En la ciudad de México conocí a Oswaldo Baqueiro Anduze. Era más bien bajo de estatura, sumamente nervioso, portando casi siempre el abrigo; también le gustaba, de vez en cuando, voltear hacia arriba el ala delantera del sombrero. Pasaba a menudo por el “Café París”, para saludar a los paisanos, pero casi nunca se sentaba por no ser de su agrado; pensaba que es mucho el tiempo que uno se acostumbra a perder en el café, y que este muy bien podía ser empleado leyendo en una biblioteca. Era ajeno al licor y parco en la comida, teniendo un gusto infantil por los dulces y pastelillos. Poseía un corazón generoso, y una profunda comprensión humana, sólo propia a los que conocen los múltiples golpes de la vida.
Oswaldo Baqueiro poseía una disciplina ejemplar, como estudioso y como escritor: me contaba que tenía por costumbre levantarse a escribir todos los días a las cinco de la mañana. Que en ese momento se olvidaba completamente de los problemas diarios, por urgentes que fueran absorbiéndose en la concentración de su trabajo intelectual.
Oswaldo tenía una conversación interesante y también sabía interesarse por las ideas de las personas que platicaban con él. En cierta ocasión, por mi carácter tímido y apocado que me hace ser poco sociable con las gentes, me dijo: “De lo que cuesta poco, da mucho”; otra vez, cuando yo le pregunté que cómo era posible que pudiera sostener amistad con uno de esos tipos de elegancia extremosa, puro en la boca y charla banal, me contestó que en la vida hay gentes que no tienen una personalidad: que por lo tanto, tienen que proporcionárselas, pues esta les sirve a modo de coraza, para defenderse de un sinnúmero de tiburones que a diario se asoman en la vida.
Tuve la suerte de acompañarlo a que corrigiera las pruebas de su libro Los mayas. Fin de una cultura, en la modesta imprenta de la Cámara: él dirigió la impresión, y orgulloso me mostraba su libro, indicándome lo que podía hacerse con voluntad en aquella humildísima imprenta.
Oswaldo Baqueiro Anduze fue director de la biblioteca de la Cámara de Diputados; durante su gestión enriqueció notablemente el acervo de dicha biblioteca. Él logró un acuerdo de la Cámara, convertido en decreto, el cual obliga a los escritores y a las editoriales mexicanas, a donar a la biblioteca cuando menos dos libros de las impresiones hechas después de salida el decreto. También se dirigió a las Embajadas haciendo petición de donativos de obras. Recuerdo que me mostraba jubiloso, tres o cuatro libreros conteniendo todas las obras clásicas de España, las cuales había donado la Embajada española.
Cuando Oswaldo se agravó de su mal, se encerró en su casa sin darle a nadie su dirección, haciendo sólo dos excepciones: sólo permitió ser visitado por dos de sus más íntimos amigos.
Cuando su fallecimiento, al sacar el cadáver de su casa, Miguel Ángel Menéndez, que iba en la parte delantera cargando el féretro, recuerdo que dijo con lágrimas en los ojos: “No pesa nada; claro, ¡cómo va a pesar, si era un pajarito! Oswaldo Baqueiro Anduze fue otro de los amigos [a los] que en la ciudad de México me tocó la triste suerte de acompañar a su última vivienda; aquella vez, lo dejamos en un lugar en el cual la naturaleza es pródiga y exuberante, como contraste, y en donde el cielo se extasía ante el Valle de México.
Carlos Moreno Medina
Publicado en El Diario del Sureste, 11 de febrero de 1960
Tomado de los archivos de la Familia Baqueiro Brito