luz sobre las hojas de los árboles, del sabor de la sangre de los venados, del olor de la pólvora húmeda durante la cacería, los recuerdos de una infancia que Edgar quería recrear en su hijo.
Leticia comenzó a sentirse sola en medio de su familia, ajena a esta historia que circulaba de los solares a la plaza, de la milpa al atrio de la iglesia. Todos pendientes de Edgar. Todos culpando a Leticia por la cordura de un hombre. Mujer hermosa, de carnes amplias, acabó por inundar de celos la cabeza de Edgar. Tan trabajador y dedicado, ahora lo miran desaliñado, con los ojos invadidos de tristezas, sumido en la pesadumbre, y ella siempre afuera: sólo Edgar se encarga de Adriancito.
Leticia estaba sola con el recuerdo de aquella piel de su marido que ya no se acostaba en su lecho, que se la pasaba por las mañanas acompañando al niño, y por las noches como un guardián que defendía la fortaleza de su honor. Vigilándola, asustándola, y poniendo a Adriancito en su contra. El niño crecía, robando la pasión de sus años.
Aquel anhelo de una vida juntos se quedó escrita en el templo la noche en que se consagró a Edgar, y ahora esas mismas fibras que tejieron su destino la asfixiaban, tenía que soltarse. ¿Cómo un ritual arcaico puede cambiar los ánimos? ¿Es acaso la muerte social una complicidad del matrimonio?
El cuerpo de su esposo aún se balanceaba.
Trepando sobre un banco, Leticia logró cortar la soga y el bulto cayó.
Aquella mirada, la boca manando sangre, la tráquea rota, y esa marca alrededor del cuello, amoratándole la piel.
Algo decía entre labios: que ella era la culpable de dejar al niño sin padre.
Qué importaba si había muerto. A fin de cuentas, sólo ella lo había visto. Si él hubiera querido ver la falta que le hacía en las noches, para abrazarla y sentirse protegida. ¿Por qué la culpaba si él había decidido largarse sin consultarlo con ella?
Conforme los días se agrietaban, el color de la mirada de su esposo fue adquiriendo tonalidades amarillas y rojas, negras de odio, palpitando en su cerebro, sobre los músculos de la cara, pero para el niño la sonrisa de siempre, intacta.
La casa se tapió de infierno con la desesperación de saberse vigilada, insomne a pesar de las pastillas, ignorada.
Edgar jugaba y se divertía con el niño, y cuando Leticia quería acercarse, el juego o la broma terminaban.
Leticia no pudo acostumbrarse a despertar con el sobresalto de ver a su marido en cuclillas sobre la cama, observándola: “Soy capaz de cualquier cosa”, le decía al oído mientras le tiraba del cabello. Luego se levantaba y salía a la terraza, escopeta en mano, caminaba por el jardín, se arrodillaba sobre los hormigueros con la mirada perdida entre los helechos, dejaba que los hormigones hicieran una fila sobre su torso desnudo; subía a los techos, y se quedaba fijo, ahí, como una gárgola, dejando a Leticia con la garganta comprimida por el miedo.
“Tal vez deba acabar con esta situación”, le dijo en muchas ocasiones para rematar alguna riña, y se llevaba al niño, mientras ella se encerraba en el cuarto, y el llanto la aventaba sobre las paredes de su prisión.
En la fiesta de cumpleaños de la madre de Leticia se les vio bailar juntos, sin despegar los cuerpos, y todos recordaron aquellos días de enamoramiento.
Leticia nunca estuvo dispuesta a rendirse, había decidido no dejar pasar los ardores de su piel, quería consagrarse de nuevo a su esposo: reconquistarlo. Si pudiera saber cómo lograrlo, si pudiera saber contra quién tenía que luchar: el recuerdo de su suegro, la marejada de celos, la rivalidad del niño.
Durante la fiesta, Edgar tenía la mirada penetrante de siempre para ella, mirada de ojos fijos; que se iba transformando mientras se deslizaba hasta el rostro de su crío.
Dijo que iba a la casa a darse un regaderazo.
Abrazó a Adriancito hasta que el niño estalló en risa, y media hora más tarde Leticia lo encontró colgado de un madero.
Sus pies no tocaban el piso. En la mirada el rencor se veía puro, disecado; colgaba del travesaño de la cocina, meciéndose ante los sueños inconclusos de su esposa, los ojos fijos en el vaivén, como un péndulo que con cada movimiento arranca la amargura del rostro de Leticia y destella en los instantes próximos de la muerte.
Ella siente enormes impulsos de correr, atravesando el pueblo hasta perderse en las milpas. Ajena a todo y a todos. Sabe que tardará en acostumbrarse a los silencios que inundarán la casa.
Ahora teme por Adriancito.
En los últimos días la mirada del niño se ha vuelto amarilla-roja, negra de odio. Quizá también le rehúya y guarde esa manía de ir al cementerio a visitar la tumba de su padre y platicar con él, como Edgar lo hacía con el abuelo. Acostumbrado a su trato con la muerte, la vida podría significar solo una lamentación, una sala de espera.
Tiene que evitarlo.
Por eso nadie debe encontrar el cadáver.
Arrastra el cuerpo hasta el baño; lo desnuda pensando en qué lugar su esposo ha guardado los serruchos.
Adán Echeverría