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El Barrio de la Ermita de Santa Isabel – III

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Capítulo Segundo

LA ERMITA DE SANTA ISABEL Y EL BARRIO DE SAN SEBASTIÁN

El barrio de San Sebastián es uno de los más antiguos, de mayor tradición de Mérida, y la Ermita de Santa Isabel ha estado siempre dentro de su perímetro físico, social y humano. Durante la época colonial sus habitantes vivieron la recoleta vida de extramuros, discurriendo su vida en casas de cal y canto y de paja en calles y plazuelas polvosas y lóbregas. Ambos formaban un rombo de pobres. Durante el siglo pasado, adormecidos en el abandono de las autoridades citadinas, se encontraban como a espaldas de la ciudad, y en las primeras décadas del presente continuaron sustraídas de todo progreso, de toda innovación. Hasta hace pocos años eran un barrio en ruinas, que sin embargo atraía a la gente porque en sus rincones se agazapaba la leyenda y proliferaba la conceja. Recorriéndolo, la imaginación transportábase a un pasado anecdótico y romántico.

Todo esto y su apartamiento del centro de la ciudad propiciaron en el vecindario un espíritu de solidaridad y hábitos casi privativos que imprimieron al barrio un carácter distinto del de los demás de la urbe. Entre 1900 y 1920, cuando existía en Mérida una singular “guerra de barrios” y de “esquinas”, los grupos de muchachos de “La Ermita” y de San Sebastián cobraron fama de ser los más agresivos y siempre se hermanaron para rechazar los ataques a sus dominios. Hasta era muy peligroso enamorar por esos lugares. Chicos y grandes integraban grupos que tomaban el nombre de determinadas esquinas o cruces de calles, sus puntos de reunión, como el de “El Gallo”, del cual todavía se hacen reminiscencias y comentarios de sus hazañas. Eran grupos de trompeadores, expertos en patadas de dos pies, que noche a noche organizaban encuentros o peleas para medir sus fuerzas con la de otras esquinas o barrios, previo desafío y en todo caso observando ciertas reglas de caballerosidad. Los peleadores se enfrentaban a los de su mismo peso, sin que nadie interviniera en favor de nadie. Eran peleas limpias, no montoneras, casi deportivas.

La antigüedad del barrio de San Sebastián se remonta a los tiempos de don Francisco de Montejo y León. En efecto, cuando el Adelantado delegó a su hijo, en 1539, sus facultades para la conquista de Yucatán, que aquel no había podido realizar, le recomendó que fundara la capital de la nueva provincia en tierra de los Peches, de quienes estaba agradecido por la franca hospitalidad y la alianza que le brindaron en sus días más difíciles, aunque lo hicieron impulsados por su antigua rivalidad con los heroicos Cocomes. Montejo el Mozo eligió Ichcanzihó, que por contracción dícese Thó –lugar de los cinco cerros– que se supone fundó Ah-Chan Caan, señor de Itzá y de la cual el Padre Diego de Landa opina que fue la segunda ciudad erigida por ese pueblo prócer. Estaba ubicada entre los cacicazgos de Chakán y Ce-Pech y, si bien pertenecía a este último, que lo controlaba por medio del entonces importante pueblo de Caucel, tenía también la vigilancia del cacique de Ce-Pech por medio de Itzimná.

El Conquistador sentó su real en el cerro mayor, respetándoles a los indios los terrenos más allá de los montículos, y organizando con parte de ellos los barrios que luego serían de Santiago y Santa Catarina por el lado poniente, donde se hallaba la única aldea que había encontrado al llegar al lugar, y justamente en la parte de Santa Catarina donde hoy se levanta el hospital “O’Horán” y la penitenciaría “Juárez”; de San Cristóbal, en el oriente, para instalar a los indios mexicanos que trajo consigo; de Santa Lucía, en el norte, que se poblaría con esclavos negros y mulatos, antes que se formara, en el siglo XVII, en el barrio que se denominó de Santa Ana; y, finalmente, de San Sebastián, en el lado sur del recinto que don Francisco reservó entre los cerros para que sus compañeros españoles edificaran sus casas solariegas.

Todos estos tuvieron desde el principio gobierno propio con su cacique, hidalgos y principales, y no estaban sus pobladores sujetos a ninguna encomienda de indios, pagaban sus tributos directamente a la Real Hacienda y sus actividades eran las de los naboríos o indígenas dedicados a faenas domésticas en pago de su trabajo. Su desarrollo fue lento. La población criolla no se extendió hasta los límites de estos barrios antes del siglo XVIII.

La división posterior en parroquias era de grande importancia para el control por la iglesia y el gobierno de la vida civil de los habitantes de los suburbios, comprendiendo hasta la condición social y económica de sus moradores. El nacer y el morir caían bajo los mandatos de esta eclesiástica distribución. “La ciudad estaba dividida en parroquias,” dice don Crescencio Carrillo y Ancona; “esto es, la del Sagrario Catedral era para los que se llamaban españoles o blancos, la del Santo Nombre de Jesús para los negros y pardos; la de Santiago para indios de barrio y criados españoles y la de Guadalupe para indios de las afueras de la ciudad o de su partido.” Don Fray Ignacio de Padilla compuso y autorizó el 14 de febrero de 1756 un “Arcángel General para cobro de derechos parroquiales en los curatos de este Obispado”, el cual aseguraba el sostenimiento del clero y del culto.

A este mismo efecto, los españoles levantaron templos en cada barrio, dejándoles una plazuela adjunta para que en ella tuvieran lugar las festividades religiosas. El de San Sebastián data del año 1792 y fue reconstruido con donativos de particulares, especialmente de don Juan Esteban Quijano, por eso su estilo difiere del de los otros. Es renacentista, destacándose su media naranja al frente.

Dejando de lado los cuentos de trasgos y fantasmas que durante dos siglos hicieron de las suyas por el rumbo de San Sebastián y su vecina La Ermita aprovechándose del cercano cementerio de la ciudad y de la falta de luz, ya que sólo unas cuantas calles disfrutaron desde fines del siglo próximo pasado de la mortecina claridad de los faroles estilo colonial, alimentados con aceite de higuerilla, nos limitaremos a recordar dos acontecimientos que conmovieron en el pasado a sus habitantes, uno infausto y otro fausto.

Tiene el primero relación con la muerte del Gobernador y Capitán General don Lucas de Gálvez, ocurrida como a las diez y media de la noche del 22 de junio de 1792 en la ahora calle 61 oriente, cerca de la Plaza Principal, en la forma bien conocida de todos los meridanos, y consistió en que el alevoso asesino, llamado Juan Alfonso López, después de perpetrar su nefando crimen, y de cruzar a galope de su caballo la referida Plaza, recorrer la calle de “El Aguacate” y atravesar la plaza de San Juan para avisar a un cómplice que “ya estaba hecho”, siguió hasta desaparecer en el barrio de San Sebastián y, en un solar yermo, mató a su cabalgadura cosiéndola a puñaladas y la arrojó tal como estaba aparejada a una profunda fosa que el mismo había cavado previamente, así como el arma que usara, un puñal atado en el extremo de un palo de escoba. Aquel solar yermo está a espaldas de la actual escuela oficial frontera al parque y a la iglesia. Como es de imaginar, el suceso puso el nombre del barrio de San Sebastián en labios y habillas de todos los vecinos de Mérida.

El citado Don José Esteban Quijano, principal contribuyente para la edificación del Templo de San Sebastián, fue importante personaje del siglo XVIII y famoso por su espíritu caritativo, de mucha riqueza, elevada alcurnia y grandes influencias, que murió en olor de santidad. En efecto, en una leyenda que publicó el Obispo Carrillo y Ancona en el álbum “Yucatán”, páginas de la 225 a la 229, editado en 1913 por Álvaro F. Salazar, se le atribuye el privilegio de haber recibido personalmente de la Virgen María, que con apariencia de mendiga se le presentó un buen jueves, invocando su reconocida generosidad, la petición de construirle su casa en ruinas, invitándolo a visitarla a fin de que se cerciorara de tal cosa. La extraña pedigüeña, que a pesar de la miseria de su traje lucía porte majestuoso y distinguido, “una gran dignidad como regia” y era bastante joven, le ofreció a don José Esteban identificarse “con un rayo de sol” y le dio su ubicación de su domicilio el lado este de la plazuela de San Sebastián, “cubierta entonces no solo de yerba sino de verdadera maleza, y casi de árboles silvestres, por entre cuya lobreguez aparecían y desaparecían, con rápidos movimientos y aspecto salvaje, las iguanas, los conejos, y otros animales monteses, que atraían allá a los cazadores no raras veces.”

“Lo que yo os pido, díjole, es que queráis reedificar mi pobre choza, que no merece otro nombre la que hoy tengo, y la cual además se encuentra tan deteriorada que no me cubre del sol ni de la lluvia ni de los animales. Mis vecinos son gentes infelices y pobres, que por más que desean favorecerme no alcanzan a lo que su buen corazón y mis necesidades requieren”. Don José Esteban prometió acudir puntualmente a la cita, y por lo pronto púsole a la mujer en las manos un duro de relevantes sellos, recién acuñado.

El día fijado, el devoto caballero dirigióse al lugar convenido, pero en vano trató de localizar a la mendiga. Inútilmente dirigió sus miradas indagadoras por todo el ámbito de la plazuela, hasta que se resolvió a penetrar en la ermita. Rezó y cuando levantó los ojos, al fijarlos en la Virgen que ocupaba el nicho central, vio un “rayo de sol” filtrándose por la grieta “más enorme de la desvencijada techumbre de paja y hojas de palma” iluminando la cabeza y rostro de la Sagrada imagen.

Don José Esteban comprendió entonces de lo que se trataba. La mendiga era la mismísima Virgen que se había ido a pedirle la reedificación de la vieja ermita de San Sebastián en que ella, su imagen, moraba. Y para que ninguna duda le cupiese, al pegar los labios al manto de la madre de Jesús, llevóse la sorpresa de encontrar asentada al borde de la peana, como una nueva prenda que de ella recibía, la nueva y resplandeciente moneda de oro que le había dado de caridad. A la Virgen de nada le servía el dinero. Debía ser para su casa terrena.

El señor Quijano mandó pues a edificar el templo de San Sebastián Mártir en honor de la Virgen, que de tiempo muy lejano allí se veneraba. El pueblo llamó y sigue llamando a esta iglesia de “Nuestra Señora de San Sebastián”, que durante trescientos años fue parte accesoria de la parroquia de Santiago. A principios del siglo próximo pasado se la anexó a la parroquia del Sagrario Catedral, hasta que en 1889, en atención al progresivo desarrollo del barrio, el propio Obispo Carrillo y Ancona la elevó a la jerarquía de quinta parroquia urbana bajo el título de San Sebastián, y el mismo especial patrocinio de la Santísima Virgen María en el ministerio de la Asunción.

No todas las noticias históricas favorecen la memoria del señor Quijano en cuanto a los móviles de su munificencia. La tradición cuenta también que ésta se debió a contrición, a su anhelo de obtener el perdón de Dios, o a penitencia que le fue impuesta, por su intervención en el asesinato de don Lucas de Gálvez de la que en sus días se hablaba a sovoz. Decíase, aunque nunca ni siquiera se intentara probarle nada, que fue, solo o con otros, autor intelectual de aquel crimen por todos lamentado. Algunos ven una velada alusión a esta creencia en la novela “Memorias de un Alférez”, de don Eligio Ancona.

El segundo acontecido es muy de otra naturaleza y venturoso. El día 18 de febrero de 1845, nos cuenta el “Registro Yucateco” en una nota intitulada “El Aeronauta D. José María Florez”, Mérida presenció por primera vez un brillante espectáculo. Un viaje aerostático… El viaje duraría veinte minutos, elevándose el globo, en nuestro concepto, a una altura de siete mil quinientos pies. Su dirección fue en rumbo del O.; pero, después de permanecer inmóvil como tres minutos, una nueva corriente de aire le hizo retroceder un tanto, y por fin descendió, con toda felicidad, en el barrio de San Sebastián, en donde ya esperaba al viajero un numeroso concurso. El señor Florez fue paseado, como en triunfo, por las principales calles de la ciudad.”

Humberto Lara y Lara

Continuará la próxima semana…

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