VII
MÉRIDA LA NEGRA
He sostenido, recientemente, una larga conversación con R.V.Z., un hombre de unos cuarenta años, casado y dueño de un empleo remunerador. Me confió ese decoroso ciudadano (me pidió anonimato) ciertos sugerentes aspectos de la Mérida negra a que he aludido en pasados escritos. R.V.Z. había entablado amistad, en el desaparecido Café Ferráez, cenáculo de trovadores, con un respetable profesor de secundaria, una noche que se disponía a consagrar a su novia (chica con la que finalmente se casaría) una clásica serenata meridana en la que no podían faltar piezas de Palmerín, Guty, Coki Navarro y Manzanero. R.V.Z. y el maestro se avinieron enseguida, primeramente porque los unían su amor al arte y su desmedida fobia por las banalidades. Por conducto del profesor, mi protagonista conoció a otros diletantes (un ingeniero, un C.P., un arqueólogo y otros que adolecían de títulos profesionales) enemigos de la vulgaridad. Se congregaban en el Ferráez o en otro café difunto, La Sin Rival, y conversaban hasta muy cerca de la media noche sobre cuestiones como el próximo concierto de Jorge Noli en el Peón Contreras o del más reciente vernissage en la galería de la Casa de la Cultura. Se leían en alta voz trozos de piezas de Shakespeare (que generalmente se reducían al soliloquio de Hamlet) en la lengua del autor
For murder, though it has no tongue, will speak
with most miraculous organ.
Se discutían a Wagner y a Goethe, y a don Justo Sierra y a don Gustavo Río. R.V.Z. acababa siempre congratulándose de haberse hallado almas como la suya.
Con todo, los amigos de mi héroe pertenecían, por lo menos en sus aspiraciones, a la Mérida negra. En la noche (en la alta noche), cuando habían concluido las áticas discusiones sobre Der Freischütz y Lohengrin, sobre Kafka y sobre el atonalismo de Schoenberg, el profesor, el ingeniero, el C.P. y los demás abordaban el automóvil negro del ingeniero y consagraban el resto de la noche y parte de la madrugada a circunvalar sin prisas la Plaza Principal para observar con comodidad a los pederastas, a los afeminados y a las prostitutas ahí reunidos. Como estos curiosos de lo ilícito, había otros muchos, embozados en sus vehículos, voyeurs entusiastas. Algunos, más audaces, se apeaban de sus automóviles para ser testigos cercanos de la acción. El movimiento a esa extraña hora de la noche era inusitado: personas iban y venían, unos partían hacia el Tropicana para ver el travesti show, otros llegaban saturados de alcohol de alguna cantina clandestina, algunos más tomaban de la mano a alguien (un efebo o una suripanta), e iban (al igual que varios turistas gays) a un oscuro rincón de la plaza a arreglar el precio. (Y por supuesto que se encendían, aquí y allá, las luminosas luciérnagas de la mariguana…)
Y de pronto era el final de la noche. Entonces sonaban, con asombrosa claridad, cinco campanadas en el reloj del Ayuntamiento, y así entendían que estaba amaneciendo. Y al igual que en la espantosa noche de la Montaña desnuda de Mussorgsky, con el amanecer todos los malos espíritus desaparecían.
(Junio de 1987)
Roldán Peniche Barrera
Continuará la próxima semana…