XXXII
TODO SE LEVANTÓ EN EL ACTA
Continuación…
Al día siguiente, Eusebio Uicab regresó al juzgado. Llevaba consigo a dos de sus hijos: Bibiano, de ocho años, y Sérvulo, de seis.
–Mis testigos no quieren venir, “tat”. Ahora dicen que no vieron nada. Tienen miedo de Ponciano K’antún.
–Ya lo ves, ¿chan Us? Sin testigos no podemos levantar el acta.
–Sí podemos, “tat”. Sólo te pido que levantes mi queja para que yo vaya a ver al señor gobernador en Mérida, con el papel que me des donde diga lo que me pasa. Cuando vino el señor Presidente de la República, endenantes, cuando era candidato, yo dije un discurso a él en maya y le gustó mucho. Después que hablé me agarró mi mano, hasta me abrazó. Y me dijo que si alguna vez me pasa algo, que yo se lo mande decir en una carta. Pero que primero me queje con el gobernador. Así es que necesito ese papel para quejarme.
–Como quieras, cristiano. Sólo sí: el papel donde voy a levantar el acta te va a costar cincuenta pesos.
–Te lo pago, “tat” –y extrajo su pañuelo colorado de la pretina de su delantal, desató el nudo de uno de sus ángulos y escogió el más viejo y maltratado de los billetes azules. Los ojos del juez se abrieron, codiciosos, al atisbar en el grueso fajo de billetes. Seguro de poder con otro “mordisco” al inesperado caudal del quejoso, llamó al secretario del juzgado y se dispuso a dictar.
–Yo te suplico, “tat”, que escribas en ese papel, por la vida de estos dos chiquitos y del más chico que llevé con su abuela, que Us Uicab vivía tranquilo con su mujer hasta que llegó ese sinvergüenza de Ponciano K’antún y empezó a enamorarla. Escribes que tengo tres hijos con esa malvada y que antes de que le calentaran su cabeza era muy buena con ellos y conmigo. Pones también que si regresa a mi lado a cuidar estos chiquitos, se lo perdono todo y nos vamos del pueblo para que la gente no hable de mí en mi cara. Y también quiero que…
–En la Villa de Yalajau, a los seis días del mes de enero de…
El juez comenzó a dictar sin hacer caso del parloteo de Uicab; pero éste siguió enumerando las cosas que quería que se hicieran constar en el acta, sólo que ahora a media voz, mascullando sus palabras, temeroso de interferir el dictado, como si esperara que con sólo indicarlas todas sus cuitas y lamentaciones quedarían estampadas en el papel, en el que las teclas de la Oliver golpeaban con ritmo de mecanografía al tacto de dos dedos índices.
–…siendo las diez horas, compareció ante este juzgado el ciudadano Eusebio Uicab, natural de esta villa, casado, mayor de edad legal, de oficio… ¿En qué trabajas, chan Us?
–Yo mato, “tat”. Mato tres o cuatro veces por semana. Unas veces cochino y otras veces res. También soy ejidatario del Ejido de Yalajau y, para completar, hago una milpa cada año, y a veces salgo a lamparear venado. “Antantier” regresé de mi reparto de carne en los pueblos vecinos. Traje dinero de mi venta y lo que me pagaron de lo que me quedan a deber. Es para pagar un toro que le compré fiado a don Nazario Carrillo. Creo que Dios iluminó mi cabeza y por eso no dejé el dinero de mi venta en poder de mi mujer. Porque si no lo llevo en la milpa cuando me fui a desyerbar, se lo roba todo esa “puñatera” y me deja en la calle sin un centavo. ¿Con qué iba yo a pagarte los cincuenta pesos del papel para que levantes mi queja en el acta? ¿Y si después tengo que darte más, “tat”?
–Y a todas éstas, chan Us, ¿pagas impuestos cada vez que matas una res? Sospecho que eres matarife clandestino, cristiano.
–Pues haces muy mal en sospechar eso, “tat”, porque te puedo mostrar los recibos del municipio, en donde está escrito lo que pago por matar en el rastro público.
–Eso ya lo veremos… ¿Dónde íbamos? ¡Ah, sí!… Mayor de edad legal, de oficio matarife…
–“Tat”, mejor pones que soy “abastecedor”. Y además ejidatario. Del Ejido de Yalajau. De los antiguos que empezaron cuando yum Lázaro Cárdenas repartió las haciendas y dio su ejido a nosotros…
–¡Ya está bueno, hombre de Dios! ¡Cállate para que yo pueda levantar el acta y hacer constar los hechos que denuncias! ¿Lo oyes?
–Lo oigo, “tat”. Y callo mi boca. Pero pones eso que te digo y las otras cosas que tengo que decirte.
El juez continuó su dictado sin que Eusebio dejara de hablar; pero ya no hizo caso del parloteo del quejoso. Cuando terminó con la fórmula consabida, susurró algunas palabras al oído de secretario, ordenó que se expidiera copia certificada, mediante el pago de la cuota reglamentaria, al demandante tal como éste lo había solicitado y lanzó un suspiro de alivio después del arduo trabajo de aquella mañana.
Eran ya las doce del día y aún no “hacía la mañana”, cuando sus amigos ya irían por la quinta o sexta copa en la cantina de don Tino Perera, donde le estarían esperando.
Jesús Amaro Gamboa
Continuará la próxima semana…