Perspectiva
No pareciera un comportamiento normal levantarse a las 4:30 de la mañana, vestirse con la ropa y calzado para correr, y salir a la agradablemente templada atmósfera de las madrugadas a sumar kilómetros como parte del entrenamiento para cumplir la meta que me impuse –y les anuncié por este medio– para enero del 2020: correr el medio maratón de Mérida, anunciado para el 5 de enero del próximo año.
El caso es que, desde octubre del año pasado a la fecha, he corrido regularmente de tres a cuatro veces por semana y, conforme la distancia que cubro aumenta, la hora de la levantada es cada vez más temprana; cuando ya esté corriendo 20 km como entrenamiento regular deberé adelantar la hora de la levantada una media hora más. Ya cubro 14 km en entrenamiento, y este próximo fin de semana correré en carrera oficial 14.5 km, para luego correr 15km en al menos una carrera de las dos en las que he puesto la mira en septiembre.
¿Cuál es la prisa, si aún faltan casi 5 meses para la carrera de enero? Pues que Megamedia anunció que su carrera este año será medio maratón, y que será el domingo 10 de noviembre, lo que acorta el tiempo de preparación dos meses completos, pues es una carrera con causa a la que religiosamente acudo desde su primera edición y, Dios mediante, nuevamente lo haré este año.
Pero esta aportación no es sobre la preparación hacia mis metas, sino tiene la intención de comentarles lo que muchos probablemente desconozcan que sucede en nuestras calles de Mérida –al menos aquellas que recorro– a esas horas, desde la óptica de un corredor.
Mientras me ajusto los audífonos, e inicio la lista de música que me acompañará, los primeros personajes que me saludan, a su modo, son los perros de la cuadra: todos ellos ladran, avisando de mi presencia tanto a sus humanos amos como a sus congéneres, por lo que el coro solo cesa cuando he abandonado la calle en la que viven. Algunos de ellos ya me reconocen y, mudos, continúan durmiendo o me ignoran.
Al correr, aquellos perros que no tienen un techo bajo el cual resguardarse son de los que es necesario cuidarse más: son los dueños de la porción de la calle por la que estás pasando y, a su juicio, estás invadiéndolos, por lo que sienten que están en su total derecho de corretearte hasta que desaparezcas de su vista, amenazando con soltar una mordida cuando se acercan peligrosamente a tus pantorrillas.
Estos últimos canes son los que más te impulsan a aumentar el ritmo cuando corres: debes escapar de ellos, corres más rápido, y la adrenalina que te hacen sentir te acompaña un buen tramo del entrenamiento. Aquí entre nos, me he topado con un par de ellos, y me he visto en la necesidad de cambiar mi ruta de carrera para evitarlos. Son bravos los canijos.
Los otros grandes –por su número, no por su tamaño– habitantes no humanos de la madrugada son los gatos. Muchos de ellos aún andan por la calle, o están acostados esperando sepa la máe qué, o están caminando hacia donde se acostarán a dormir la siesta, después de haber cumplido con las actividades propias a su género. Algunos de ellos corren cuando hago aparición, otros me ven con aquella mirada parsimoniosa que solo los gatos tienen y con la que fulminan a todo aquello que no es digno merecedor de su atención.
Me llama particularmente la desproporción en sus números: son muchos más felinos que canes los que encuentro durante mis salidas de madrugada. ¿Será que poco a poco los gatos van arrebatando el mundo a los identificados como mejores amigos del Hombre?
Curiosamente, eso sí, mientras que me he encontrado con grupos de canes, nunca me he encontrado con un grupo de micifuces departiendo amigablemente, confirmando su naturaleza solitaria, al menos a esa hora de la madrugada.
Los grandes ausentes en esas horas en las que la oscuridad es vencida lentamente por la luz son las aves. Me consta que infinidad de los que llamamos x’caues inician el día con algarabía, batiendo sus alas, evacuando sus intestinos y graznando, emprendiendo simultáneamente el vuelo cuando su líder así lo define.
Hace unas madrugadas, mientras corría por las calles de lo que alguna vez fue el banco de materiales de Mitza, por el rabillo de mi ojo izquierdo capté movimiento. Inicialmente pensé que una gaviota levantaba el vuelo, desplegando sus alas, acaso asustada por mi presencia, o por mi acompasada y audible respiración.
Sin embargo, conforme mi cerebro procesaba la información, caí en la cuenta de que no hay gaviotas tan lejos de la costa, por lo que necesariamente debía ser otra ave. Al observarla planear sobre la superficie, muy cerca del suelo, en la penumbra, con destellos de plata, solo pude concluir que estaba atestiguando las labores cinegéticas de una lechuza, en busca de roedores.
Enigmáticas, recluidas, tímidas, lejos de la vista de los humanos, el premio a mis desvelos fue observar la grácil trayectoria de esta ave, algo que nunca antes había tenido la oportunidad de observar. En ese instante, asombrado, me llenó un sentimiento de paz. No era cualquier cosa lo que mis ojos apreciaban. Murmuré una breve plegaria de agradecimiento y continué mi rutina y recorrido.
La ausencia de sonidos animales, con la mencionada excepción de los ladridos temporales, es palpable cuando la ciudad aún duerme.
Los más activos a esa hora, siendo yo un ejemplo, somos los humanos, y de ellos les platicaré en el próximo comentario.
S. Alvarado D.