José Juan Cervera
Para Lourdes, nacida el último día de un mes de abril.
La conexión fluida de los escritores yucatecos con los hechos de su infancia se hace visible en sus memorias o en crónicas que transmiten a sus lectores algo de esa lozanía gozada en su experiencia temprana, regalando un poco de ella a quien llega al encuentro de sus letras; otras veces, esos lejanos recuerdos se transforman en motivos para componer otra clase de textos literarios, moldeados en novelas, cuentos o poemas.
En lo que atañe a la narrativa, Raúl Renán expone en su legado artístico varias muestras de ello. En el marco sugestivo de la expresión poética, Antonio Mediz Bolio brinda otro ejemplo de gran intensidad en su “Elogio a Ricardo Bell”, constituido de un par de sonetos en que rememora a ese personaje que cautivó a incontables espectadores quienes lo conocieron como figura estelar del Circo Orrin a fines del siglo XIX y principios del XX. Son muchos los testimonios de esa época que enaltecen las cualidades de aquel payaso inglés en la representación de escenas entretenidas, que en varios puntos del territorio nacional extendió su huella de humor y de talento.
El poema dice así: “I/Asomándome al tiempo que se ido,/arrastrando mi vida poco a poco,/oigo un sonoro cascabel herido/por un viento lejano, triste y loco…//Oh, triste y loco cascabel prendido/a mi risa de niño en el descoco/burlesco de aquel traje, que no olvido/y que adentro del tiempo miro y toco!//¡Risa de mi payaso, ¿a dónde fuiste?/Ya todo está muy lejos y muy triste…/Oh, la risa de aquel payaso mío!//Suena, divino cascabel de oro!/Yo ya no sé reír, y ves que río,/y ya no sé llorar, y ves que lloro!//II/No se fue aquel amigo tan extraño,/todo vestido de colores… Era/muy bueno y muy alegre, y cada año/llegaba al fin, como la primavera.//¿Os acordáis de su bigote huraño,/de su copete y de su boca fiera,/de su cara de harina, y del engaño/de aquella su encantadora faltriquera?…//Pues no se pudo ir… ¡era tan bueno!/y volvió todo alegre y todo lleno/de su risa magnífica y sonora,//y de juegos, de saltos, y de guiños…//Ricardo Bell ha vuelto… Pero ahora/no lo podemos ver… ¡No somos niños!”
Ermilo Abreu Gómez y Santiago Burgos Brito también dejaron testimonio de la impresión tan honda que causaron en ellos las pantomimas de Ricardo Bell, su apariencia de fantasía y el embrujo sensorial en que transformaba el escenario. Otros niños, por la estrechez de sus condiciones de vida, ni siquiera podían imaginar la existencia de algo parecido a un circo porque su mundo conoció el límite de las fincas en que los peones reproducían el sometimiento garante del cultivo de henequén. Así fue el caso del pequeño Bel Xool, a quien Mediz Bolio consagra algunas amargas páginas de su libro A la sombra de mi ceiba.
Abreu Gómez refiere en el primer tomo de sus memorias, en el que evoca sus años infantiles, que concurría al Circo Teatro Yucateco donde se presentaba el Circo Orrin al llegar a Mérida en los días cercanos a diciembre, cuando el ambiente era más fresco. Define a Ricardo Bell como un caso extraordinario: “Su sola presencia provocaba hilaridad.” Y aunque el circo traía varios espectáculos, el de los payasos era el que aseguraba un público fiel.
Burgos Brito frecuentó también el extinto coliseo cuando lo ocupaba el Circo Orrin, al que llama “el manantial supremo de nuestras alegrías”. Esto lo señala en las memorias que atribuyó a su alter ego Julián Rosales. De igual modo, apunta que el circo se instalaba algunas veces en la explanada del Castillo de San Benito, espacio citadino que daría mucho de qué hablar algunos años después por albergar en sus alrededores los arrebatos de ciudadanos desinhibidos y rijosos. De Ricardo Bell apunta que era “el más ilustre payaso que ha pisado tierra mexicana”, y que uno de sus juegos con los vecinos del barrio de su niñez consistió en imitar al personaje circense, cuyas andanzas reverberan hasta los días en curso gracias al registro puntual de tres forjadores del Mayab letrado.