Adán Echeverría
Perorata es el más reciente libro de cuentos del autor Luis Felipe Lomelí (Jalisco, 1975), editado con el apoyo del Sistema Nacional de Creadores de Arte, bajo el sello de Casa Editorial Abismos, este 2019. En los créditos señala que ocho cuentos –Arandas, Verde era el color que era, La nueva era, Gabriel se puso malo otra vez, El espantapájaros, El Informante, Epístola del asesino y Somos gente de mar– conformaron el libro, que obtuvo el Premio Nacional de Literatura “Gilberto Owen” 2017, otorgado en junio 2018 por el Instituto Sinaloense de Cultura. Pero el libro consta además de siete cuentos más, para fundar un cuentario de 15 cuentos en 200 páginas.
En verdad que me considero —ahora— un pésimo lector, porque en verdad me costó mucho leer el cuento ‘Arandas’, con el que se abre el cuentario. Un cuento de 22 páginas que se alarga demasiado, apuntando para que el lector busque condolerse de la soledad del personaje que ha visto morir asesinada a su esposa bajo las balas de unos sicarios, utilizando un intento de intimismo poético que no le favorece al texto, que permite que uno se conduela de la pérdida del viejo, menos cuando una de sus preocupaciones es cómo avisarles a sus hijos por el teléfono móvil. El texto tiene graves errores de redacción, como en el siguiente ejemplo: “Ahora vengo, viejita, dice volviendo el rostro y abre la puerta. La deja abierta porque eso no es todo, no basta con mantenerse despierto aunque sea lo primero.” (sic)
Supongo que el autor intenta decir que lo primero es ‘mantenerse despierto’, pero en la literatura no se trata de suponer sino de decir y dejar las cosas claras. Y luego avienta frases y oraciones que en la intención poética resultan muy cursis: “para producir el milagro de una pequeña flama”; ¿en serio?, ¿encender un cerillo es un milagro? A lo largo de ese trabajo lanza otras como: “Frente a él está la pirámide de piedras y, al otro lado, la pala, el bote de cloro vacío y el hacha talacha.”
A lo largo del texto (sus 22 páginas), utiliza 6 veces “hacha talacha”. ¿Es en serio: acaso en su investigación se topó con esta herramienta y decidió que la usaría mucho? ¿Acaso el oído no le permite escuchar la rima interna, como para usarla a propósito? El humor involuntario en el que se transforma la palabra mueve a risa, en vez de compasión.
En construcciones como: “Sube a la azotea para relojear los ranchos aledaños, para ver si hay presencia de las camionetas o de los hombres armados en alguno de ellos” mete una palabra del caló argentino como “relojear” en el texto que narra, lo cual no deja claro el lugar en el que la historia se desenvuelve, porque el personaje dice al menos dos veces “¡Chingado!”, una palabra coloquial mexicana. ¿Entonces?
¿Quién narra esta historia? Al parecer el que narra es precisamente Luis Felipe Lomelí, eso es algo que se observa dentro del transcurso de la lectura del texto. No parece que el texto sea narrado desde el personaje, el cual no termina de sentirse, aunque se intente construir. No me ha importado la muerte de su esposa, o que lo estén vigilando para que no la entierre, o que lo hayan amenazado para que no lo haga. Nada de eso termina de parecer verosímil. Mucho menos los atisbos de poesía que presenta como: “Ayer le cerró los párpados para que el sol no le quitara el sueño.” ¿Por qué el personaje hablaría con esta poesía? Pues porque el que habla es Lomelí, no el personaje, no el narrador, sino el autor.
Aun así, necesitaré darle otras lecturas, porque en verdad que me siento un muy mal lector, puesto que el libro ha sido premiado a nivel nacional, y de seguro a todo mundo les gustan estos cuentos, excepto a mí. “Verde era el color que era” es un cuento interesante, se deja leer, pero igual intenta arrancarnos el moco lacrimógeno. Lo que parece interesante es su estructura, que lo hace de lectura ágil. Seguiremos explorando.
Aprovecho para saludar y felicitar a Mario Treviño que esta semana que acaba de concluir participó en la Feria Internacional del Libro que se desarrolló en el Instituto Cervantes, de la ciudad de Nueva York. ¡Felicidades, viejo!