(Cadáver exquisito a tres tintas)
VI
Juan José Caamal Canul
Frente al mar. Siempre frente al mar. Mar que semeja su liso abdomen que se ondula lentamente, suave oleaje en paralelo compás a la respiración de su ser…
Conoció al forastero. Dicharachero y de palabras directas. Ella miraba intensa y discretamente su persona. Le hablaban de él. Para casi todo, como referencia. Ella deseaba conocerle personalmente, sin intermediarios, ni que alguien intercediera. Evitar el tan a mano y socorrido formulario convencionalismo “¿Me lo presentas?”. Se hizo notar, pero fue un intento en balde. Un primer acercamiento frustrado.
Su amiga, con una media sonrisa en los labios y la mirada distraída le dijo: “Eres poca cosa para él. Por eso el trato, minimizándote. No lo odies. Prepárate para amarlo. Alístate para un segundo y un tercer intento. Y los que sean posibles y necesarios.”
Concluyó estudios superiores, diplomados y Maestría. Y el forastero y la oportunidad de mostrarse como persona se alejaba más. Lo veía ahora menos humano, casi un dios, menos alcanzable; un ser superior.
Terminaron e iniciaron temporadas laborales. La frustración, sombra persistente. Hasta que decidió tener una pareja y hacer vida en común. El matrimonio era ¿lo indicado? Una decisión y un anuncio impulsivo que su hermana, amistades, vecinos y familia asumieron con sorpresa; ámbito femenino y social que cumplían la utilitaria función de recibir al esposo por las noches y engendrar hijos.
William estaba a la mano y con él unió su vida, enamorada por un lado, y para olvidar al forastero.
Durante trescientos sesenta y cinco días miró fotografías y el video de la ceremonia religiosa y la recepción de su boda. Añoró siempre el vestido de novia. ¿De qué materiales están hechos los trajes de novia?, ¿de sueños e ideales?
Le encantaba el aroma de los tules, encajes y la organza, el rumor que hacía el conjunto textil al frotarse entre sí y al deslizarse sobre el piso.
Miró foto tras foto.
Día tras día fueron llegando y acumulándose las amarguras y sinsabores.
Foto tras foto fueron trastocándose en hojas resecas, cayendo en el otoño de su matrimonio. En tan solo un año, un lujo, porque hay quien dura menos.
Otra temporada de empleo y un poco más cerca del forastero. Sólo pensaba en él. En su forma de hablar. En su ímpetu y fuerza en el trabajo. Su desprecio por las bebidas y el tabaco. Un ser incólume. Vertical. De principios. Exigente consigo mismo y con los demás. “No tengo por qué ser obsequioso; el esfuerzo y los sacrificios me costaron llegar hasta aquí, al día de hoy.” Su persona impoluta.
Pero no lograba su meta existencial: Ser y estar en su atención, en su ámbito preferencial.
Consumó su matrimonio y se decidió por un primer hijo. El mar que se inmiscuía por la ventana acompañó el hecho. La imagen del forastero también estuvo presente en la habitación. Fue algo mágico. Logró lo que ella con William no iba a lograr nunca. Sobre todo porque William, de alguna manera, comenzó una reprimenda que derivó en rechazo a su persona al idealizarla y no hallarla intacta.
Cartas. Chocolates. Flores. Un mensaje. ¿Habría alguien, alguna vez que obsequiarle? Sería William o el forastero. O algún compañero de la secundaria con el que se encontraba en alguna cancha en penumbras o el profesor que la llevaba en su auto por ahí y con los que aprendió, si es que se puede aprender a besar, por lo menos a afinar puntería y precisión.
Luego vino el bautizo e invitó a algunos compañeros, aunque hubiera deseado que el forastero estuviera. A cada momento invocaba su nombre y su imagen se presentaba en la charla y las confidencias. Siempre sí estuvo invitado, no tanto involuntaria, aunque sí premeditadamente.
Una nueva temporada laboral. El trabajo conjunto logró, ahora sí, su anhelo y cometido. Muchas horas de trabajo en común, el cumplimiento de las indicaciones al pie de la letra, la atención que ella le dedicaba hizo que él se fijara en ella, valorándola casi como un diamante todavía por pulir, que podía llegar más allá o hasta donde su ambición le impusiera.
La preservaba de la compañía de otras personas. “Es un papanatas. Un don nadie. Un pobre niño rico. Son chusma.” Se refería a alguien en particular o de manera general al conjunto de oficinistas. Cuidaba de su alimentación y sus horas de ingesta. Atento siempre a sus mínimas acciones. “Yo te llevo”. “Paso por ti”. Varias veces la invitó a quedarse en casa. Había una habitación que podía usar. La esposa compartía la recámara con los hijos.
No aceptó. Pensaba que no debía estar bajo el mismo techo. ¿Será una costumbre de los de afuera, tener a las dos en la misma casa? Como aquel profesor vecino que tuvo esposa y amante en recámaras separadas, pasillo de por medio. Y que un día descubrió, él y los hijos adolescentes, en una hora inusual de la noche en la cocina, que compartían amores con la señora.
Mujer objeto siempre, hasta de los maltratos físicos y golpes de un marido y luego favorecida con la bondad y caballerosidad del profesor. El profesor, el viejo profesor que años después se extravió en brazos de otra novia o en el pantanal de una región de ríos y lagunas, sin que nadie más supiera de él. Donde no existe un túmulo de tierra o basura para recordar su memoria sobre la tierra. Y Un viaje de trabajo cerró el ciclo. Caminaron y se amaron en una ciudad desértica y caótica. Lejos de la vida cotidiana y lo que le daba raíz y sustancia a su existencia. Es lo que pensaba, ¿ensoñaciones?
Valentina en la cama con su muñeca, amiga del alma. Su siempre e infalible consejera.
El mar estaba lejos. Risas. Murmullos. Rumores es lo que la rodeaban. Un penetrante hedor a tabaco y alcohol.
Desde el pasado, en el presente imaginaba su futuro. Había que dar presencia a sus personajes.
La vida estaba en la habitación cerrada o en la sala cuando venía su prima y el novio.
Valentina soñaba despierta. Algo debía decir al médico que la atendería en la próxima cita.
Ojalá la afición a la bebida, tal se comentaba, no velara la interpretación de sus pensamientos o sueños diurnos.
Ojalá.
Continuará…