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Cilo, Cinchador de toros

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La construcción del coso taurino, ejemplo de edificación efímera que emplea materiales autóctonos, previo a la fiesta tradicional.

Graciliano Aké: Servicio de camiones-oficio de cinchador.

Juan José Caamal Canul

En aportación anterior recordábamos a Cilo, el encargado del cinema Lido, y reelaborábamos ficticiamente un momento en el sin tiempo de la memoria.

El cinema Lido fue nuestra ventana para mirar y observar el mundo. Para el tiempo a que nos referimos, la televisión era un medio perfectamente inserto en nuestra vida cotidiana; el cine tenía, tiene y preserva esa magia de contarnos o verter en imágenes una historia, quizá un sueño, escenarios ficticios o reales, la memoria visual, la narrativa que surge de un halo de luz y donde los personajes viven, aman, mueren, luchan una y otra vez, y nosotros escuchando y deleitándonos con sus frases de manera recurrente. El cine, sobra decirlo, tiene su fuerza y su poder en el lenguaje de las imágenes.

Lo que motivó el presente relato es que Cilo, además de encargado del salón Cinema, cumplía con la actividad de cinchador de reses en las fiestas patronales del pueblo.

Me propuse saber que era o fue de él.

Por algún lado había que comenzar la búsqueda, así que platiqué con un vecino de nuestro pueblo. La conversación nos fue llevando de una persona a otra, de una historia a la siguiente, hasta tener un panorama de la vida en el pueblo y de una época.

El vecino con el que platiqué se llama José Ernesto Amé Chan. Fue un hecho fortuito y afortunado dar con él, porque resultó ser hermano menor de Cilo. Me platicó que por catorce o quince años ayudó a su hermano a cinchar los toros. Cilo era el apodo muy local de Graciliano Aké Chan. Ambos hermanos se emplearon, como primera ocupación, en las labores del campo: corte de pencas y chapeo.

Curiosamente, no relacionaba a Cilo con José Ernesto.

Un día en el pueblo, le pregunte a José Ernesto por aquél. Me dijo que ya había muerto: “Fue mi hermano,” agregó. Entonces le dije: “Vamos a platicar de él.” Pero ese día estaba ocupado soltando voladores y reventando hiladas. El gremio familiar, pendones y pabellones, había salido en casa de su consuegro. Comprendí que estaba ocupado con esa responsabilidad.

“Luego te localizo,” le dije como despedida.

Subí a la azotea, escuché y miré el repique de los campaneros. Y, por supuesto, observé una vez más la línea del horizonte de mi pueblo.

A José Ernesto hacía ya un montón de años que le conocía, por los noventa. En ese entonces, él trabajaba como velador en alguna empresa aquí en Mérida, y viajaba todas las tardes desde el pueblo en el camión de la cinco o seis. Coincidía con él algunos domingos por las tardes.

Por aquellos tiempos, el camión de la Unión de Camioneros de Yucatán no tenía terminal en el pueblo; se asomaban a la plaza por la esquina de la Escuela Civil cuando venía de Izamal, Tepakan y Teya Pueblo.  Ese camión estaba semi lleno con estudiantes que hacían el viaje de regreso a Mérida.

José Ernesto emprendía el viaje y retornaba al pueblo a la mañana siguiente, para ocuparse de sus labores agrarias. Era la rutina.

Cuando se presentó la oportunidad, le pregunté por qué dejaron de cinchar de toros. Me respondió que tanto él como su hermano ya no tenían las mismas fuerzas que antes. La juventud o la primera edad madura ya se había ido. Para hacer aquel trabajo se necesita fuerza y energía; incluso, en caso de peligro, para correr a esconderse detrás de algún burladero artesanal y provisional, guarderilla, en nuestro argot pueblerino.

Ejercer de cinchador de toros quizá era un oficio excepcional que solo se daba dos veces al año y él, Cilo, lo desempeñaba mejor que nadie. Hacía falta dominar el miedo, no perder de vista el movimiento del animal para evitar el atropello y derribo.

Cilo desempeñaba aquella labor aguantando la rechifla y las burlas de los espectadores en el ruedo. Todos le suponían cobarde, pero nadie más que él con los arrestos necesarios para hacer el trabajo.

Ese día, domingo, fiesta universal de Cristo Rey, le pregunté a José Ernesto por dónde vivía. Me explicó: “¿Sabes dónde vive Yoyo?”

En este, como en otros pueblos, no valen las nomenclaturas, solo las referencias: sobrenombres de los vecinos, un árbol, un poste, una calle pavimentada que concluye, un altillo, etcétera.

Sí,” le dije porque, valga mi explicación, antes anduve localizado a don Eddie, el que hace los ramilletes, que es precisamente su consuegro.

Casi enfrente. En la esquina,” precisó.

Regresé un sábado por la tarde sin previo aviso. Él estaba descansando, poco después de regresar de su milpa.

Salió su esposa y, como no me conoce, se le ensombreció el rostro con preocupación. Su zozobra se contagió a la voz: “¿Quién le busca, señor?” me dijo.

Solo vine a platicar con él,” le expliqué. “No es nada oficial, de la justicia o policial.”

Me identifiqué y le expliqué en síntesis nuestra primera conversación.

Permítame,” se excusó.

A poco salió José Ernesto, y me guió hacia uno de los tres escaños que unen la calle con el portal de su casa.

Continuará la próxima semana…

 

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