Juan José Caamal Canul
Vago por polvosas calles. Sucias calles, abandonadas por la desidia de sus habitantes y mandos.
Algunas casas, longevas casas de patriarcas, lucen esculturas marmóreas, copias de mujeres bellas que lucen piernas, cinturas, bustos, labios, ojos, cabellos perfectamente definidos. Parecen respirar y transpirar.
Ojos cegados, pubis asexuados. Donde debiera asomarse una pupila oval, el trazo de una hendidura, solo hay glaucas formas o llanas superficies. Toco un glúteo, deposito mis dedos sobre un pezón… Mis manos tiemblan.
Ciudad de viejos sátiros que edificaron en sólidos cimientos sus más ardientes deseos. La perspectiva es amplia. Muchas personas han venido a mirar el atardecer que se refleja entre las paredes con amplios ventanales.
Voy por la calle de las librerías. Reviso libreros apolillados y hojeo viejas revistas. ¿Es mi imaginación o hay un ambiguo aroma a humedad? Ando al azar en los angostos pasillos, atiborrados de libros. La calle se confunde con estos pasillos. Un rincón oscuro.
Una pareja detrás de un librero. Mi vista se adecua a la penumbra que yo creía oscuridad.
Distingo dos mujeres jóvenes. Una de ellas tiene abierto un libro sobre los pechos; la otra está en cuclillas y pasa delicadamente los dedos sobre otras páginas.
Son valientes. Mi presencia no les importa ni es inoportuna.
Son amorosas. Por momentos, la que está de pie entrecierra los ojos, entreabre los labios, como presa del éxtasis de lo que lee y siente. La que está abajo es presa de un furor.
Los rumores y el aroma a sexo fluyen entre los libros.
Me alejo.
Al poco rato salen de entre el pasillo abarrotado de libros.
Una de ella tiene una fuerte presencia masculina y una mirada con estrabismo; la otra es extremadamente sensual, cabello largo y agreste. Una se hace la desentendida y me invisibiliza; la otra me mira de forma retadora.
Poco después, de nuevo el aroma del papel, de la pulpa de papel que se oxida, se impone.
Por las mañanas, tardes y noches, cafeterías, cantinas, estallan en histérico bullicio.